Jesús Palomar analiza la utopía liberticida a la que nos dirigimos por medio de la incoherencia.
Artículo de Disidentia:
Para Aristóteles el hombre es un zōon politikon: un animal social que vive en una comunidad regida por leyes que surgen de las palabras. Con las palabras dialogamos con nosotros mismos sobre lo que está bien o mal. Y también razonamos conjuntamente sobre lo que es justo y conveniente para la Ciudad. Aristóteles insiste en la diferencia: si bien los animales tiene voz, no tienen palabra. La voz comunica emociones, estados de ánimo o deseos; pero es incapaz de expresar la justicia o ser expresión de libertad. Por eso un hombre con voz, pero sin palabra; perdería su capacidad de juzgar y se alejaría de su propia humanidad.
En la antigua Atenas, Sócrates ponía en evidencia las contradicciones de sus adversarios dialécticos porque sabía las inevitables consecuencias: asumir una incoherencia es el primer paso para asumir las demás; y cuando la incoherencia se convierte en moda, la capacidad crítica cesa y la palabra desfallece. En griego el término barbaros significa balbuceante, alguien que emite sonidos incomprensibles. Sin palabras para conversar en el ágora y pensar con los otros sobre lo bueno y lo justo no habría ya ciudadanos, sino bárbaros: seres dotados de voz, pero sin juicio y sin logos.
Hoy las voces apenas dejan oír las palabras, Sócrates está muerto y el pensamiento no goza de buena salud. El principio de no contradicción es abucheado mientras la incoherencia es aplaudida: estrellas de cine la reivindican, profesores universitarios la enseñan y un ejercito de opinadores mediáticos la repiten machaconamente en prensa, radio y televisión. Es obvio que va ganando, pero reconozcamos que juega con ventaja: partidos políticos y sindicatos la apadrinan. Durante mucho tiempo fue patrimonio del tonto del pueblo y era tolerada por la mayoría con compasiva condescendencia. Pero hoy está normalizada porque es ya de casi todos: oración matutina y pan nuestro de cada día.
He visto cosas que vosotros no creeríais
Los hombres del siglo V no sabían que estaban viviendo el fin del Imperio romano. Tampoco yo sé gran cosa. En cualquier caso, por lo que pudiese ocurrir con lo que hemos dado en llamar Civilización occidental, me dispongo a dar testimonio. Como el rubio replicante de Blade Runner, extraordinaria película de Ridley Scott, he visto cosas que vosotros no creeríais: he visto a marxistas internacionalistas y solidarios justificar la secesión de una de las regiones más ricas de España; a feministas que en nombre de la igualdad real entre los sexos defienden la real desigualdad legal entre hombres y mujeres; a amantes de los animales llamar asesino a un torero y tratar con exquisito respeto al imán que degüella un cordero en plena calle; a políticos catalanes que en aras de la civilización prohíben la tauromaquia y defienden el correbous; a ateos muy anticristianos amistosamente complacientes con el Islam.
He visto a miembras y portavozas hablar con periodistas masculinos que sin embargo no eran periodistos, y a hombres con vulva defensores de la libertad de expresión que no toleran que alguien diga que los niños tienen pene. Y todas estas cosas no se perderán conmigo como lágrimas en la lluvia, porque son la misma lluvia que nos cala hasta los huesos. Mañana las seguiremos viendo y oyendo en entrevistas televisivas, en declaraciones publicas, en la peluquería del barrio y en el bar de la esquina. Nadie sabe hasta cuando. Luego vendrá una oscura Edad Media saturada de emoticonos… o quizá un luminoso Renacimiento. ¿Quién sabe? Todavía la decisión depende en algún grado de nosotros.
Para llevar razón hacen falta dos cosas: ser coherente y llevar razón. Quienes cabalgan contradicciones, abanderan la incoherencia y se placen en propagarla por la ciudad no llevan razón; pero tampoco la buscan. Les basta la fe en un nuevo hombre y en un nuevo mundo: la nueva vieja utopía de siempre. Los postmodernos profetas que la anuncian se inspiran en Gramsci, paradójico marxista que pensaba que la ideología podía modificar las relaciones de producción; pero siguen a pies juntillas las once reglas básicas de la propaganda de Goebbels.
Sentar en la misma mesa a Marx, Gramsci y Goebbels tiene algo de irónico y, en cierto modo, es una incongruencia; pero si el fin es la utopía todo está permitido y las incongruencias son especialmente bienvenidas. El plan es conocido: ahogar la palabra en un mar de contradicciones es lo primero ―en eso estamos ahora―. Identificar y neutralizar a los malos, lo segundo. Después, basta con que gobiernen los buenos para que florezca el cielo en la Tierra. El Estado es Dios, el mundo es simple y la solución fácil. Habrá paz, amor, sonrisas, flores, multitud de velitas encendidas y osos de peluche para todos.
Pero si vence la utopía habrá sido a costa de la palabra y, entonces, todo estará perdido. Porque, aunque abunden los osos de peluche, sin la palabra no hay libertad y tampoco podría haber justicia; y el aristotélico zōon politikon, expulsado del ágora y acomodado ya en su nuevo paraíso, se habrá convertido en un animal de rebaño.
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