Artículo de El Confidencial:
Lo que solía considerarse una crisis de libertad de expresión en los campus de élite de Estados Unidos, con sus escraches y sus códigos del lenguaje, sus 'espacios seguros' y sus advertencias de contenidos sensibles, está cristalizando en una sólida ortodoxia identitaria. Algunos de los campus más selectos de los estados demócratas empiezan a mostrar los rasgos de pequeños regímenes fundamentalistas. Guiados por una teoría que no permite la duda y al abrigo de la indignación desatada por casos como el asesinato de George Floyd, sus rectorías han creado poderosos comités, ideologizado los temarios e incluso organizado confesiones públicas de prejuicios raciales. Un clima dogmático que, como tal, no tolera herejías. Herejías como la de Jodi Shaw y Aaron Kindsvatter.
Con sus casos, inauguramos una serie en El Confidencial sobre cómo esta ideología, que suele aparecer bajo los nombres de 'teoría crítica racial', 'movimiento de la justicia social', 'antirracismo' o, más sencillamente, 'wokism', se ha ido fraguando en las universidades progresistas y extendiéndose después por la cultura y las instituciones de EEUU. Este capítulo, dedicado a las universidades y las empresas, servirá de introducción. En el segundo, veremos cuál es el origen de este credo, por qué ha cuajado ahora y por qué está siendo criticado por los veteranos de los derechos civiles. El tercero irá dedicado a su desembarco en las escuelas primarias, y el cuarto, a las iniciativas que están surgiendo para contrarrestarlo.
La mayoría de profesores y empleados que denuncian este ambiente aparentemente hostil lo hacen de forma anónima, ante asociaciones como Foundation Against Intolerance and Racism, Academic Freedom Alliance o Counterweight, todas ellas creadas en los últimos meses. Otros, como Jodi Shaw y Aaron Kindsvatter, han optado por hacerlo a cara descubierta.
“Empecé a sentirme mal cuando nuestra universidad adoptó la idea de que nos teníamos que ceñir a los estándares DEI [acrónimo de diversidad, equidad e inclusión]”, dice Aaron Kindsvatter, profesor de pedagogía terapéutica en la Universidad de Vermont, a El Confidencial. “Me preocupaba cómo iba a ser consistente con lo que esperaban de mí. DEI es una especie de nombre en clave de la retórica y las ideas de la izquierda más extremista, y querían que solo enseñara eso. Me ponía enfermo intentando buscar una manera de mantener una conversación con la clase sin adoctrinarla con estas ideas”.
El profesor dice que durante dos años y medio padeció problemas de estómago. Casi cada domingo, antes de empezar la semana lectiva, vomitaba del estrés que le producía pensar en dar clase y en enfrentarse a una facultad donde se sentía cada vez más aislado. Como consecuencia de los cambios departamentales efectuados en 2018 y 2019, Kindsvatter debía de basar el temario en las enseñanzas de Ibram X. Kendi y Robin DiAngelo, autores, respectivamente, de 'Cómo ser antirracista' y 'Fragilidad blanca': los dos superventas de la teoría crítica racial.
Según Kendi y DiAngelo, en Estados Unidos el racismo de los blancos determina todas las interacciones humanas. Es una fuerza tan sutil y tan penetrante, tan imbricada en las instituciones y en las costumbres, que la única manera de reducirla es entrenando nuestros sentidos: aprendiendo a localizarlo, cuestionarlo y combatirlo; aprendiendo a ser 'woke', a estar 'despiertos' ante las terribles agresiones que anidan en las palabras y en los comportamientos.
Ambos libros presentan, de manera transparente, una visión binaria del mundo. “No hay neutralidad en la lucha contra el racismo”, escribe Ibram X. Kendi. “Uno o bien permite que las inequidades raciales sigan perseverando, como racista, o bien se enfrenta a las inequidades raciales, como antirracista. No hay término medio (...). La declaración de neutralidad del ‘no racista’ es una máscara del racismo”.
