Artículo de Disidentia:
Los medios y buena parte de los llamados intelectuales, han difundido la creencia de que la solución a todos los problemas consiste en que la sociedad sea guiada por verdaderos expertos, personas con un elevado nivel de conocimiento y preparación. Así, los ciudadanos deberían abandonar sus criterios y decisiones personales, supuestamente incorrectos, y delegarlas en quienes poseen la verdadera sabiduría.
Este sería uno de los fundamentos de la ingeniería social: son los expertos a través de la política, la propaganda y la legislación quienes deben marcar las pautas sociales, cambiar el comportamiento y la forma de pensar de los ciudadanos y alterar las estructuras sociales, en connivencia con los políticos. Así, hoy los gobernantes están empeñados en imponer cuotas por sexos, obligar a que en muchas profesiones haya el mismo número de hombres que de mujeres, en lugar de dejar a cada uno libertad para elegir su profesión, con independencia de su sexo.
En la realidad, tras fastidiar a mucha gente, a muchas empresas, imponiendo infinidad de trabas y restricciones, estas recetas suelen conducir al fracaso… aun cuando los expertos que las diseñan sean brillantes y, lo que todavía es menos común, tengan buenas intenciones.
La mente más brillante fracasó estrepitosamente
En 1961 el recién elegido presidente de EEUU John F. Kennedy, decidió atraer a su gobierno a figuras sobresalientes, académicos con formación muy destacada, técnicos muy competentes, expertos de elite. Entre ellos destacaba Robert McNamara, Secretario de Defensa, que ejercería en el cargo hasta 1968, y a quien Kennedy llamaba “la estrella de mi equipo”.
McNamara era un hombre con cualidades y conocimientos sobresalientes, enorme capacidad de trabajo y gran determinación para conseguir sus objetivos. Había estudiado en la Universidad de California, Berkeley, y obtenido un Master por la Universidad de Harvard, donde también fue profesor. En la Segunda Guerra Mundial sirvió en el Servicio de Control Estadístico de las Fuerzas Aéreas, donde analizó la eficacia de los bombarderos y diseñó estrategias que incrementaron la efectividad de los ataques aéreos. Tanto él como su equipo fueron contratados posteriormente por la compañía automovilística Ford, donde renovaron la gestión y la producción. Robert ascendió en 1960, con 44 años de edad, a presidente de la compañía, el primero que no pertenecía a la familia Ford.
Como Secretario de Defensa introdujo el Presupuesto Planificado por Programas, la primera vez en el mundo que se aplicaba. Pero su nombre quedó especialmente asociado al fracaso en Vietnam, una de las guerras más desastrosas libradas por las fuerzas norteamericanas. McNamara y su equipo intentaron aplicar su receta experta: la combinación de suficientes recursos, eficaz organización y fuerte determinación, conduciría inexorablemente a la victoria. Concibieron la guerra como un proceso industrial donde el campo de batalla era el punto final de un proceso productivo que aplica masivamente tropas, armas, medios y potencia de fuego bien dirigido, hasta que el oponente cesa en su resistencia.
Planificaron de manera impecable el número fuerzas, material, misiones aéreas, incursiones, obuses de artillería disparados. Y utilizaron el número de bajas enemigas, o de puentes destruidos en Vietnam del Norte, como indicadores de la evolución de la guerra.
Pero esta concepción tecnocrática y gerencial olvidaba que la guerra es una actividad humana que requiere intuición, conocimiento del enemigo, previsión de sus reacciones. Y que era imprescindible un apoyo masivo y una elevada moral por parte de la población de EEUU y de sus aliados vietnamitas. No consideraron crucial convencer a la gente de que se estaba librando una guerra justa, algo cuya importancia conocían bien los clásicos.
Olvidaron mirar hacia atrás, aprender del pasado
McNamara hubiera sido probablemente un excelente Secretario de Defensa… en tiempos de paz. Pero la guerra se decide frecuentemente por aspectos que escapan a la técnica más avanzada o a las estadísticas más depuradas. Como señaló David Halberstam, corresponsal de guerra del New York Times, en The Best and the Brightest (1972):
“Los hombres que enviaron a los americanos a Vietnam eran los mejores y los más brillantes. Eran líderes extraordinariamente inteligentes, bien educados, informados, experimentados, patriotas y capaces. Eran elegantes y persuasivos. Parecían nacidos para gobernar. Y los norteamericanos depositaron una inmensa confianza en ellos; tanta cómo ellos tenían en sí mismos. Pero, al final, resultó que estos hombres poseían más confianza que visión, algo que engendró en ellos una fatídica arrogancia. No hay aquí ironía, sino una verdadera tragedia griega … Precisamente por su brillantez, arrogancia y confianza en sí mismos no se habían molestado en mirar hacia atrás y aprender del pasado.”
