Artículo de Disidentia:
Una periodista escribe un artículo ofensivo y sensacionalista contra una activista discapacitada y como consecuencia de ello recibe centenares de insultos en las redes y hasta se inicia una campaña virtual para que se firme un petitorio en el que exigen que la echen del periódico. Un día después aparece muerta. Lo mismo le ocurre a un cantante de rap que es repudiado salvajemente en las redes sociales después que, en el prime time de la TV, se burla y maltrata a un niño de nueve años que era su admirador.
Una joven participa de una manifestación y no tiene mejor idea que subir una foto en la que simula estar orinando en un monumento histórico. Minutos más tarde observa angustiada cómo centenares le desean la muerte en una red social. Se produce una shitstorm, un linchamiento mediático, en la que, al igual que en los otros dos casos, su nombre es parte de un hashtag que comienza con “Muerte a…”. Horas más tarde, muere.
Una mujer fotografía a un hombre en el metro afirmando que la acosaba y lo sube a las redes. Sin embargo, el presunto acosador era solamente un hombre con problemas mentales. Los usuarios no le perdonaron la mentira/el error a la mujer y la maltrataron en las redes con insultos y amenazas. Emocionalmente no pudo aguantar el escarnio y decidió cortarse las venas en la bañera. Por suerte su novio llegó a tiempo para socorrerla.
Es sólo una serie, pero…
Los cuatro casos aquí mencionados son parte de la trama del capítulo seis de la tercera temporada de la serie inglesa Black Mirror, creada por Charlie Brooker, y que se denomina “Odio Nacional”. En este capítulo existe un juego virtual en el que diariamente los usuarios votan lo que consideran “la persona más odiada” y lejos de tratarse de un fenómeno circunscripto a las redes, sus consecuencias son bien reales pues derivan en el asesinato del señalado a través de un complejo sistema que incluye unas abejas robot autónomas que no viene al caso desarrollar aquí. Porque donde quisiera posarme es en este fenómeno tan particular de las “tormentas de mierda” de las redes sociales para, desde allí, reflexionar sobre lo que denominaré “Posescrache”.
Para quien no esté familiarizado, aclaremos que, en forma diaria, los usuarios de las redes sociales suelen destilar el odio hacia alguna figura pública o algún personaje que por diversas razones haya tenido sus quince segundos de fama gracias a una viralización. No es nada personal y, en la mayoría de los casos, el acoso dura unas horas para ser reemplazado por un nuevo objeto de odio al día siguiente.
La lógica de enjambre
Les mencioné que en la serie de Charlie Brooker aparecen unas abejas asesinas y no hay mejor elección metafórica porque las tormentas de mierda se producen gracias a que las redes sociales funcionan con la lógica del enjambre que, como diría el sociólogo polaco Zigmunt Bauman en su libro Mundo consumo, no son identidades estables ni colectivos cohesionados capaces de perdurar en el tiempo sino individuos/usuarios que “se juntan, se dispersan y se vuelven a reunir en ocasiones sucesivas, guiados cada vez por temas relevantes diferentes y siempre cambiantes, y atraídos por objetivos o blancos variados y en movimiento”.
En el enjambre no hay solidaridad, ni vínculos perdurables. Menos aún sentido de pertenencia a una unidad trascendente. Es un viaje casual en el que circunstancialmente tenemos a un compañero de tránsito que no nos acompañará en el enjambre de mañana. Lo único que importa para el enjambre es el número, porque opera allí la falacia de cantidad por la cual, si somos muchos no podemos estar equivocados. Además, claro está, el “quedarse afuera” del odio del día es castigado con el desprecio que tiene la red hacia todo aquel o aquello que no esté “actualizado”.
Ahora bien, las tormentas de mierda que destilan odio muchas veces se superponen o son partícipes necesarias de una nueva forma de “escrache”. Como ustedes sabrán, al menos en Argentina, los escraches tienen un origen muy preciso y claro: se trató de la condena social que impulsaron agrupaciones de Derechos Humanos tras lo que se conoce como las “leyes de impunidad”, esto es, las leyes de “Punto final”, “Obediencia debida” y, sobre todo, la del “Indulto” que, a principios de la década del 90, hizo que los jerarcas de la dictadura más brutal que sufriera el país salieran libres con total impunidad.
