viernes, 7 de mayo de 2021

Doctrina 'woke' (IV): utopías y falsos profetas o cómo EEUU se convirtió en una secta

Argemino Barro analiza de manera muy detallada e ilustrativa la doctrina Woke (DE OBLIGADA LECTURA si se quiere conocer qué está sucediendo y por qué en la sociedad) que se está imponiendo en EEUU, mostrando la segregación racial que están llevando a cabo en sus escuelas desde muy temprana edad (en esta serie se analiza cómo esta ideología fundamentalista se ha ido fraguando en las universidades progresistas y extendiéndose después por la cultura y las instituciones de EEUU, centrándose en esta entrega en su conversión en una religión laica). 

Un proceso de ingeniería social de tinte marxista (y de origen filosófico e ideológico) que conlleva un adoctrinamiento tóxico, que genera división y odio en la sociedad.

Aquí el primero, segundo y tercer artículo de la serie. 

Artículo de El Confidencial: 


En la izquierda de EEUU se ha consolidado un movimiento cuya relación con los hechos es cada vez más tenue. (Ilustración: Irene de Pablo)

Hace ya unos años que nos hacemos una pregunta urgente, pero difícil de responder: ¿hasta dónde va a llegar la polarización política? Si los ciudadanos y los partidos continúan alejándose del centro, ¿por dónde romperán las costuras, o, preferiblemente, cuándo empezará a bajar la hinchazón? Seguimos sin conocer la respuesta, pero da la impresión de que, al menos en Estados Unidos, ya podemos intuir la siguiente fase de este proceso: las ideologías políticas se parecen cada vez más a movimientos religiosos. Es la política la que satisface los instintos místicos y comunitarios de las personas, adquiriendo unos tintes chamánicos, blindándose al empiricismo.

 

Es pronto para apuntalar esta reflexión, que ya han avanzado 'The Economist' y Shadi Hamid en 'The Atlantic', pero se dan señales curiosas. La proporción de estadounidenses que son miembros de una iglesia ha bajado del 70% a menos del 50% en solo dos décadas. Pero eso no parece haber incrementado el apetito por un debate empírico. Al contrario: los políticos ya casi no discuten medidas concretas (Donald Trump hizo campaña en 2020 sin haber presentado un programa), sino que libran, como dijo Joe Biden, “una batalla por el alma de la nación”. La rivalidad entre ambos partidos ha adquirido cotas existenciales. Según una encuesta de YouGov y CBS News del pasado enero, el 54% de los estadounidenses considera que “la mayor amenaza para su forma de vida” proviene de “enemigos domésticos”: es decir, de otros compatriotas. Muy por encima, por ejemplo, de las potencias extranjeras (8%).

 

Hasta hace unos tres meses, dedicamos la mayor parte de la cobertura política de EEUU a tratar de entender el trumpismo, y percibimos, sobre todo hacia el final, determinados rasgos propios de una secta. La renuncia de Trump a admitir su derrota en las elecciones demostró por enésima vez el extraordinario control que tenía sobre muchos de sus fieles. Llegó un momento en que el raciocinio, si bien nunca había sido la fuerza dominante en política, encogió tanto que llegó a desaparecer: solo quedaban las creencias, la tribu, el pensamiento mágico. El asalto al Congreso del 6 de enero fue la manifestación física de esta deriva.

Pero la polarización es una fuerza centrífuga: aparta del centro a todos los elementos, no solo a uno. Hace una década, el Tea Party y Occupy Wall Street eran las dos caras de la misma moneda: movimientos de base, sin líderes aparentes, que atacaban el sistema desde lados opuestos. Cinco años más tarde, esas dos caras cristalizaron en Donald Trump y Bernie Sanders; otros cinco años después, tenemos, de un lado, las conspiraciones de QAnon y un evangelismo blanco que percibe en Trump, de manera literal, a un Mesías. ¿Y qué tenemos en el extremo opuesto?

 

No hemos llamado a esta serie de artículos 'Doctrina woke' por casualidad. Si bien Joe Biden, uno de los políticos más moderados y más del sistema que jamás han pisado el despacho oval, es presidente, a la izquierda de su partido, sobre todo en la vertiente cultural, se ha consolidado un movimiento cuya relación con los hechos comprobables es cada vez más tenue: una pseudociencia académica que está logrando 'racializar' todo lo que sucede en Estados Unidos.

