sábado, 1 de mayo de 2021

Doctrina 'woke' (II): los orígenes del gran despertar. Poder, neolengua y culto al agravio

Argemino Barro analiza de manera muy detallada e ilustrativa la doctrina Woke (DE OBLIGADA LECTURA si se quiere conocer qué está sucediendo y por qué en la sociedad) que se está imponiendo en EEUU, mostrando la segregación (racial, sexual...) que están llevando a cabo en sus escuelas desde muy temprana edad. 

Un proceso de ingeniería social de tinte marxista (y de origen filosófico e ideológico) que conlleva un adoctrinamiento tóxico, que genera división y odio en la sociedad. 

En esta segunda parte se analiza los orígenes de la doctrina Woke, el origen de este credo, por qué ha cuajado ahora y por qué está siendo criticado por los veteranos de los derechos civiles.

Aquí el primertercer y cuarto artículo. 

Artículo de El Confidencial: 


Imagen: Irene de Pablo.

La gran ventaja del movimiento ‘woke’ es que resulta contraintuitivo. A primera vista, parece una continuación de las marchas por los derechos civiles. El imaginario es el mismo: las manifestaciones y los carteles vibrantes, la celebración de la diversidad y la cruzada por un mundo más justo. Es como si hubiera recogido el testigo de Martin Luther King, que a su vez lo había heredado de los abolicionistas, y le hubiera dado un sabor más dinámico, más contemporáneo. El “arco moral de la historia” avanza imparable y ninguna persona decente querría estar del lado contrario.

 

Esta percepción es muy común y muy comprensible. El racismo es real, como lo son las agresivas desigualdades sistémicas de Estados Unidos, y la energía del movimiento que lucha contra estas fuerzas, hoy, está en la izquierda identitaria. Es ‘woke’. Hasta el punto de que sus tropas se han extendido a Hollywood, los medios de comunicación y hasta las grandes corporaciones: volcadas en brazos de casi todas las consignas que salen de Black Lives Matter. ¿Problemas? Claro. También el Dr. King y los suyos cometieron algunas tropelías, cayeron en algún exceso de celo. Pero quizás ahora mismo este clima de tensión nos acabe llevando, en el medio plazo, a una sociedad más justa y equilibrada.

A medida que pasa el tiempo, sin embargo, una parte de la propia izquierda ve cómo crece el lado negativo de la balanza ‘woke’: sus vertientes radicales se generalizan, las cazas de brujas son cada vez más draconianas, hay extraños rituales colectivos y una cambiante neolengua que solo entiende una pequeña casta difusa, erigida en portavoz de los oprimidos. Lo que parecía un movimiento civil adquiere, en su versión más dura, los contornos de una secta; un culto a la indignación y a la diferencia que nada tiene que ver con el activismo tradicional, o que parece, incluso, su perfecto reverso.

 

Por ejemplo: numerosos colegios de Estados Unidos están poniendo en práctica los llamados “grupos de afinidad racial”. Es decir, celebran sesiones en las que separan a los niños por razas: los blancos con los blancos y los de color con los de color, con la idea de “empoderarlos” y “desarrollar su identidad” para que puedan enfrentarse a una vida plagada de opresiones. Así, a los niños blancos se les enseña a vigilar su racismo; a los niños de color, a vigilar el racismo de los niños blancos.

 

Sé que en España, donde decir “conversos y conversas” en un libro de texto causa revuelo, esto puede ser difícil de creer. Pero si algo bueno tienen los activistas ‘woke’ es que están tan convencidos de tener razón que son muy transparentes en sus prácticas. Lo documentan todo ellos mismos. “Las investigaciones demuestran que los niños, a la edad de tres años, están activamente involucrados en entender su mundo”, dice la guía de preguntas y respuestas sobre los “grupos de afinidad racial” que se aplican en la escuela pública Beverly Cleary, en Portland. “Es importante apoyar a los niños para que adquieran conciencia de las diferencias mutuas y conectarlos positivamente con su propia identidad. Los niños son empoderados para afrontar y desafiar el prejuicio y la ignorancia con las herramientas y experiencias que les damos”. Esto está pasando en escuelas de Oregón, Nueva York o Illinois.