Para Robin DiAngelo, no existe una persona blanca que no sea racista: ni siquiera ella, que suele reconocer abiertamente su “visión racista del mundo”. Porque el racismo, además de ser inherente a los caucásicos, es incurable. Lo único que pueden hacer los blancos es mantenerlo a raya con un riguroso entrenamiento mental. Un examen constante de sus prejuicios, difíciles confesiones en grupo y otras técnicas que ella ofrece en su libro y en sus charlas a empresas y universidades. La dinámica es la misma que con Kendi. Se trata de una doctrina perfecta, incuestionable, cerrada al vacío, en la que solo hay dos opciones: o confesar el racismo o no, en cuyo caso el blanco estaría dando muestras de “fragilidad blanca”: estaría negando la realidad.
DiAngelo y Kendi no se han inventado la teoría crítica racial, que lleva 30 años desarrollándose (o más de 60, si buscamos su semilla en los posmodernistas franceses). Lo que han hecho ha sido darle una dimensión práctica, un manual de acción aplicable a todos los aspectos de la existencia.
Jodi Shaw, antigua coordinadora de Apoyo a los Estudiantes de Smith College, un bucólico y exclusivo campus femenino de Massachusetts, conoce bien estas tácticas. En enero de 2020 tuvo que asistir, junto al resto de empleados, a un curso obligatorio sobre sensibilización racial. Durante el ejercio, el 'educador antirracista' fue pidiendo a los empleados de Smith que expresaran en público los sentimientos raciales que habían experimentado en su niñez. Cuando llegó el turno de Shaw, esta dijo que se sentía incómoda y que prefería pasar. El educador lo entendió como un claro síntoma de 'fragilidad blanca', y acusó a Shaw de usar este ardid como un “juego de poder” propio de los blancos. La negativa de Shaw a participar resultaba ser una agresión racista.
“En Estados Unidos, es ilegal preguntarle a alguien por su raza en una entrevista de trabajo, y sin embargo querían que la raza formara parte de mi empleo”, dice Shaw por teléfono. La exempleada asegura que, en otras circunstancias, no le hubiera importado hablar a unos desconocidos de sus sentimientos raciales, pero, a esas alturas, ya había sido trastocada por un año y medio de hostigamiento racial.
Los problemas de Shaw y de otros empleados comenzaron en verano de 2018, cuando una estudiante afroamericana, Oumou Kanoute, dijo haber sido víctima de racismo porque un conserje y un policía del campus le preguntaron qué hacía en un comedor vedado, en ese momento, a los estudiantes. Kanoute desveló en Facebook la identidad del conserje y lo acusó de racista. Mientras Kanoute concedía entrevistas a ABC News, CNN o 'The Washington Post', Smith College adoptaba un frenesí de medidas para combatir el “racismo sistémico”. Entre ellas, la segregación de las residencias de estudiantes, talleres de sensibilización racial y un “equipo de respuesta al sesgo”, que permitía denunciar anónimamente cualquier mensaje, imagen o palabra considerados discriminatorios por algún individuo o colectivo.
Tres meses después del incidente con Kanoute, la investigación oficial concluyó que no había habido discriminación. El comedor estaba siendo exclusivamente usado por los niños de un campamento de verano, y el conserje, un señor mayor que llevaba tres décadas en Smith y que no veía bien, había recibido instrucciones precisas de no dejar entrar allí a los alumnos. Pero la maquinaria DEI ya era imparable.
De repente, el criterio racial pasó a ser la base de todas las decisiones del campus, no solo en las contrataciones y asignaciones de tareas: cualquier actividad o medida caía bajo alguna de las categorías 'woke', como “apropiación cultural”, y tenía que ser cancelada o repensada. Shaw describe, en su queja oficial ante el estado de Massachusetts, las amenazas contra profesores y empleados que no se ajustaban a la ortodoxia, cómo los conflictos entre alumnos se resolvían en base a sus etnias, y las acusaciones constantes de “privilegio blanco” a personas como ella, madre soltera de dos hijos que ganaba 45.000 dólares brutos al año (menos de los 78.000 que cuesta la matrícula anual en Smith). Shaw, armada con la Ley de los Derechos Civiles de 1964, denunció estas circunstancias ante la dirección, pero el campus estimó que Shaw carecía de “competencia cultural” y fue recortándole, sin avisar, sus responsabilidades.
