Axel Kaiser analiza la actual cultura del victimismo y la sobreprotección, cuyos daños para la sociedad son cada vez más visibles.
Artículo de Economía y Negocios
Desde un tiempo a esta parte ha comenzado a ponerse de moda la idea de que debemos proteger a todo el mundo de cualquier tipo de adversidad que enfrente. El caso más extremo de esta mentalidad sobreprotectora se da con los niños, a quienes crecientemente se les impide desarrollar su potencial y personalidad sin supervisión de adultos y a los que se pretende asegurar que no sufran siquiera por un instante la agresión, el bullying o la intolerancia de otros niños.
El resultado de esta histeria protectora es infantes eternos, incapaces de desarrollar la resiliencia que la vida adulta requiere. En Estados Unidos, diversos estudios han mostrado que esta práctica de padres, universidades y colegios sobreprotectores ha contribuido de manera importante a retrasar la edad de madurez de los jóvenes, lo que combinado con otros factores como la exposición prolongada a redes sociales y pantallas ha provocado un alarmante incremento en los niveles de ansiedad, suicidio y depresión de la llamada I-Generation.
Según el sicólogo moral y social de la Universidad de Nueva York, Jonathan Haidt, esta cultura del victimismo -o del proteccionismo- en la que todo el mundo sale corriendo a apapachar a cualquiera que muestre algún grado de sufrimiento, está creando las condiciones para que toda una generación termine fracasando. Y es que una de las lecciones más antiguas de la filosofía, como muestra el mismo Haidt en su libro The Happiness Hypothesis, es aquella que formuló Nietzsche de manera tan sinceramente brutal cuando dijo que lo que no nos mata nos hace más fuertes.
Haidt explica que el estrés derivado de la interacción con otros, especialmente la interacción conflictiva, es fundamental para, desde temprana edad, desarrollar una salud mental robusta que permita enfrentar los duros desafíos que de manera inevitable traerá la vida adulta. Se aplica a esto el mismo principio que rige la antifragilidad del sistema inmunológico, por ejemplo, el que debe ser expuesto a bacterias, gérmenes y otro tipo de patógenos precisamente para ser capaz de lidiar con ellos sin problemas en el futuro. Un medio ambiente totalmente aséptico sería tan dañino para el desarrollo de un sistema inmunológico sano, como lo es un entorno sicológico controlado para prevenir la experiencia de emociones negativas en niños y jóvenes.
Por su puesto lo anterior debe existir dentro de límites, de otro modo el organismo podría no superar el ataque de un determinado patógeno, así como una persona podría resultar traumada de por vida con una experiencia extrema. Lo relevante, sin embargo, es aceptar que la adversidad y el conflicto son parte consustancial de la vida y que lejos de condenarse por dañar sentimientos deberían abrazarse, pues sin las lecciones que ellos proveen una vida emocional sana resulta imposible. Pero, las consecuencias de la moda sobreprotectora son aún más complejas para una sociedad libre y democrática.
La extrema sensibilidad derivada de una creciente fragilidad emocional a lidiar con la adversidad y puntos de vista que resulten ofensivos lleva a crecientes reclamos por desarrollar leyes, medidas y costumbres que censuren y castiguen a quienes, expresando su individualidad, hieran los sentimientos de otros.
Recientemente, Mario Vargas Llosa ha escrito un elocuente artículo en el cual denuncia la severa amenaza de censura que, de manos de la corrección política y especialmente del feminismo radical, experimenta en estos tiempos la literatura con graves consecuencias para la vida en sociedad.
Del mismo modo, los estudios del economista Steve Horwitz indican que la costumbre sobreprotectora -que luego alimenta la corrección política- daña seriamente la capacidad de resolver conflictos de manera racional en una cultura democrática llevando a los participantes a buscar una autoridad fuerte que zanje la discusión en su favor mediante la coacción. Según Horwitz, en parte ello comienza en la niñez, en la que no se deja a los niños interactuar y jugar en espacios no controlados por adultos, los que previenen o interceden en todos los conflictos que surjan entre ellos. Así las cosas, los medios de comunicación, que han hecho del victimismo el arma de venta por excelencia, los padres, los colegios y las universidades, harían bien en dejar de cultivar el victimismo y la fragilidad en los niños, en los jóvenes y en el público en general, contribuyendo en cambio a una cultura que estimule la fortaleza sicológica y defienda la libertad frente a la reacción sentimentalista que pretende censurarla.
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