 

Por eso, como veremos en el siguiente capítulo, dedicado a las escuelas e institutos, a esta ideología está alarmando especialmente a los padres de niños birraciales. Consideran que ellos tiraron las barreras al formar una familia; unas barreras que este adoctrinamiento está volviendo a levantar. El

 ‘wokeism’ radical no estaría completando el trabajo de Martin Luther King. Lo estaría deshaciendo.

 

Entonces, ¿por qué “grupos de afinidad racial”? ¿Qué conjunto de ideas puede estar detrás de la segregación y otras iniciativas? En este capítulo estudiaremos el origen de la ideología ‘woke’, las razones por las que parece tratarse de un culto y los motivos por los que ha cuajado en este particular momento de la historia.

 

El ‘wokeism’ es, en resumen, posmodernismo aplicado; de ahí su carácter abstruso, deslavazado y lleno de contrasentidos. Como el propio posmodernismo. Esta corriente filosófica, nacida en Francia en los años 60, se considera la reacción teórica a una serie de cambios trascendentales: las guerras mundiales habían quebrado el mito del progreso perpetuo de Occidente; el marxismo había perdido su brillo; el tercer mundo se emancipaba y surgían países y puntos de vista nuevos; la tecnología transformaba la vida diaria, etc. Muchas certezas reventaron en pedacitos. Ya nada era sólido, ni auténtico, y filósofos como Jacques Derrida, Jean-François Lyotard o Michel Foucault se pusieron a deconstruir esta realidad frustrante. Toda la realidad: lenguaje, historia, literatura, instituciones. Disputaron y dieron la vuelta a todo, en un perpetuo juego de imaginación y pesimismo. Cuestionaban las raíces mismas de la Edad Moderna. De ahí su etiqueta de filósofos 'posmodernos'.

Praxis revolucionaria

Esta fase “altamente deconstructiva” del posmodernismo, como dicen Helen Pluckrose y James Lindsay en su libro 'Cynical Theories', se apagó en los años 80. Pero algunas de sus ideas sobrevivieron. Se mezclaron con la escuela crítica de los neomarxistas, de donde sacaron más concreción y una finalidad política, y han ido ganando fuerza en distintas disciplinas académicas relacionadas con el género, la raza o la descolonización. En la última década estas ideas han dado el salto de los departamentos universitarios al mundo real. Han desarrollado una “praxis revolucionaria”. Con estos conceptos:

 

Uno. El testimonio de la persona considerada oprimida es sagrado e incuestionable.

 

Según Lindsay y Pluckrose, el constante ejercicio posmoderno del escepticismo hizo que “la frontera entre lo que es objetivamente verdadero y lo que es subjetivamente experimentado dejase de ser aceptada”. Por eso el ‘wokeism’ rechaza la existencia de una gran verdad objetiva y le rinde obediencia, por el contrario, a la “experiencia vivida”. El testimonio personal es igual o más válido que cualquier esforzado razonamiento empírico. Un talismán impermeable a la duda.

 

El pensador que dio a la subjetividad una aplicación práctica fue Derrick Bell, primer profesor titular afroamericano de la Universidad de Harvard. Bell adoptó la subjetividad y la experiencia personal como elementos clave para entender la relación entre los sistemas legales y las minorías. Un negro, decía, no podía ser juzgado por los mismos parámetros legales que un blanco, pues su experiencia era distinta. Bell cuestionó los conceptos de racionalidad y neutralidad jurídica, y movió el centro de gravedad de su teoría al subjetivismo.

 

La idea de Bell, esbozada en los años 70, echó a volar y acabó conformando uno de los mantras identitarios más poderosos: el convencimiento de que la autenticidad, el valor, el oro, está en lo padecido. Como apunta el historiador Mark Lilla en 'El regreso liberal', cada vez es más común empezar una alocución de esta forma: “Como mujer soltera...” o “Como hombre asiático...”. Una manera, según Lilla, de arrogarse una posición privilegiada y levantar una barrera contra posibles críticas.