“La dinámica es el miedo”, dice Jodi Shaw. “Sé de profesores que cambiaron el temario para evitar posibles reacciones de los estudiantes. Tienes esta dinámica en la que el personal se lo piensa dos veces antes de dirigirse a los alumnos, porque saben lo que les puede suceder”. La exempleada añade que este “ambiente racialmente hostil” le dejó una costosa factura física y mental, de la que aún se está recuperando.
La primera vez que Aaron Kindsvatter escuchó el término 'whiteness', o blancura, aplicado al color de la piel, fue cuando un colega de su facultad ofreció a los profesores blancos ayuda para lidiar con esta condición. “En ese momento, creí que esa persona no estaba pensando, que se había dejado llevar por la pasión, y que yo me iba a olvidar”, dice Kindsvatter. “Pero empecé a escuchar más y más al respecto y, recientemente, en las notas de una de las reuniones de nuestra Facultad de Educación, el comité responsable de la implementación de DEI declaró que la mayoría de las personas de la universidad eran cómplices de supremacía blanca y que deberían hacerlo mejor para apoyar a los colegas y profesores de color”.
El pasado junio, el Comité de Diversidad, Equidad e Inclusión de la universidad dio un curso titulado 'Centrando la conversación en la blancura'. Una serie de conferencias sobre cómo la blancura llevaba siglos oprimiendo a la humanidad con sus dos esencias, que son el racismo y el capitalismo. “El racismo es el agua en la que nadamos”, dijo Paul Marcus, “educador antirracista blanco”, en la charla. “Mantener la blancura se vuelve crucial a la hora de facilitar el crecimiento económico y el capitalismo. Racismo y capitalismo están estrechamente entreverados”.
La presión a los profesores para que adoptasen estos puntos de vista, según Kindsvatter, era grande. Cuando trató de alternar los textos de Kendi y DiAngelo con los de otros pensadores que daban una perspectiva distinta sobre el racismo, como los afroamericanos Shelby Steele o Coleman Hughes, Kindsvatter recibió una advertencia por enseñar “materiales controvertidos” en sus clases.
La asfixia académica aumentaba a la par que sus dolores de estómago, y el mes pasado, Kindsvatter decidió colgar su testimonio en YouTube, titulándolo 'Racismo y religión secular en la Universidad de Vermont'. El profesor, hablando pausadamente, como si cada palabra fuese una figurita a punto de romperse en mil pedazos, dice que no quiere que su alocución se malinterprete y que espera que los alumnos sepan que él comprende las injusticias a las que han podido ser sometidos. Después, advierte sobre los peligros de asociar una serie de “males sociales” a una raza determinada, e invita a la facultad a iniciar un diálogo al respecto.
48 horas después, varios grupos estudiantiles cursaron una petición en los más puros términos “antirracistas”. “La mentalidad de ‘no veo la raza’ del profesor Aaron Kindsvatter ha probado ser dañina contra cualquier tipo de justicia racial societaria y por esa razón estamos exigiendo su dimisión inmediata”, dice la solicitud en Change.org. “Un miembro de la facultad de UVM, especialmente uno que enseña cursos de terapia, no puede tener esta ideología empleada por supremacistas blancos”. El rector y la decana de la universidad reconocieron, en un comunicado, a los estudiantes que “plantaron cara a las posiciones defendidas en el vídeo” y prometieron que los alumnos se iban a sentir “seguros y apoyados”.
Kindsvatter seguía así la estela de Jodi Shaw, que el pasado mes de octubre, visiblemente exhausta, se había decidido a tirar de la manta en Smith College. “Pido a Smith College que deje de reducir mi persona a una categoría racial. Dejad de decirme lo que debo pensar y sentir sobre mí misma”, decía Shaw en su primer vídeo de YouTube. “Dejad de pretender que sabéis quién soy o cuál es mi cultura en base al color de mi piel. Dejad de pedirme que proyecte estereotipos y suposiciones sobre otros en base a su color de piel”.
Smith College respondió al vídeo de Shaw igual que lo haría, con Kindsvatter, la Universidad de Vermont: diciendo que Shaw no representaba a la universidad y prometiendo a sus estudiantes de color que haría todo lo posible para mantenerlos seguros. Como Kindsvatter, Shaw se declara progresista de siempre. Como aquel, dice que tiene la simpatía de varios compañeros de trabajo, pero que ninguno se atreve a expresarlo en público. Al vídeo siguió un pesado tira y afloja con la administración; Jodi Shaw acabó dejando su empleo en febrero.