 

En el primer artículo de la serie, hablamos de cómo algunas universidades de élite, que desde hace años son burbujas de la izquierda identitaria, empezaban a desarrollar los rasgos de regímenes fundamentalistas. En el segundo, vimos los orígenes y las características del dogma; en el tercer capítulo, su desembarco en escuelas e institutos. En esta cuarta y última entrega, añadiremos algunas notas más para entender mejor el conjunto.

 

Para quienes prestaban atención, el cariz religioso del ‘wokeism’ resultaba palpable desde el principio: el lenguaje escolástico, las impracticables contradicciones, la santificación del agravio y del victimismo. Los 'comités de equidad' que se han ido formando en algunas universidades suelen ir acompañados de rituales y promesas milenaristas. En este documental sobre los sucesos de Evergreen State College, en la primavera de 2017, se ve cómo el comité obliga a los profesores a jurar públicamente su compromiso antirracista como requisito para embarcarse en una 'canoa' metafórica, en el que será un largo y difícil viaje hacia la tierra prometida: la Equidad. Durante la ceremonia, se escucha el rumor del oleaje y una música solemne de tambores indígenas. Este ritual colectivo, como se demostró en los meses siguientes, solo era el preámbulo de una violenta caza de brujas en la universidad.

Las pulsiones ‘woke’, que llevaban tiempo consolidándose en la cultura estadounidense, se desbordaron al resto de la sociedad el verano pasado, durante las protestas contra la violencia policial y el racismo que siguieron al asesinato de George Floyd y que gozaron de una sólida simpatía pública. Una gran mayoría de estadounidenses estaba harta de presenciar una y otra vez el mismo patrón: las muertes de negros desarmados a manos de la policía, en circunstancias banales como una parada de tráfico o la sospecha de que se pagó con un billete falso. El apoyo nacional a Black Lives Matter alcanzó en aquel mes de junio el 67%, lo cual reflejaba una afinidad transversal: muchos conservadores defendían también el movimiento.

 

Pero la dinámica de las protestas, que lograron colocar en el punto de mira un problema y obligar a los representantes públicos a reaccionar, vino acompañada de actitudes inquietantes. Cuando salía a hacer entrevistas, no era raro que un manifestante se me pusiese a llorar a la segunda pregunta, ahogado de la rabia, con el corazón golpeándole tan fuerte en el pecho que tenía que callarse para recuperar la compostura. O eso, o la indiferencia. Algunos entrevistados no solo no me respondían, sino que evitaban mirarme a los ojos. Por las noches había velorios y vigilias solemnes y los ánimos eran como una membrana tensa.

 

Las protestas duraron muchas semanas. Un día de julio, estaba tomándome una cerveza en una terraza del East Village cuando pasó por al lado una turba ‘woke’. “¡Miradlos, ahí cenando tan tranquilos! ¿Os lo estáis pasando bien?”. Un joven tapado con una bandana se desprendió del grupo y se acercó a la mesa donde estábamos. Llevaba en la mano un casco de moto y se puso a golpear un parquímetro azul a nuestro lado. Golpeó y golpeó con todas sus fuerzas. La muchedumbre gritaba: “¡El silencio blanco es violencia!”. El hecho de no estar marchando día y noche contra el 'genocidio negro' nos convertía en criminales.

 

Los grandes medios parecían distraídos. Los desfases de la policía eran rigurosamente documentados, pero las crónicas repetían como un mantra que se trataba de “protestas mayoritariamente pacíficas”. Y era cierto: la mayoría de la gente protestaba y luego se marchaba en paz. Pero también era cierto que las ciudades fueron presa del caos. Solo en Nueva York, los alborotadores atacaron varias comisarías y dañaron más de 300 coches de policía. Hubo saqueos, incendios y palizas a gente inocente que no salían en los artículos. Los disturbios dejaron 19 muertos en junio y hubo 14.000 detenciones en 49 ciudades.

placeholderProtesta del movimiento Black Lives Matter en Portland, Oregón. (EFE)
Protesta del movimiento Black Lives Matter en Portland, Oregón. (EFE)

El aire se volvió espeso, casi opresivo. Todas las conversaciones adquirieron una carga racial. En julio, la policía de Nueva York, desmoralizada por lo que consideraba un tratamiento injusto por parte de los medios de comunicación y del alcalde, Bill De Blasio, se puso en huelga extraoficial de brazos caídos. Como me dijo un policía en aquel entonces: "Si todo lo que hacemos está mal, ¿para qué vamos a esforzarnos?".

