viernes, 27 de marzo de 2020

Hablo para ser interrumpido

Alberto Olmos analiza al tertuliano televisivo, centrándose en el tertuliano político. 


Artículo de Zenda libros: 

Hablo para ser interrumpido








Calibren la ironía de que voy a seguir escribiéndoles sobre televisión en medio de una pandemia de notable peligrosidad y consecuencias ya ciertas para todos —como es la imposición de ese confinamiento que, espero, acabe funcionando— y —a esto voy— sin encender desde hace días la televisión. No sé por qué motivo me he olvidado por completo del aparato. Quizá me da miedo tantísima mentira y manipulación. Y me dan miedo, especialmente, los tertulianos.


Por una novela de Belén Gopegui conozco una cita del futbolista y entrenador César Luis Menotti que dice así: “El jugador de fútbol debe entender esto, que es crucial para su vida: para qué juega y para quién juega. Es lo que debe preguntarse y responderse”. Del mismo modo, la tertulia política que protagoniza buenos tramos de la parrilla televisiva desde hace años en España no se conforma a partir de una serie de ideas que, desde la más estricta pulcritud intelectual, una serie de personas de preparación inobjetable está dispuesta a compartir con nosotros para aquilatar nuestra percepción de lo real, sino a partir de una serie de sujetos simbólicos que interpretan roles ideológicos casi circenses y a los que se exige, antes, mucho antes que inteligencia y probidad, fidelidad total a su personaje. Vas a la tele a decir lo que alguien ya ha decidido que vas a decir. Por tanto, no puedes decir algo distinto porque a) quizá lo vaya a decir otro (y en la tele, en la tertulia, es letal que dos oponentes, por una vez, piensen lo mismo) o b) vas a decir algo que nadie (absolutamente nadie) quiere que digas. Se entiende que pagan bien en las tertulias de la tele.
Durante muchos años seguí la tertulia más conocida, mejor hecha (hay que admitirlo) y de influencia más reseñable de la televisión. Se trata de La Sexta Noche, que emite ese canal los sábados a esas horas. Durante algunas temporadas, la disfruté enormemente, además de ser el lugar donde se ha amamantado a muchos de los políticos más importantes de nuestros días, desde Pablo Iglesias e Irene Montero a Pablo Montesinos o Salvador Illa. Es fascinante que una tertulia de televisión pueda servir como casting, banco de pruebas, prueba de fuego, mérito curricular o escaparate del líder político venidero. Es triste, también.
Amén de ir a la tertulia a encajar en un rol preconcebido, el tertuliano vive una segunda privación intelectual: debe seguir siendo convocado. Para ello, debe dar audiencia. Y para dar audiencia debe dar espectáculo. Es decir, conflicto más empatía.
Así, un tertuliano de La Sexta Noche como Javier Aroca trataba (hablo en pasado por los motivos que suponen) siempre de filtrar en sus exposiciones palabras, refranes y remoquetes propios de su tierra, de modo que el público se encariñara de su campechanía autóctona. Otros (Inda, Marhuenda) debían repetir inmisericordemente sus salidas más chistosas, como personajes ancilares de Jardiel Poncela. Y todas las mujeres, sin excepción, debían maquillarse y vestirse con desacostumbradas aspiraciones a recoger un Grammy. Muchas de las tertulianas de La Sexta Noche, en otros programas, suelen rebajar considerablemente su producción estética, pero ir a La Sexta Noche es como ir a la gran gala anual de la palabra.
Para seguir-siendo-llamado (o sea, para seguir ganando mucho dinero diciendo cosas no muy diferentes a las que se dicen en el bar), uno debe distinguirse, ser en otros, ser para los otros, contender con el que, para esos mismos otros, resulta más odioso, de modo que muchas veces los ataques furibundos de un tertuliano a otro tertuliano se basan, no en que lo que haya dicho sea una estupidez o una burrada o un anatema, sino en que lo ha dicho alguien al que estoy obligado a humillar, entorpecer o cabrear para conseguir el plácet de buena parte de la audiencia, la conservadora o la progresista. La inteligencia, por tanto, es sistemáticamente torpedeada por las dinámicas de exposición y reconocimiento que anidan en el fondo de cada tertuliano, que no piensa en el asunto que se trata, sino en cómo validar su silla para la siguiente emisión del programa.
