miércoles, 20 de mayo de 2020

Anguita, el final del ‘homo sovieticus’

Santiago Navajas analiza a Julio Anguita y sus ideas, y por qué ideas tan aberrantes (como las fascistas o nacional-socialistas -nazis- pero sin gozar de su aceptación) son tan extendidas y aceptadas.  

Artículo de The Last Journo:
julio anguita the last journo 2020
Hace pocos años tuve la ocasión de debatir con Julio Anguita en una actividad que organizó Rafael Robles, para sus alumnos de Filosofía, en el IES Maimónides de Córdoba. Debatir con Anguita en Córdoba y ante adolescentes es como hacerlo ante el Papa en el Vaticano en un cónclave de obispos. Aunque seguramente el vicario de Cristo despierta menos adhesiones entre sus fieles que las que el heraldo de Marx tenía entre los cordobeses, a los que sedujo con su gestión pragmática como alcalde, una honestidad y una coherencia (abundaremos luego sobre esta característica) que son una rara avis en una actividad como la política y, por último pero no menos importante, un carácter serio y reposado que huía del folclorismo impostado y es la impronta del cordobés de perfil árabe y aura romana. El líder comunista se había retirado de la actividad partidista de primera línea sobre todo debido a los problemas de corazón por los que desgraciadamente ha fallecido. Pero hasta el final de sus días se mantuvo firme en sus ideas que exponía con claridad meridiana y rigor analítico.
Unas ideas monstruosas, las comunistas, que envolvía en una retórica liberal de derechos humanos y emancipación.  No podemos sino felicitarnos de que comunistas como Anguita finalmente decidieran reivindicar los derechos humanos en lugar de despreciarlos como derechos burgueses«Libertad, ¿para qué?» solía decir Lenin, un referente, un ídolo, un maestro, un Moisés que debía llevar a la tribu proletaria al paraíso comunista. También cabe regocijarse de que, en el colmo de la paradoja, Anguita achacase la pobreza de la Cuba castrista ¡a la falta de libre comercio! Toda la historia de los últimos trescientos años consiste en la constante y total, aunque no siempre reconocida, victoria de Adam Smith sobre Karl Marx.
En su velatorio en el Ayuntamiento colocaron la bandera de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas sobre su ataúd. Carmelo Jordá plantea el experimento mental de si sería posible enterrar en España a alguien con la bandera de la esvástica nazi. Lo significativo de dicho experimento del pensamiento es que no es pensable. Y no es que la imaginación no dé para tanto sino que nos hemos autoimpuesto un sano límite moral a los juegos mentales. Por ello no podemos siquiera imaginar el contrafáctico de que Fraga hubiese sido enterrado con el yugo y las flechas en lugar de la hoz y el martillo, con sus admiradores agitando banderas franquistas mientras cantaban el Cara al sol. A pesar de su pasado le atribuimos a Fraga la presunción de inocencia respecto a su colaboración con la dictadura por la continuidad de su compromiso con la monarquía constitucional.
Nada de esto ha sucedido con Anguita. Sus seguidores, puño en alto, cantando la Internacional y cubriéndolo con el sudario rojo que simboliza un océano de sangre derramada en el altar del genocidio político más horrible de la historia, han terminado por marcarlo con la señal de la infamia póstuma: la de quien tras comentar como si fuese una salmodia “los errores y los horrores” de las tiranías comunistas siempre añadía un “pero” con el que justificarlas.
El misterio de la irresistible atracción del comunismo, sus símbolos y sus héroes, tiene que ver con que es la más grande religión laica de la Modernidad. En cuanto tal, solo el fascismo puede competir con el comunismo en grandeza épica pero le falta un componente esencial para atraer a la mayor parte de los adolescentes de toda edad: la ilusión lírica.  En comparación con ambos, el liberalismo tiene el atractivo de un contable en relación a un pirata o un asesino en serie.