 

El resultado fue que la temporada de petardos y fuegos artificiales, típica de estas fechas en el barrio donde vivía entonces, se fue de las manos. Durante más de un mes, desde las ocho de la noche hasta que salía el sol, nuestro barrio se convertía en una zona de guerra. Grupos de adolescentes se disparaban unos a otros con fuegos artificiales y detonaban explosivos capaces de hacer temblar las ventanas de todo el bloque. Los bebés se despertaban aterrorizados en la madrugada, las mascotas se escondían bajo la cama y nadie podía dormir.

 

Una vecina, profesora de derecho de la Universidad de Hofstra, tuvo la idea de crear un grupo de Facebook para buscarle una solución al problema: de forma dialogada, pacífica, entre vecinos. La policía no tenía que meterse en medio. Dado que la profesora era blanca y se sobreentendía que quienes andaban detonando explosivos eran jóvenes de color, la iniciativa fue saludada con acusaciones de “supremacismo blanco” y amenazas de muerte.

 

La indignación desatada por el horrendo asesinato de Floyd, sumada probablemente a los efectos psicológicos del confinamiento, hizo que Estados Unidos entrase en un estado de histeria. Las personas más poderosas de la política y el mundo corporativo se hacían fotos hincando la rodilla frente al movimiento; prometían ser mejores y aplaudían los comités 'antirracistas' que formaban sus empleados jóvenes y que empezaban a controlar la cultura interna. Los vigilantes de Twitter trabajaban a pleno rendimiento. Cada día había acusaciones, despidos y cartas públicas de disculpa que seguían, inconscientemente, el modelo de Galileo y de los represaliados de Stalin: patéticas confesiones de crímenes muchas veces imaginarios.

La situación mostraba un aire distinto al habitual; rebasaba el terreno de la política y se metía de lleno en el del fervor religioso. La sociedad no lidiaba con un problema cualquiera, sino con la gran herida en el alma de Estados Unidos. El crimen histórico del que emanan el sentimiento de culpa, odios varios y los fantasmas que pueblan por las noches las pesadillas americanas. El 'pecado original' del racismo.

 

Es difícil exagerar la carga de racismo en la idiosincrasia de Estados Unidos. La propia Constitución incluyó una cláusula, para apaciguar a los estados del sur, en la se especifica que las personas “no libres” (los esclavos) representarían, a efectos demográficos y fiscales, “tres quintas partes” del valor de una persona libre. Cuando uno lee sobre la esclavitud, los horrores que tenía en mente se quedan pequeños. A las personas secuestradas en África se las sometía a un riguroso proceso de aculturación. Los africanos eran divididos por lugar de procedencia, de manera que se veían rodeados por barreras idiomáticas y culturales. Los miembros de las familias se vendían a distintos amos y no sabían más unos de otros.

 

Generación tras generación, los latifundistas preservaron el 'statu quo'. Los esclavos eran divididos jerárquicamente, según su cercanía al amo, para romper las lealtades entre ellos. A la mayoría no se le permitía aprender a leer o escribir, y se la mantenía aislada del mundo exterior. Era habitual que las familias esclavas, que se formaban en las plantaciones, fueran a su vez divididas y vendidas.

 

Una parte del país repudiaba estas prácticas. Algunos de los 'padres fundadores' habían expresado su rechazo a la esclavitud y en el norte proliferaba la causa abolicionista. La elección de Abraham Lincoln, uno de los principales críticos de la tiranía racial, en 1860, causó revuelo en el sur. Los estados esclavistas declararon la secesión y el norte movilizó sus tropas. En torno a 700.000 soldados perdieron la vida en los cuatro años siguientes. La mayor mortandad de todas las guerras de Estados Unidos.

Muchos entendieron la catástrofe como una gran expiación. El 'pecado original' de la esclavitud habría sido lavado con la sangre de toda una generación de americanos. La emancipación de los esclavos abriría una nueva página en la historia de Estados Unidos: llevaría a una 'unión más perfecta'. Las esperanzas de una total redención, sin embargo, demostraron ser un espejismo.

 

Millones de libertos se marcharon a Nueva York, Boston o Chicago. Pero muchos se quedaron en el sur: rodeados por los blancos que habían sido vencidos y humillados, técnicamente, por la causa del estatus negro. Océanos de rencor carcomían al blanco, y las autoridades decidieron segregar la sociedad para evitar el contacto entre ambas etnias. Y proteger, en todos los órdenes, el privilegio blanco.

 

Los linchamientos no eran incidentes aislados. Solo en 1892 se registraron 161 ejecuciones extrajudiciales. Asesinatos que solían implicar espantosas torturas públicas. En Paris, Texas, un señor llamado Henry Smith fue acusado de matar a la hija de un policía. Las autoridades lo entregaron a la turba, que arrastró a Smith por las calles, lo torturó con hierros candentes sobre un escenario, duante una hora, y finalmente le prendió fuego. 'The New York Times' describió en su crónica un “frenesí de emoción”. Cientos de “curiosos y simpatizantes” habían venido de los condados cercanos a ver el tormento, presenciado por unas 10.000 personas.