 

Dos. Tu identidad racial, sexual o de género definirá el 100% de tu existencia.

 

Viniendo del punto anterior, ¿qué pasaría si nos encontrásemos con dos testimonios personales mutuamente excluyentes? ¿A quién creeríamos? La profesora Kimberlé Crenshaw solucionó este problema en 1989, cuando acuñó el concepto de 'interseccionalidad'. Esta idea explica cómo las características dadas de la raza, el género o la orientación sexual se solapan entre sí para crear una jerarquía de la opresión. Así, una mujer negra lesbiana estaría más oprimida que una mujer negra, a su vez más oprimida que una mujer blanca, a su vez más oprimida que un hombre. Algo que te ha dado el azar, como la pigmentación cutánea, tiene una importancia mucho mayor que, por ejemplo, la riqueza, el carácter o el trabajo duro.

 

Cuando la poeta Amanda Gorman decidió que sus poemas tenían que ser traducidos por mujeres jóvenes, activistas y, a ser posible, negras, la idea subyacente era esa: la interseccionalidad. Estas características predominaron sobre la experiencia o el talento de los traductores, y algunos perdieron su encargo.

 

Tres. La opresión es como el aire: está en todas partes.

 

Otro de los conceptos posmodernos que más han influido en el movimiento ‘woke’ es el de las “epistemes”, desarrollado por Michel Foucault. El pensador decía que no hay conocimiento objetivo, sino solo epistemes: sistemas de conocimiento creados por grupos concretos para defender su poder. Para el ‘wokeism’, la episteme actual, la Ilustración, el movimiento filosófico de los siglos XVII y XVIII sobre el que se fundamenta Occidente, con sus valores de libertad individual, secularismo o fe en el método científico, solo sería un artificio del hombre blanco hetero occidental: un vasto y sutil régimen autoritario. El solo hecho de vivir en los términos de esta episteme, con sus ideas y su lenguaje, resultaría opresivo para quienes no son hombres blancos heteros.

 

Cuatro. “El lenguaje es violencia”.

 

Dado que el conocimiento es opresivo, los ‘woke’ están obsesionados con las palabras. Las palabras son armas: instrumentos afilados que un grupo ha creado para mantener su dominio. De ahí, por ejemplo, que el ‘wokeism’ de género, prevalente en España, rechace el uso del masculino por defecto para designar el plural, y prefiera llegar al mayor grado posible de concreción, como: “niños, niñas y niñes”. Sería una manera de cuestionar la supuesta episteme creado por el “heteropatriarcado”. Aquí está la explicación de las “microagresiones”, de la corrección política y de uno de los mantras del ‘wokeism’, 'Language is violence'. 'El lenguaje es violencia'. Lo cual aporta la coartada para escraches y cancelaciones.

Estas premisas contextualizan las decisiones de segregar a los alumnos, o la declaración de que las matemáticas, la meritocracia o la puntualidad son racistas, o de que la familia nuclear es un constructo del hombre blanco occidental y que una alternativa sería vivir en formato 'pueblo', como se enseña a los niños en el distrito escolar público de Buffalo. Se trata de hacer la revolución, y esta solo se hace atacando la raíz, a los mismísimos pilares de una sociedad. Desmontándolo todo para volverlo a montar desde cero. Una nueva episteme.

 

He aquí la diferencia fundamental entre el movimiento de los derechos civiles y la vertiente radical del movimiento ‘woke’. El primero actuaba dentro de la democracia liberal: quería perfeccionarla. Extender sus derechos y libertades a las mujeres y a las minorías, como se hizo sucesivamente a lo largo del siglo XX y se trata de hacer todavía. El segundo, en cambio, considera que la democracia liberal está podrida de raíz. No quiere mejorar ni ampliar sus valores; quiere destruirlos y construir otros nuevos. Pero hay un quinto punto en la filosofía de los identitarios radicales.

