Juan Rallo expone un nuevo caso de acoso político y pseudoecologista a una empresa (en este caso Ence, en Galicia), cuyos efectos son unos enormes perjuicios (no solo en riqueza y empleo) para la propia sociedad Gallega (a la que dicen defender) no produciéndose justificación alguna y evidenciando el mundo al revés (y para mal) en que se convierte la actual acción político.
Artículo de El Confidencial:
Vista del centro de operaciones de la empresa Ence en Pontevedra. (EFE)
España es un país peculiar: aquellas empresas que entran en pérdidas y que, en consecuencia, han de reestructurarse o incluso cerrarse reciben el apoyo unánime de la clase política para tratar de impedir la destrucción de puestos de trabajo; ahí están los recientes casos de Alcoa o de Vulcano, respecto a los cuales se han llegado a ofertar subvenciones variadas —e incluso a proponer nacionalizar sus instalaciones— con tal de asegurar la continuidad de su actividad y de sus empleos (casi 700 puestos de Alcoa en La Coruña y Avilés, así como 69 de Vulcano en Vigo). En cambio, aquellas empresas que son viables, autosuficientes y sostenibles se ven sometidas a un continuo hostigamiento fiscal, regulatorio y administrativo cuyo resultado final termina siendo el de la destrucción política de riqueza y empleo.
Tomemos el presente caso de acoso político y ecologista a Ence y, más en particular, a su planta de producción de celulosa en Pontevedra. La fábrica fue instalada en 1958 en la ría de Pontevedra merced a una concesión administrativa que autorizaba el aprovechamiento de semejante ubicación a la, por aquel entonces, empresa pública. La concesión se otorgó por 60 años, de modo que debía expirar automáticamente en 2018. Que la concesión expire, empero, no significa que el Estado, como titular del dominio público marítimo-terrestre, no pueda extender el plazo de esa concesión. Y, de hecho, así lo intentó hacer el Ejecutivo de Mariano Rajoy en 2016, cuando, acogiéndose a su propia reforma de la Ley de Costas de 2013, quiso otorgar a Ence una prórroga por otros 60 años, esto es, hasta el año 2073 (pues se computa desde que Ence solicitó la prórroga, en 2013).
El problema es que la propia reforma de la Ley de Costas de 2013 contenía una ambigüedad que ahora están tratando de explotar los partidarios del cierre de la fábrica de Ence: a saber, limita la duración de las concesiones en dominio público a 75 años, lo que podría interpretarse como que la suma de todas las concesiones susceptibles de ser recibidas por una empresa totaliza 75 años (de modo que la planta de Ence solo podría permanecer en la ría de Pontevedra hasta 2033) o que cada concesión ha de tener una duración máxima de 75 años (de modo que la prórroga hasta 2073 sí se ajustaría a derecho).
Como decíamos, tal ambigüedad ha sido instrumentada en los tribunales por el Ayuntamiento de Pontevedra (gobernado por el BNG) y por algunos 'lobbies' del ecologismo antimercado para intentar desmantelar la fábrica en 2033. A ellos se les ha unido, aunque de manera pasiva, la Abogacía del Estado (de Pedro Sánchez), la cual, pese a que en un primer sí defendió la interpretación de la prórroga hasta 2073, decidió allanarse hace unos meses dejando a la concesionaria desprotegida frente a las espurias interpretaciones de la Ley de Costas de 2013.
En última instancia, y más allá de la defectuosa articulación jurídica de determinadas leyes, lo que resulta evidente es que si el Estado desea extender la concesión de Ence hasta 2073, está plenamente capacitado para hacerlo: ya sea instando a la Abogacía del Estado a que defienda la validez de la presente prórroga o, en última instancia, modificando la Ley de Costas de 2013 para clarificar su articulado y, acto seguido, otorgar una nueva prórroga. Sin embargo, el Gobierno socialista de Sánchez no parece interesado en hacer uso de ninguna de estas palancas, esto es, parece decidido a forzar, por omisión, el cierre de la planta de Ence, cediendo así a las presiones ideologizadas del ecologismo antimercado.
A la postre, el principal argumento que han utilizado estos 'lobbies' antimercado para denegar una ampliación de la concesión hasta 2073 es que la fábrica puede ubicarse en cualquier otro lugar distinto de la ría de Pontevedra. El argumento, empero, es problemático por dos razones. La primera es que no resulta ni mucho menos sencillo buscar una ubicación alternativa: la planta necesita de un enorme caudal de agua dulce para alimentar las instalaciones (0,5 metros cúbicos por segundo), de un medio capaz de recibir toda el agua sobrante de la producción industrial, de un terreno plano, de disponibilidad de madera cercana (a un radio máximo de 200 kilómetros), de líneas eléctricas que le permitan importar y exportar energía y de infraestructuras que soporten un abundante tráfico pesado (260 camiones diarios de madera). Por consiguiente, no cualquier enclave sirve: de hecho, es harto dudoso que en Pontevedra exista un sitio que cumpla con todas estas características de manera óptima; y, aun cuando existiera, nótese que debería seguir estando cerca de algún río o del mar.
El segundo inconveniente es que, aun cuando resultara técnicamente viable su traslado a otra localización, el coste de desmantelar la planta y volverla a instalar en otro lugar asciende —de acuerdo con la compañía— a 700 millones de euros: una cifra desproporcionada que —según también ha anunciado la empresa— conduciría a buscar otras ubicaciones, fuera de Galicia, en las que resultara más sencillo rentabilizar esa enorme inversión. Por ejemplo, en Latinoamérica, donde tanto el coste de la madera como el de la mano de obra (61% del coste total de la celulosa) son apreciablemente más bajos que en España. O expresado de otro modo: la planta de Ence en Pontevedra se beneficia de un cierto efecto de dependencia del camino: si la empresa pudiera desinvertir a coste cero, probablemente no optaría por mantenerse ahora mismo allí, de modo que si se ve forzada a desinvertir, aprovechará para buscar otros destinos globales más rentables.
En suma, la actitud irresponsable de las administraciones públicas españolas amenaza con cerrar una fábrica que proporciona empleo directo a 400 trabajadores y que indirectamente alimenta a otros 4.800 en sectores industriales, logísticos y forestales; una fábrica que cumple escrupulosamente con la distinción medioambiental vigente (no solo porque, de no hacerlo, estaría fuertemente sancionada o, incluso, habría sido clausurada, sino porque además cuenta con distintivos ecológicos como el Nordic Swan), y una fábrica que contribuye crucialmente al mantenimiento del sector forestal gallego y del PIB de Pontevedra. En lugar de intentar retener aquel tejido empresarial que genera valor, nuestra casta política contribuye a expulsarlo para luego, eso sí, subvencionar a aquel que lo destruye.
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