La excesiva confianza en el propio conocimiento conduce a caer en la tentación de prescindir del saber del pasado, a pensar que los antiguos eran unos ignorantes porque carecían del conocimiento y los medios más avanzados. Pero se trata de un grave error porque la sabiduría antigua permaneció en el tiempo precisamente por superar un fuerte proceso de prueba y error histórico y demostrarse útil. Naturalmente, algunos de estos conocimientos, transmitidos de una generación a otra, van quedando obsoletos pero la tentación de los expertos de eliminarlos completamente en favor de las técnicas más modernas, de practicar una ingeniería social que erradica el pasado en lugar permitir que lo nuevo se vaya incorporando de forma paulatina y voluntaria, suele ser una receta que causa más perjuicios que beneficios.
Un saber falible, imperfecto y parcial
Los ingenieros sociales fallan en primera instancia porque su saber es falible, imperfecto y, sobre todo, muy parcial debido a la profunda especialización existente. El conocimiento se encuentra hoy todavía más fragmentado que en 1930, cuando en La rebelión de las masas(1930) José Ortega y Gasset definió la figura del sabio-ignorante, el bárbaro moderno, el experto que “conoce muy bien su mínimo rincón de universo; pero ignora de raíz todo el resto”.
Además, aunque se olvide con frecuencia, el conocimiento científico es, por definición, provisional, mucho más en el campo de las ciencias sociales. Teorías consideradas hoy ciertas, que generan recomendaciones e intervenciones, aparentemente correctas e indiscutibles, pueden ser mañana refutadas, sustituidas por otras. Y los consejos de los expertos revertirse, pasarse al extremo opuesto. Esto explicaría que las recomendaciones en determinados campos sean volátiles, sujetas a las modas, inmersas en el principio de que lo último descubierto… es siempre lo cierto y lo mejor. Y la realidad es demasiado compleja como para ser completamente abarcada sin que aparezcan resultados inesperados e indeseados.
Expertos con intereses diferentes a los del público
Pero, sobre todo, los ingenieros sociales suelen causar daños porque, frecuentemente, se encuentran sometidos a incentivos incorrectos, a motivaciones perversas, esto es, sus intereses egoístas son distintos de los de la sociedad; incluso contradictorios. Muchas veces tienden a magnificar los problemas, a crearlos donde no los hay o a aceptar la visión catastrofista de los activistas pues todo ello incrementa su poder, su capacidad de acción, su posición social y, sobre todo, sus ingresos.
Por esto, determinados expertos son útiles para resolver dificultades en campos concretos, donde la gente reconoce el problema y acude espontáneamente a ellos. Pero su papel es más discutible cuando pretenden solucionar problemas generales de la humanidad, instruir a las personas sobre su manera de vivir u ofrecer consejos que nadie ha solicitado. Mucho más cuando ponen en cuestión la capacidad de la gente para tomar sus propias decisiones.
Una turba de expertos e ingenieros sociales a la expectativa
En España, y en el marco de los partidos políticos y muy especialmente ahora en el entorno de la “Operación Ciudadanos” se atisba una turba de “expertos” y aspirantes a ingenieros sociales, a productores de masiva legislación políticamente correcta, que se encuentran al acecho de cargos y puestos, olfateando la proximidad del poder que señalan dudosas encuestas.
Pero en la mayoría de ellos se adivinan características preocupantes: tienen mucho menos conocimiento y capacidad de los que poseía Robert McNamara… pero el doble de arrogancia y petulancia. Y, sobre todo, mucho menos patriotismo y altruismo: pocas ansias de servir a su país y muchas de servirse a sí mismos con buenos puestos y cargos. Y es que, dadas las arraigadas costumbres de nuestra política, la famosa frase que pronunció el jefe de McNamara, John F. Kennedy “no te preguntes qué puede hacer tu país por ti; sino qué puedes hacer tú por tu país” causaría aquí asombro, estupor, desconcierto cuando no… una sonora carcajada.
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