Dado que embridar a decenas de tertulianos eternamente es imposible, alguna vez sucede lo no esperado: que alguien dice algo. Entonces el presentador, fuera de cámara, le lee la cartilla a su colaborador: “No, no te he traído aquí para que digas eso”. Un caso fascinante fue el de Juan Manuel de Prada en la tertulia de Susana Griso. Prada dijo algo que no podía decirse, y los demás tertulianos, incluso de espectros políticos opuestos, se le echaron encima. Prada afeó simplemente los males de la partitocracia a la hora de elegir alcaldes y presidentes autonómicos en función de los tejemanejes de Madrid, de la política mayor. Obviamente, es absurdo que se vote en un pueblo, provincia o comunidad siguiendo unas preceptivas y expectativas locales y todo eso quede en agua de borrajas porque desde la sede del partido han decidido pactar o no pactar con alguien, incluso de forma antinatural, en función de otros trofeos políticos de ámbito nacional. Inapelable. Y por ese “decir algo que no se puede decir” (que vivimos en una partitocracia) Prada fue asediado por corifeos de izquierdas y de derechas.
Con todo, la gran lección que aprendí viendo decenas de emisiones de La Sexta Noche creo que podrá interesarles y hasta divertirles. Tras años de asistir a interrupciones, acusaciones de ser interrumpido mecánicamente, cuidados con no interrumpir a según qué tertuliano (las mujeres) y reconvenciones del presentador para que la gente no se interrumpiera, llegue a la conclusión de que un tertuliano, en realidad, habla para ser interrumpido. Parece incongruente, pero considero que es exactamente el sentido de una intervención: hablar hasta ser interrumpido.
Lo noté cuando alguno de los ponentes, extenuado ya su argumento, volvía a repetirlo, y nuevamente agotado su magín, ¡volvía a repetirlo! Entonces comprendí que seguía hablando a la espera de que alguien, en la otra bancada, le parara en seco, casi piadosamente, aunque sólo fuera por la tortura de la repetición a la que nos estaba sometiendo a todos. Este pasar la palabra pisándosela es la esencia de la tertulia política de éxito: no puede haber vacío, silencio, entre una intervención y otra. Hay que encender el propio cigarrillo con la brasa del cigarrillo ajeno, de modo que todos podamos seguir fumando.
También puede notarse que hablar-para-ser-interrumpido constituye el fondo dialéctico de estas tertulias en aquéllas intervenciones que nadie sabotea. Quedan muertas, plastificadas, netas y cojas sobre el plató. Dos segundos de cortesía bastan para que el siguiente tertuliano continúe el debate, normalmente enlazando con lo que ha dicho, no la persona a la que nadie interrumpió, sino ese otro al que seguimos queriendo contestar; o sea, interrumpir.
(Por ello, no es poco jugoso el conflicto que se da a menudo con las tertulianas, que, a fuerza de adjudicar o poder adjudicar las interrupciones que sufren al machismo (mansplaining, pongamos), no son nunca interrumpidas, motivo por el cual sus intervenciones —pienso en Estefanía Molina—, aun siendo interesantes, se ven desterradas a ese margen de opinión menor que no enciende ni canaliza el debate.)
Finalmente, es curioso contraponer al tertuliano de gran éxito con el tertuliano frustrado. El primero resulta que participa en más de una tertulia televisiva cada semana, pero como los espectadores suelen ser fieles a la misma tertulia, nunca sospechan que ese interviniente se pasa la vida en la tele, la radio y —casi siempre— el periódico, diciendo en todas partes exactamente lo mismo, que como les vengo diciendo está muy cercano a concretamente nada. Por su parte, hay un tertuliano que debuta y no cuaja, y un día deja de aparecer. Nadie lo recuerda, su nombre no llegó a retenerse. Lo hizo mal. No valía para interrumpir.
Con todo, es ley de vida que cualquier tertuliano deba al cabo privarnos de su cotidiana presencia, ya sea por decadencia de sus trucos y chistes, por la desafección hacia él de quien le pone ahí, por envejecimiento físico (la discriminación televisiva de los ancianos y los feos) o por desgaste moral súbito: qué hago yo en este circo.
Sin embargo, el circo seguirá sin él indefectiblemente.

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