Anguita asume hambrunas como método de venganza contra la población, el terror del gulag, los asesinatos selectivos y masivos, las purgas ideológicas y paranoicas, la alianza con los nazis, el antisemitismo y la homofobia que culminaron en «campos de reeducación», así como la represión de artistas críticos e intelectuales indomables, con una ocurrente aliteración, «errores y horrores», al modo en que Eichmann colaboraba con el mal nazi usando clichés lingüísticos que producían un simulacro de pensamiento y que desembocaba en lo que Arendt llamó “la banalidad del mal”.
El comunismo goza también de un prestigio inasequible al fascismo debido al talento de tantos intelectuales por proporcionarle una salvaguarda a través de un relato ficticio y una narrativa exculpatoria. Mi favorito es Comunismo soviético: ¿una nueva civilización? (1935) de los inefables socialistas Beatrice y Sidney Webb pero hay donde elegir. En nuestros días la historia ya no la cuentan los vencedores sino aquellos que tienen la habilidad de conformar literariamente una «memoria histórica» que maquille y niegue los hechos a favor de la leyenda. Y no cabe duda de que durante gran parte del siglo XX, y parte del XXI, los intelectuales de izquierda han tenido la propaganda en sus manos. Es la diferencia entre que el compañero-de-viaje-comunista Jean Paul Sartre esté en el panteón francés mientras que al nazi Louis-Ferdinand Céline, igualmente abyecto en lo moral pero mucho mejor en el plano artístico, se lo estén comiendo los perros del olvido.
El comunismo es como Dorian Gray, cuya apariencia implecable y de lozanía eterna esconden un retrato putrefacto y agusanado.  O como en el caso del doctor Jeckyll y Mr. Hyde, con buenos y afables comunistas en regímenes liberales que se transforman en sádicos e intolerantes carceleros en sus repúblicas populares.
La indulgencia asimétrica entre los comunistas y los fascistas lleva a que no solo Putin alardee de ser fan de Stalin y Pablo Iglesias de Lenin sino que, como explica Svetlana Aleksievich en El fin del «homo sovieticus»«el mal supremo se transformó en una leyenda distante, en un thriller político».  De esta forma, el comunismo, que se creía había perdido la batalla cultural para siempre, resucita  en forma de banderas rojas ondeantes y jóvenes radicalizados con camisetas de Lenin y el Che Guevara que rinden culto a Stalin en cafeterías que remedan la estética soviética. No sólo en Moscú. Pasen y vean cualquier manifestación del Sindicato de Estudiantes en Alicante, Albacete o Almería.
El argumento utilitarista de Anguita que le lleva a sacar pecho por las dictaduras de errores (despreciar a Darwin y Mendel por ser sus teorías evolutivas y genéticas «capitalistas y burguesas») y horrores (millones de muertos en hambrunas causadas al querer implantar una dialéctica agricultura marxista-leninista en Siberia, plantando naranjas), lo mismo sirve para Fidel Castro que para Franco, para Honecker y Pinochet. ¿Cómo es que Anguita, llevado por la coherencia de la que tanto presumía, no salvaba también a los dictadores de derechas que según el criterio utilitarista son más reivindicables? Por el prestigio de la peor palabra que se ha colado jamás en la filosofía política: utopía. Innumerables los crímenes que se han cometido en su nombre.
Desde lo alto de la torre de marfil de su utopía simplista y reduccionista, un remedo socialista de la vieja promesa religiosa de una tierra donde manan leche y miel de las piedras, los profetas como Anguita van más allá del comprensible y razonable disgusto que producen las injusticias del presente para convertirse en negadores no solo de la realidad sino también de sus correlatos, la verdad y la justicia. Mientras están dentro de los límites del mandato de una ciudad de provincias el daño que pueden causar es pequeño, a la espera de poder desarrollar el gran proyecto de ingeniería social y planificación centralista para construir desde cero al Nuevo Hombre, la Nueva Sociedad, la Nueva Normalidad y todos los nuevos que hagan falta para desembarazarse de lo que les molesta en su radicalidad existente: el ser humano de carne y hueso con sus deseos grandiosos y miserables, la libertad limitada y la prosperidad ilimitada de las sociedades abiertas y la justicia equitativa de un Estado de Derecho.
Esa misma sociedad en la que vamos a echar de menos a Julio Anguita.

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