 

Cinco. Nada de lo anterior, en realidad, tiene sentido.

 

En la elaboración de estos puntos ya hay algunas contradicciones. El testimonio personal es sagrado, pero a las personas se nos encierra en categorías raciales totalmente rígidas. Nuestra individualidad es sagrada solo cuando encaja en estos estereotipos preconcebidos. Si un intelectual afroamericano como Glenn Loury o Coleman Hughes rechaza estas ideas y denuncia paternalismo en ellas, por ejemplo, es automáticamente excluido y tachado de “negro que se odia a sí mismo”.

 

El profesor de Lingüística de la Universidad de Columbia John McWhorter, progresista afroamericano que se ha echado sobre los hombros la tarea de derribar lo que él llama el 'neorracismo', dice que estas interminables contradicciones hacen del ‘wokeism’ una religión. Es algo en lo que solo se puede tener fe, porque no tiene sentido. Aquí van cinco tautologías de las 10 que presenta McWhorter:

 

“Apoya que la gente negra cree sus propios espacios y mantente fuera de ellos. Pero busca amigos negros. Si no lo haces, eres un racista”.

 

“Debes de esforzarte eternamente en entender las experiencias de los negros. Pero jamás podrás entender lo que es ser negro, y si crees que lo entiendes, eres un racista”.

 

“Cuando los blancos se van de vecindarios negros, es huida blanca. Pero cuando los blancos se mudan a vecindarios negros, es gentrificación”.

 

“Si eres blanco y solo sales con gente blanca, eres un racista. Pero si eres blanco y sales con una persona negra, estás, aunque sea interiormente, exotizándola como un 'otro”.

 

“Los negros no pueden ser hechos responsables de todo lo que hace cualquier persona negra. Pero todos los blancos deben de reconocer su complicidad personal en la perfidia de la historia de la ‘blancura”.

 

Es posible que esta madeja de contradicciones se deba a que el identitarismo no nace del mundo real, sino de los monocultivos universitarios. Son ideas levantadas sobre ideas levantadas sobre ideas que ya originalmente eran complejas y provocadoras: un intento de epatar a la burguesía parisina de los años 60.

 

Para probar precisamente este punto, que la teoría crítica racial o sexual o de género solo es un montón de aire caliente, tres académicos pergeñaron el siguiente ardid: escribieron 20 trabajos universitarios absolutamente delirantes y absurdos, pero envueltos en las más genuinas obsesiones identitarias, con su neolengua y su odio feroz a los enemigos de la humanidad: la blancura y el patriarcado.

 

El profesor de Filosofía Peter Boghossian, el doctor en Matemáticas James Lindsay y la investigadora Helen Pluckrose escribieron estos trabajos en 10 meses y los presentaron a las más prestigiosas revistas académicas de la teoría crítica. En uno de ellos, titulado 'Entrando por la puerta de atrás: retando la homohisteria, la transhisteria y la transfobia del hombre hetero a través del uso receptivo de juguetes sexuales penetrantes', los autores aducían que un hombre hetero podía ser curado de sus prejuicios introduciéndose objetos cada vez más grandes en el ano. El documento fue escrito, en parte, con pasajes de Mein Kampf en lenguaje feminista. Fue un éxito. Fue aceptado, revisado, aprobado y publicado (luego, cuando los autores anunciaron su broma al mundo, retractado. Aquí se puede leer).

Pero el trabajo que realmente triunfó se titulaba 'Reacciones humanas a la cultura de la violación y la performatividad 'queer' en los parques urbanos de perros en Portland, Oregón'. La supuesta autora, Helen Wilson, había pasado más de 1.000 horas observando cómo fornicaban los perros de Portland, examinando sus genitales y estudiando las reacciones de sus dueños, que, cuando un perro montaba a una perra, lo permitían. Pero no cuando un perro montaba a otro perro. Un signo inequívoco de su machismo. El trabajo sugería tratar como perros a los hombres, correa al cuello incluida, para curar su toxicidad. A los editores de 'A Journal of Feminist Geography' les encantó. El 'paper' no solo superó el proceso de revisión académica, sino que además recibió un premio.