Las desventuras de Shaw y Kindsvatter no representan anécdotas sueltas, ni tampoco una dinámica racial de gente de color contra gente blanca. Tanto Vermont como Massachusetts están entre los estados más blancos de Estados Unidos: la mayoría de las prácticas expuestas en este artículo han sido ideadas y aplicadas por blancos, como blancos son ambos rectores y la mayoría de los profesores y personal de ambas instituciones. De la misma forma, numerosos intelectuales negros y veteranos de los derechos civiles han sido críticos con estas políticas y con esta ideología, que además suele considerarlos personas marginadas, débiles e indefensas ante todo tipo de abusos.
“La mayoría de la gente en todos los grupos raciales no es proclive a dejarse arrastrar por las teorías queer o racial”, afirma Helen Pluckrose, coautora del libro 'Cynical Theories' y fundadora de Counterweight, una asociación sin ánimo de lucro que asesora a quienes se están viendo discriminados por la teoría crítica racial, tanto dentro como fuera de las universidades. “En este momento, estoy en la ridícula situación de asesorar a un hombre negro musulmán que no entiende muy bien de qué va la teoría y al que se le están dando respuestas equivocadas acerca de lo que creen los musulmanes negros”.
Pluckrose, académica británica especializada en la Alta Edad Media y la conformación de las religiones modernas, lleva unos años estudiando el movimiento de la justicia social: un fenómeno en el que identifica los rasgos del fervor religioso. Elementos como “el tribalismo y el pensamiento mágico” o “la necesidad de una lucha entre las fuerzas del bien y del mal”, dice Pluckrose. “Las necesidades sociales y psicológicas que satisface la teoría han sido antes satisfechas por la religión”.
Counterweight y otros grupos similares alertan de lo extendidas que están, más allá de los casos que afloran en la prensa o en las redes, y que suelen limitarse a personas famosas, las persecuciones identitarias. Por cada periodista caído en desgracia por un tuit de hace más de 10 años, o por cada actriz que realizó una torpe comparación con el nazismo y perdió su empleo, habría una red de ciudadanos desconocidos en situaciones parecidas: presos de un entorno repentinamente moralizado, que se puede volver contra ellos en un chasquido.
Solo Counterweight recibe diariamente una media de 30 o 40 peticiones de ayuda por parte de personas que están siendo obligadas a aceptar, en su universidad o lugar de trabajo, una ideología racial con la que no están de acuerdo. El 70% de estas quejas viene de Estados Unidos. Tres de cada cuatro, del mundo empresarial. “Realmente, nuestra prioridad son los empleados, y particularmente las personas que no tienen las habilidades para defenderse ante los argumentos de la teoría”, dice Pluckrose. “Tenemos a gente de los servicios de emergencia, ingenierios, bibliotecarios... Personas de todas las facetas de la vida”.
Counterweight, igual que Foundation Against Intolerance and Racism, Academic Freedom Alliance, Princetonians for Free Speech o Parents Defending Education, se creó tras los sucesos del verano pasado. El asesinato de George Floyd a manos del policía Derek Chauvin desató la mayor ola de protestas en EEUU desde los años sesenta; una denuncia de la desproporción de afroamericanos que terminan muertos en similares circunstancias o en prisión, además de muchos otros signos de desigualdad entre grupos sociales. Los partidarios de la doctrina 'woke', graduados en estas universidades, habrían aprovechado la indignación para promover su agenda por los cuatro rincones de Estados Unidos.
10 días después de la muerte de Floyd, Robin DiAngelo impartió una conferencia ante 184 congresistas demócratas. “A todos los blancos que estáis escuchando ahora mismo, creyendo que no me estoy dirigiendo a vosotros”, declaró, “os estoy mirando directamente a los ojos y diciendo: eres tú”. La presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, ejerció de maestra de ceremonias.