 

La violencia racista, condonada por el Estado, siguió siendo común durante toda la segregación. En 1955, un adolescente de 14 años llamado Emmett Till, residente de Chicago, fue a pasar las vacaciones con su familia de Misisipi. Una vez, en una tienda de alimentación, Till se dirigió a una mujer blanca. No se sabe muy bien qué le dijo. Quizás un piropo, una mirada, un silbido. Cuando la mujer se lo contó a su marido, este y su hermanastro fueron a buscar a Till a casa de su abuelo, le hicieron transportar una rueca de algodón hasta un río, lo desnudaron, lo golpearon, le arrancaron un ojo, le dispararon en la cabeza y tiraron su cuerpo al río. La sociedad sureña blanca ni se inmutó. El juicio a los asesinos duró menos de una hora. Fueron considerados inocentes de todos los cargos. Incluso del cargo de secuestro.

Esta vez, sin embargo, algo había cambiado. La madre de Till renunció a enterrar discretamente el cuerpo de su hijo. Lo quería de vuelta en Chicago. Una vez allí, decidió que el ataúd se dejase abierto para que el mundo viera el cadáver desfigurado de Till. La revista 'Jet' publicó las fotografías. El gesto de Mamie Till suele entenderse como el pistoletazo de salida de la lucha por los derechos civiles. El acto inspirador que sacó a la gente a las calles, que dio entereza a sus líderes y que, menos de una década después, culminó con la firma de la Ley de los Derechos Civiles de 1964.

 

Pero la expiación seguía siendo insuficiente. Estados Unidos permanecía, en la práctica, segregado, y lo sigue estando: la desigualdad racial predomina en casi todos los baremos sociales. Riqueza, educación, sanidad, encarcelamiento. No era suficiente con ser iguales ante la ley; la sociedad tenía que demostrar que la raza ya no era importante, que los prejuicios habían quedado atrás.

 

La elección del primer presidente afroamericano de la historia, Barack Obama, en 2008, supuso el hito soñado. Decenas de millones de blancos, a lo largo y ancho de Estados Unidos, probaron con su voto que ser negro ya no era un estigma. Se extendió la narrativa de que el país había dado, por fin, el paso definitivo. Entre 2008 y 2014, la proporción de blancos y negros que tenían una noción positiva, o muy positiva, de las 'relaciones raciales' alcanzó una confortable meseta de entre el 66% y el 72%, según Gallup. Máximos históricos. En 2014, sin embargo, las percepciones se empezaron a torcer.

 

En agosto de ese año, en Ferguson, Misuri, el policía blanco Darren Wilson disparó al adolescente desarmado Michael Brown seis veces después de un breve altercado. El incidente desencadenó fuertes protestas y disturbios que se extendieron durante varios días. El movimiento Black Lives Matter, creado el año anterior a raíz de la muerte de otro afroamericano desarmado, Trayvon Martin, obtuvo notoriedad nacional e inspiró la creación de varias sucursales espontáneas por todo el país.

La razón por la que nació el movimiento estaba clara: la recurrencia de casos de brutalidad policial con sesgo racial y la dificultad de conseguir que los agentes de policía responsables rindiesen cuentas ante la ley. Lo que no estaba claro es por qué entonces. Por qué en 2014 y no en 2009, o en 2002, o en 1984. Casos trágicos como los de Brown, Martin, Eric Gartner, Tamir Rice, Freddie Gray, Sandra Bland o Philando Castile habían sido parte integral del feroz paisaje estadounidense. Un país con grandes bolsas de pobreza, manchado por el racismo, una policía intocable y 800 millones de armas de fuego en circulación.

 

El secreto estaría, como en otras dinámicas revolucionarias de la pasada década, en las redes sociales. Las tragedias dieron el salto desde un breve cuadradito en la sección de sucesos de un periódico, o 20 segundos en un informativo local, a ser repetidas cientos de miles de veces en la palma de la mano. No solo eso: organizar una protesta era más fácil y rápido que nunca. Bastaba un buen 'hashtag' en el momento adecuado y una ciudad como Nueva York o Chicago podía verse atascada esa misma noche, con decenas de miles de personas en las calles y autopistas.