 

Los falsos autores no esperaban que, de sus 20 trabajos, cuatro llegaran a publicarse, tres estuvieran en proceso de hacerlo y otros cuatro hubieran sido considerados. El destape de la broma dolió mucho en el mundo ‘woke’, y a Boghossian le abrieron un expediente por “mala conducta” en la Universidad Estatal de Portland, donde daba clases.

 

“Algo va mal en la universidad, especialmente en ciertos campos dentro de las humanidades”, escribieron los tres autores al revelar el tinglado. “Los estudios que están menos basados en encontrar la verdad y más en atender a los agravios sociales se han establecido firmemente, o se han vuelto completamente dominantes, dentro de estos campos”. Pluckrose, Lindsay y Boghossian aclaran que no todas las investigaciones y métodos que se utilizan en estas disciplinas, los estudios raciales, sexuales o de género, están en la vertiente extremista y pseudocientífica de la teoría crítica, que es adonde iba dirigido específicamente su troleo.

 

Profesores hostigados por la teoría crítica, como Aaron Kindsvatter, sugieren que su vaguedad es intencional. Al identitarismo le interesaría estar cimentado sobre arenas movedizas, envuelto en una jerga escolástica y preñado de tautologías y contradicciones. Sería un territorio traicionero que facilita las inquisiciones diarias; nadie está nunca en terreno seguro. Cualquier persona es susceptible de caer en desgracia, lo cual preserva el poder de la turba y de sus ideólogos.

Hace unas tres décadas que estas ideas circulan por las universidades estadounidenses, sobre todo las más elitistas, en los estados demócratasPhillip Roth ya describió en su novela 'La mancha humana', del año 2000, una caza de brujas en un campus neoyorquino, donde se acusa a un profesor de racista por un banal malentendido. El legendario ensayista Harold Bloom, de la Universidad de Yale, echaba pestes de lo que él llamaba la “escuela del resentimiento”, obsesionada con derribar el canon europeo por la identidad racial de sus autores.

 

Estas universidades eran ya monocultivos endogámicos donde resultaba difícil encontrar una opinión discordante. Según los datos del Higher Education Research Institute, en 2014 había seis profesores de izquierdas por cada profesor conservador en los campus de EEUU. Si miramos a las humanidades la asimetría era mucho mayor, y en las exclusivas universidades de Nueva Inglaterra, donde se tienden a concentrar estos problemas, la proporción llega a ser de 28 docentes progresistas por cada docente conservador. La manera de pensar de aproximadamente la mitad de la población de EEUU ha desaparecido de estos campus; se ha extinguido.

Pero el cuadro, así, no está completo. Algo pasó para que estas ideas acabasen trasladándose al mundo real: a las oficinas de las empresas, las redacciones de los periódicos y los consejos de las fundaciones, dando pie a una nueva y poderosa narrativa cultural en la izquierda. Al cuadro le falta un ejército. Unos creyentes.

 

Uno de los primeros en captar que algo no andaba como debería fue Greg Lukianoff, abogado y presidente de FIRE (Fundación para los Derechos Individuales en Educación). Lukianoff observó que, desde 2014, los ataques a la libertad de expresión en las universidades estadounidenses se habían disparado. Proliferaban las desinvitaciones, los escraches y varios métodos de censura y presión a las rectorías. Lukianoff vio también que los estudiantes se habían vuelto de cristal. El contenido de algunos libros, como 'El gran Gatsby' o 'Matar a un ruiseñor', los afectaba profundamente; en ellos aparecían palabras y escenas aparentemente traumáticas, hasta el punto de que los profesores ponían avisos de sensibilidad en ellos.

