Luís I. Gómez analiza el actual secuestro en que nos hallamos los ciudadanos por la histeria climática, mostrando que los científicos son tan humanos como el resto y se mueven por los mismos incentivos. Ya no digamos, los políticos...
Artículo de Disidentia:
No pocas personas tienen la idea de que los científicos somos todos gente maja, team-player que podemos pasar toda nuestra vida buscando nuevas ideas de manera completamente desinteresada, que podemos publicar fácilmente nuestros trabajos originales, y que quedamos encantados y felices cuando otros científicos algún día prueban que ese trabajo de toda una vida estaba plagado de errores sistemáticos tan graves que lo convierten en perfectamente inútil. Y además vivimos del aire que respiramos, el dinero no es un factor que tengamos en cuenta nunca. Pues no, no importa si tal falsación severa ocurre al principio o al final de una carrera académica, o si de repente desaparecen los recursos económicos necesarios para seguir investigando en las propias teorías. Cuando eso ocurre, resulta devastador.
Y el miedo a semejante devastación académico-económica pesa tanto en la motivación de casi todos los investigadores como su curiosidad y ansia por descubrir algo nuevo o describir una realidad de la mejor manera posible. Los científicos que hoy consideramos “expertos del clima” son también humanos y se comportan de manera profundamente humana. Y lo hacen con rechazo, represión, indignación e incluso contraataques. Traen a sus “primos de zumosol” para que les ayuden, tratan de conseguir mayorías -concepto acientífico donde los haya- y, a veces, no dudan en recurrir al engaño, la calumnia o el fraude.
Por otro lado, no podemos olvidar el problema de “la publicación”, un recurso muy escaso, considerado el verdadero bien en la comunidad científica y que desempeña un papel inmenso en la cuestión de la reputación científica. Y no hablamos de libros o apariciones en un espectáculo televisivo, hablamos de artículos en revistas científicas reconocidas, donde solo se puede publicar si el trabajo es revisado de manera más o menos anónima por otros expertos en el mismo campo. Cierto e importante: la revisión por pares mantiene algunas tonterías fuera de las revistas y ayuda a encontrar errores antes de que sea demasiado tarde. Pero también puede resultar un obstáculo casi insuperable si los revisores participan en un “consenso” impregnado de prejuicios o ignorancia contra el cual se pretende publicar.
Imagínense, queridos lectores, que Galileo Galilei hubiera tenido que presentar su “artículo” al Vaticano para su revisión y pregúntense si hubiese encontrado revisores académicos allí que le dieran el visto bueno para su publicación. Me temo que el sol probablemente todavía giraría alrededor de la tierra. Cuando la ciencia, en lugar de alejarnos de las creencias para acercarnos a las certezas prefiere esconderse tras el telón de los consensos, deja de ser ciencia y vuelve a ser superstición, apenas magia.
Desde que los políticos comenzaron a confiar en la experiencia de los profesionales médicos a la hora de desarrollar programas de atención médica hace poco más de 100 años, nunca un grupo tan pequeño de científicos tuvo tanto poder sobre la política como los climatólogos en la actualidad. Incluso crearon un perro guardián respaldado por la ONU con una apretada agenda. El Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, el IPCC, el lector debe saberlo, no tiene la responsabilidad de investigar el cambio climático y sugerir acciones para adaptarnos a él, eso sería una bendición. No, el IPCC tiene la tarea de investigar únicamente el cambio climático antropogénico y proponer medidas político-económicas que lo limiten.
Azuzados y aplaudidos por activistas equipados únicamente con eslóganes, que a menudo ni siquiera entienden los principios más elementales del complejo y caótico sistema climático terrestre, los políticos se han apresurado a ocupar este nuevo “espacio de poder” para salvarnos a todos del apocalipsis anunciado: ciudades que se declaran en estado de emergencia climática, propuestas de nuevos impuestos climáticos, preparación de imaginativas prohibiciones, reparto de generosas subvenciones para investigación y empresas afines…
En resumen: los científicos del clima, también humanos, de repente son protagonistas, están profundamente involucrados en el nuevo accionismo y la transformación de la sociedad y dictan de forma prominente las nuevas reglas del gigantesco experimento social al que asistimos. Y ello a pesar de que muchos otros científicos ya estén advirtiendo de que la cosa puede salir muy mal (estos son apenas malditos negacionistas, claro… aunque no nieguen nada).
Ya ven que, para estos científicos alarmistas y sus séquitos, hay más en juego que unos pocos fondos sustraídos de las carteras de todos los demás. Pero el dinero crea deseos cuando se pone sobre la mesa y solo el Acuerdo de París (en el que cada país participante escribió compromisos completamente diferentes en hojitas de papel, que luego se unieron y fueron proclamadas como “acuerdos”) asegura cientos de miles de millones para los próximos años.
Los alarmistas del clima han logrado en las últimas décadas convencer a casi todo el mundo de la existencia de un supuesto consenso que es tan inexistente como el cambio climático provocado únicamente por el hombre y que, incluso si existiese, sería irrelevante para esa ciencia, la verdadera, que no mide consensos ni mayorías, sino que discute y falsa hipótesis y teorías. Así es como se ha gestado el actual reinado de los mediocres, los cabilderos y los oportunistas que, en su propio beneficio, se empeñan en defender ese cambio climático exclusivamente antropogénico propugnado por el IPCC y suprimen cualquier información, dato, hecho histórico o trabajo de investigación que pudiese poner en duda su dogma sagrado.
La narrativa del cambio climático provocado únicamente por el hombre está impulsada por un sistema hegemónico que hace que los críticos “negacionistas” se equiparen con los negacionistas del Holocausto, un sistema que busca silenciar a críticos como Peter Ridd en las universidades, y que utiliza los procesos de la revisión por pares para impedir que se publiquen artículos críticos. Que no tiene reparos en usar los canales políticos para mantener fondos de investigación solo para aquellos que se comprometen con la religión del cambio climático antropogénico. El daño que estas personas han causado a la ciencia es inmenso y probablemente irreparable.
En este contexto, en el del daño masivo a la reputación de la ciencia, del daño financiero y de pérdida de calidad de vida para cada ciudadano, en el contexto de una economía rediseñada en la que predomina el uso dirigista de los ingresos fiscales hacia la promoción de tecnologías inmaduras e ineficientes a costa de la prohibición y abandono de tecnologías eficientes y baratas… en este contexto, les decía, es en el que tal vez debamos plantearnos en serio la posibilidad de llevar a estos alarmistas del apocalipsis climático y a los políticos que les siguen el juego ante un juez y reclamar los miles de millones que nos están costando sus delirios de grandeza.
Decía Bjorn Lomborg hoy en Twitter que con los 40.000 millones de Euros que pretende invertir el gobierno alemán en los próximos 4 años para “combatir el cambio climático” y reducir la temperatura media global en 0,00018°C, podríamos salvar la vida de 10 millones de enfermos de tuberculosis.
Poco más puedo decirles yo.
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