DiAngelo no tenía tiempo de atender las innumerables peticiones que se acumulaban en su buzón. Google, Amazon, Facebook, Microsoft, Netflix, American Express, Nike, Under Armour, Goldman Sachs o CVS fueron algunas de las empresas que solicitaron su ayuda para entender mejor el racismo. DiAngelo y Kendi parlamentaban diariamente en los grandes canales de televisión y sus libros eran propulsados a la cumbre de los más vendidos, hasta el punto de que las editoriales tuvieron dificultades en abastecer la demanda de tantos lectores interesados.
El buzón de Helen Pluckrose también se llenó de mensajes. Pero, en su caso, se trataba de personas agobiadas por los talleres antirracistas que sus empresas, colegios o fundaciones les hacían cursar. Una práctica común en estos talleres, según los testimonios recopilados por Pluckrose, es pedir a los blancos que escriban largas redacciones sobre los actos de racismo que habían infligido durante sus vidas; a los negros, por el contrario, redacciones sobre los crímenes de los que se supone que habían sido víctimas. Los talleres que imparte la propia DiAngelo están entre los más agresivos, e incluyen interrogatorios y confesiones públicas que suelen acabar en lágrimas. Con algunas diferencias: a los negros se les permite llorar frente a los asistentes. A los blancos se les pide que, sin van a llorar, salgan de la sala.
Adam Steinbaugh, abogado de la Fundación para los Derechos Individuales en la Educación (FIRE, por sus siglas en inglés), encargada de defender la libertad de expresión en el campus, dice que el verano pasado fue inusual. “El verano suele ser un periodo tranquilo para nosotros”, dice Steinbaugh a El Confidencial. “Pero el de 2020 fue diferente. Nuestra carga de casos se disparó”. El letrado cree que los efectos psicológicos del confinamiento tuvieron algo que ver, y el hecho de que mucha gente pasara el tiempo en casa, enfadándose en las redes sociales.
Steinbaugh reconoce que siempre es difícil medir la evolución de la libertad de expresión en las universidades. Actualmente, convivirían dos tendencias: algunos campus tratan de reforzar activamente el derecho de alumnos y profesores a hablar sin ser víctimas del acoso o de la censura. Otros, sin embargo, ven crecer el número de incidentes relacionados con profesores a los que se les presiona para que cambien “el contenido o punto de vista de sus enseñanzas”, lo cual puede ser parte del debate crítico, o síntoma de que algo no va bien. “Hemos visto más objeciones al discurso que es crítico con la gente blanca, o la blancura, o la teoría crítica racial”, asegura.
“Está muy, muy extendido”, dice Jodi Shaw, convertida en una referencia de las campañas contra el 'wokism', pese a que, de los canales nacionales, solo la entrevistó Fox News. “Estoy inundada de 'e-mails' de personas que se sienten aisladas, que no tienen con quién hablar o que han perdido el empleo. Sucede con todo el mundo, con trabajadores, con padres de alumnos. Y no se atreven a hablar entre ellos por miedo a sufrir represalias. Me pasaba en Smith. Hablé con muchas personas que se sentían de manera parecida a como me sentía yo, pero que nunca hablaban entre ellas”.
Otra organización, CriticalRace.org, creada por Legal Insurrection Foundation, ha diseñado un mapa de Estados Unidos en el que se pueden seguir todas las iniciativas de la teoría crítica racial que se emprenden en las universidades americanas. Una base de datos que, según su responsable, William Jacobsen, profesor de la Universidad de Cornell, sirve como guía para todos aquellos estudiantes o padres de estudiantes que quieran saber qué centros han tomado el rumbo 'woke'. Jacobsen dice que el mapa no es una lista negra, y que una cosa es enseñar esta teoría, lo cual entra dentro de la libertad de expresión y de cátedra, y otra forzar a los profesores, empleados y estudiantes a adoptarla, so pena de ser acusados de racistas.
Pero quizá no haga falta visitar estos enlaces o ponerse en contacto con estos grupos. La densa huella de la doctrina 'woke' se palpa en los principales medios de comunicación, y en los recovecos del día a día en Estados Unidos. En cada conversación con un amigo médico, profesor, cantante, periodista, empleado del sector de la moda o gerente de un restaurante, la conclusión es similar: en todos los sectores se transita una línea muy fina, aquella que divide la noble preocupación por la desigualdad y el racismo, de la ciega devoción a un dogma identitario.
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