 

Tercera observación de Lukianoff: los servicios de ayuda psicológica de las universidades no daban abasto. Cualquier incidente, imagen, comentario o pregunta sospechosa era una “microagresión” y acababa con una visita al terapeuta del campus. Lukianoff, además, había sido depresivo, y percibía en muchos alumnos tendencias propias de la depresión: lo veían todo en blanco y negro, eran tremendistas y querían que el mundo se adaptase a sus caprichos.

 

Greg Lukianoff y un profesor de Psicología Política de Yale, Jonathan Haidt, unieron fuerzas para entender lo que estaba pasando. Su libro, 'The Coddling of the American Mind' ('El consentimiento de la mente americana'. NOTA: Aquí traducido como "La transformación de la mente moderna: cómo las buenas intenciones y las malas ideas están condenando a una generación al fracaso")

, identifica algunos motivos por los que la Generación Z, nacida después de 1995, habría desarrollado unos rasgos psicológicos bastante diferenciados con respecto a las generaciones anteriores.

 

Una de las razones es lo que ellos llaman la “crianza paranoica” desarrollada en los años 90. A raíz de dos famosos casos de secuestro, la televisión desarrolló todo un género de crónica negra, las fotos de los niños perdidos empezaron a pegarse en las paredes y cartones de leche, y la paternidad ya no volvió a ser lo mismo. El mundo de jugar hasta el anochecer sin supervisión adulta, ensayando los peligros y ventajas de una futura vida independiente, pasó a la historia. Una burbuja protectora cubrió las infancias de la Generación Z.

 

Se trata, además, de la primera generación nacida con internet. Cuando tenían uso de razón, los Z ya aprendían, jugaban y hasta socializaban por el ordenador. Cuando alcanzaron la adolescencia, el iPhone se había convertido en parte de nuestras vidas. Sus identidades se desarrollaron en un ecosistema diferente: con avatares, placeres instantáneos, comparaciones constantes y el poder de blindarse de aquello que no les gustaba, pero que quizás les hubiera servido para generar algunos callos.

 

Estos y otros factores pueden explicar, dicen Lukianoff y Haidt, por qué esta generación sufre muchos más problemas psicológicos que cualquiera de las anteriores. Entre 2005 y 2017, la proporción de jóvenes de entre 12 y 17 años que sufrió un “gran episodio depresivo en el último año” subió un 50%, hasta el 13,2% de los encuestados. Los casos de suicidio adolescente también se dispararon.

Además, las universidades a las que entraron en 2013 también habían cambiado. No solo eran monolitos progresistas, sino que, además, se parecían más que nunca a una empresa. Tenían que tener al cliente (el estudiante) contento: cómodo, querido, protegido y hasta obedecido. Una matrícula anual en EEUU puede costar hasta 75.000 dólares. Y los campus se pelean por ofrecer el mayor confort posible.

 

Aquí se habría producido la magia, el conjuro: la coincidencia en el tiempo de una ideología centrada en la identidad, el agravio y la terrible y constante opresión a la que nos somete el sistema, y una generación preparada para hacer suyos estos presupuestos: que de alguna forma son la vívida imagen del internet con el que crecieron. Un espacio posmoderno de pequeñas subjetividades, donde construir y deconstruir es posible, y donde los relatos más delirantes son el pan de cada día.

 

“Ocurre algo curioso cuando tomas a seres humanos jóvenes, cuyas mentes han evolucionado para la guerra tribal y una forma de pensar de nosotros/ellos, y llenas esas mentes de dimensiones binarias”, dijo Jonathan Haidt durante una conferencia. “Les dices que un lado de cada binario es bueno y el otro es malo. Enciendes sus antiguos circuitos tribales, preparándoles para la batalla. Muchos estudiantes encuentran esto excitante; los inunda de una sensación de significado y propósito”.

 

Desde 2018, estas remesas de graduados se suman al mercado laboral, llevando sus reivindicaciones y métodos al tejido institucional de Estados Unidos; doblando un brazo a los consejeros delegados, a los editores, a los alcaldes. Y desembarcando, también, a las escuelas primarias.


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