 

Black Lives Matter se convirtió en un fenómeno transversal y de base; sus protagonistas no eran sus líderes, que nadie o casi nadie sabría reconocer, sino las víctimas de la violencia policial cuyos retratos lideraban las manifestaciones. El movimiento ha logrado colocar estos incidentes en las redes y las portadas de los periódicos, y que la violencia policial y el racismo sean asuntos políticos candentes que no pueden faltar en las agendas de quienes toman las decisiones.

 

Pero Black Lives Matter (BLM), como cualquier otro fenómeno, va cambiando, evolucionando y adaptándose a las circunstancias. Algunos de sus impulsores, como la periodista Brittany Talissa King, que formó la rama de BLM en Columbus, Indiana, se han ido alejando del grupo. Según King, lo que al principio iba de concienciar a la sociedad y obligar a los políticos a buscar soluciones, ha ido virando hacia posturas más radicales: Black Lives Matter se ha convertido en una temible fuerza política, ha abrazado los postulados ‘woke’ y tiene a medio país caminando sobre ascuas; pues no hay empresa o reputación que resista una campaña suya de acoso y derribo.

Siete años después de que se lanzase el movimiento, sus honradas reivindicaciones y la simpatía general de la sociedad y de los grandes medios, en un ambiente de polarización, han cuajado en una especie de ortodoxia; un territorio donde el margen de debate es cada vez más estrecho. La ortodoxia dice que todos estos casos de violencia, así como cualquier desigualdad racial, están motivados por una única razón: el racismo. Se ha creado una coreografía religiosa de la justicia social que deja de lado uno de los requisitos imprescindibles del debate democrático: la duda razonable.

 

Los profesores afroamericanos Glenn Loury y John McWhorter, de Brown y Columbia respectivamente, se llaman a sí mismos “herejes” porque saben lo que signfica cuestionar estas narrativas. Glenn Loury dice, por ejemplo, que una de las razones por las que la policía actúa más en comunidades negras es porque estas suman la mayor parte del crimen. Pese a representar en torno al 15% de la población, más del 50% de los homicidios los cometen personas de raza afroamericana. La mayoría de llamadas que recibe la policía proviene de barrios de mayoría negra, lo cual aumenta estadísticamente el potencial de que ocurran dichas desgracias.

Esto que acabo de decir parafraseando a Loury es un sacrilegio. El pasado junio, un reportero de 'The Intercept' llamado Lee Fang, cubriendo las protestas, citó a un señor negro diciendo que no entendía por qué solo se armaba este lío cuando el asesino era blanco, sobre todo porque el porcentaje de asesinos blancos de negros era estadísticamente anecdótico. Una compañera de trabajo de Fang lo acusó públicamente de racista, se formó una tempestad en Twitter y Fang publicó su larga carta, según el modelo de Galileo, en la que se disculpaba por un crimen ficticio.

 

Los casos de Fang y de muchos otros demuestran el estado del debate. Hay argumentos, basados en hechos comprobables y que no incurren en ningún tipo de ofensa o delito de odio, que conviene no tocar si uno valora su reputación. John McWhorter dice que sería adecuado recordar, por añadir un matiz, que muchos blancos desarmados mueren igualmente a manos de la policía, y en circunstancias brutales. Son asfixiados con una pierna en la espalda, suplicando por su vida, o se les dispara en la cara cuando están desarmados. Esto no justifica de ninguna de las maneras lo que le sucedió a George Floyd o a otras víctimas del abuso y el horror; solo es un recordatorio de que, a veces, el racismo puede no ser parte del cuadro.

placeholderProtesta del movimiento Black Lives Matter en Nueva York. (EFE)
Protesta del movimiento Black Lives Matter en Nueva York. (EFE)

Puede que estas reflexiones sean más o menos relevantes; puede que el racismo siga siendo, aun así, la causa dominante en la mayoría de estos incidentes. Pero ese no es, ahora mismo, el debate. El debate es que las líneas rojas son cada vez más numerosas y más gruesas, y eso impide el análisis certero de los problemas. Y cuando un problema no se analiza bien porque no está permitido valorar todos sus ángulos, las soluciones serán defectuosas y estarán condenadas a fracasar.

 

Esta es la gran armadura de la 'doctrina woke': que se envuelve en la decencia de las cruzadas por la igualdad, profundamente íntimas y enraizadas, como la lucha contra el racismo en EEUU, para reproducir una visión del mundo tribal, estrecha e invulnerable a cualquier otro punto de vista. La censura ya no consiste (o no solo) en un señor casposo revisando libros prohibidos en un despacho del Ministerio X. La censura también proviene de la presión social y de las supersticiones de grupo, disfrazadas de las causas más nobles.



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