El mecanismo del escrache y la condena social han sido siempre controvertidos porque apelan a un derecho natural que nunca está exento de controversias y, sobre todo, porque es incapaz de acordar una proporcionalidad de la pena. Con todo, si bien asumo que puede haber buenas razones en su contra, entiendo que, en su origen, el escrache fue el único mecanismo que encontraron las víctimas cuando una decisión política echó por tierra sendas sentencias judiciales en las que se presentaron pruebas, se comprobó la culpabilidad y se asignaron las penas correspondientes según un código vigente.
Las nuevas formas de escrache
Las nuevas formas de escrache comparten con el original su incapacidad para determinar una pena objetiva. Porque una persona que suba un vídeo con un chiste racista hasta otra que sea pescada in fraganti intentando sobornar a un oficial que le quiere llevar el auto, pasando por una madrastra que mata a su hijastro, alguien acusado injustamente de un delito por una persona que lo quiere dañar o un periodista que le haga bullying a una modelo, etc. son pasibles de recibir repudios y pedidos de castigos que van desde exigir que abandone su trabajo hasta la pena de muerte bajo tortura en la plaza pública. Todo esto con el agravante de que la tormenta de mierda puede pasar pronto pero la web no da el derecho al olvido que naturalmente se da en la vida real. Así, una difamación, burla o acusación justa o injusta estará siempre allí presente disponible para cualquiera que navegue por un Buscador.
Pero a su vez, este posescrache se distingue del anterior en que no necesita de la justicia ni de prueba alguna para justificar su accionar. De hecho, en la mayoría de los casos actúa antes que la justicia y en muchos casos lo hace sobre hechos que ni siquiera son judicializables. En todo caso, la justificación se basa en aspectos subjetivos, casi siempre en el marco de las modas y los temas del momento según lo indique circunstancialmente el enjambre de hoy. Este punto es importante porque si bien en todos los países del mundo hay críticas al funcionamiento de la justicia, lo cierto es que en las repúblicas democráticas existen mecanismos básicos de control de las pruebas y posibilidad de apelaciones a instancias superiores.
En la lógica del posescrache nada de esto importa: lo que importa es la catarsis de odio contra determinadas personas por razones que pueden ser personales, morales, legales, culturales y que, por supuesto, en muchos casos son atendibles pero, claro, en otros no. Asimismo, lejos de la función que trasunta el espíritu de la gran mayoría de los sistemas jurídicos, vinculados no solo al castigo adecuado y a la protección de la sociedad sino también a una “reeducación” como paso previo a una reinserción del castigado en la sociedad, el posescrache opera como castigo difuminado pero constante y eterno como un loop incesante. El posescrachado, así, padece una pena borrosa, en el mejor de los casos, pero incapaz de saldar mientras Google y eventualmente Wikipedia sigan priorizando los artículos y expresiones que tuvieron como objeto al individuo o a los hechos que éste habría protagonizado.
Esta permanencia no es contradictoria con el hecho de que, a su vez, el posescrache sea parte de una lógica de funcionamiento de las redes que necesita constantemente culpables que, a su vez, sean fugaces, porque el negocio está en la velocidad y en la novedad ya que la catarsis del odio necesita nuevos objetos de consumo para depositar su malestar y frustración. No hay contradicción porque de lo que se trata es de la intensidad, brutal, obscena y violenta durante la shitstorm y luego más débil pero ubicua y asfixiante cuando el damnificado nota que el agravio se diseminó por toda la red.
Se trata de un fenómeno de alcance universal, como el odio, cuyas consecuencias ya resultan palpables y hacen que el capítulo de Black Mirror no deba entenderse como ficción sino como un episodio descriptivo del más crudo realismo.
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