J.L. González Quirós analiza la tendencia actual hacia el aplastamiento de la libertad bajo el paradigma del deseo que recurre al Estado como proveedor de ilusiones, de servicios, de “nuevos derechos”.
Una auténtica trampa de consecuencias indeseadas...
Una auténtica trampa de consecuencias indeseadas...
Artículo de Disidentia:
No se puede explicar de manera sencilla el notable predominio cultural y político que mantienen en España las posiciones que se consideran de izquierdas. Hay una profusa variedad de raíces en esa dispersa floración, desde la añoranza de un pasado paternalista y autoritario a la difusa influencia de la cultura católica y barroca, además de las específicamente políticas y sindicales. Pero todo ello culmina en un hecho: los discursos que enfatizan el valor de la libertad tropiezan con una sólida barrera ideológica.
Desde el comienzo del actual Régimen de 1978, la libertad dejó de constituir un objetivo y pasó a considerarse algo ya conquistado. Así, en su lugar imaginario se instalaron otra suerte de bienes. La razón no es difícil de comprender: muchos ciudadanos no alcanzan a ver cuál pueda ser el valor de algo que creen ya tener, y se consagran a conseguir aquello que no poseen, es decir, lo que desean ser y tener, de forma tal que el deseo comenzó a ocupar el lugar que debería corresponder a la libertad como principal valor político.
Para la mayoría, deseo significa disfrute y no hay mejor disfrute que el que se obtiene del regalo, lo que no implica esfuerzo, y no hay nada de sorprendente en esa preferencia. Lo que llama la atención es el escaso aprecio de cualquier análisis que pretenda esclarecer la economía subyacente a esa dinámica de incesante crecimiento en los bienes otorgados por el Estado, un ente que deja de concebirse como un instrumento colectivo y pasa a ser una especie de dios mortal al que hay que sacarle cuanto se pueda, no mediante la plegaria o el argumento, sino por la presión.
Desde el comienzo del actual Régimen de 1978, la libertad dejó de constituir un objetivo y pasó a considerarse algo ya conquistado. Así, en su lugar imaginario se instalaron otra suerte de bienes. La razón no es difícil de comprender: muchos ciudadanos no alcanzan a ver cuál pueda ser el valor de algo que creen ya tener, y se consagran a conseguir aquello que no poseen, es decir, lo que desean ser y tener, de forma tal que el deseo comenzó a ocupar el lugar que debería corresponder a la libertad como principal valor político.
Para la mayoría, deseo significa disfrute y no hay mejor disfrute que el que se obtiene del regalo, lo que no implica esfuerzo, y no hay nada de sorprendente en esa preferencia. Lo que llama la atención es el escaso aprecio de cualquier análisis que pretenda esclarecer la economía subyacente a esa dinámica de incesante crecimiento en los bienes otorgados por el Estado, un ente que deja de concebirse como un instrumento colectivo y pasa a ser una especie de dios mortal al que hay que sacarle cuanto se pueda, no mediante la plegaria o el argumento, sino por la presión.
El Estado como nuevo rico al que chantajear
Para quienes piensan y, sobre todo, sienten, así, los poderes públicos no quitan poder, dinero y libertad, sino que son una especie de nuevos ricos a los que hay que chantajear políticamente para que concedan lo que se les pida; el Estado se pone aparentemente al servicio de esos anhelos y muta en el gran proveedor de ilusiones, de servicios, de “nuevos derechos”, de forma que la política se reduce a un marketing de promesas, a un quién da más. Se trata de un proceso infernal que no cesa de retroalimentar el circo de los anhelos, por insensatos que sean.
Desde el punto de vista del poder político, el ciudadano se ve reducido a cliente, los motivos y espacios privados de determinados colectivos especialmente activos se convierten en causas públicas, y la agenda política se privatiza al servicio de minorías, que se presentan como víctimas supuestamente sojuzgadas, injustamente privadas del pleno disfrute de cualquier tipo de deseo.
Desde el punto de vista del poder político, el ciudadano se ve reducido a cliente, los motivos y espacios privados de determinados colectivos especialmente activos se convierten en causas públicas, y la agenda política se privatiza al servicio de minorías, que se presentan como víctimas supuestamente sojuzgadas, injustamente privadas del pleno disfrute de cualquier tipo de deseo.
El deseo se disfraza de libertad
En este universo narcisista, el deseo disfrazado de libertad se convierte en tirano, aspira a sojuzgar, a impedir que otros puedan pensar y sentir de manera distinta, porque eso se considera agresivo, limitador, o, como se decía antes, reaccionario. Se trata de crear una dinámica en la que la autodefinición, por arbitraria y aberrante que pueda ser, se convierta en el impulsor de un nuevo orden presidido por la absoluta ausencia de obstáculos, sea este la consagración de un “derecho a decidir”, la eliminación de diferencias tradicionales, entre sexos, por ejemplo, o la edificación de una memoria histórica sin especie alguna de contradicciones.
Quienes así actúan olvidan, desde luego, el valor de la diferencia, esa misma cualidad que pretenden cultivar, y quieren imponer una liberación que les exima de cualquier conflicto, un universo paradisíaco en el que nadie pueda llevarles la contraria, en el que estén prohibidas las ambivalencias, los contrastes, cualquier supuesta objetividad, que se tendrá por autoritaria, y, por supuesto, cualquier cosa que pueda sonar a individualismo, a competencia o excelencia. A su manera, han vuelto a descubrir que no conviene confundir la libertad con el libertinaje, como se decía durante el franquismo.
Quienes así actúan olvidan, desde luego, el valor de la diferencia, esa misma cualidad que pretenden cultivar, y quieren imponer una liberación que les exima de cualquier conflicto, un universo paradisíaco en el que nadie pueda llevarles la contraria, en el que estén prohibidas las ambivalencias, los contrastes, cualquier supuesta objetividad, que se tendrá por autoritaria, y, por supuesto, cualquier cosa que pueda sonar a individualismo, a competencia o excelencia. A su manera, han vuelto a descubrir que no conviene confundir la libertad con el libertinaje, como se decía durante el franquismo.
Un recorte radical de la libertad individual
Llevada a la política, esta dinámica reivindicativa y hedónica de lo sentimental significa inmediatamente un recorte radical de la libertad individual porque conduce a calificar como tolerancia represiva el pluralismo y la libertad de conciencia para imponer un nuevo orden: el paraíso final. El precio que se pagará por semejante impostura será muy alto, como lo es siempre la ignorancia de la complejidad que existe en la realidad.
Quienes consideran que la libertad individual es una leyenda burguesa, y saben que no pueden acabar completamente con el orden espontáneo y eficaz de los mercados, han descubierto en el ámbito de lo político un terreno donde imponerse con facilidad si nos convencen de que la defensa de la libertad es un engaño ilusorio, que solo nos distrae del disfrute de los bienes infinitos que puede deparar ese dios que es el poder político.
Quienes consideran que la libertad individual es una leyenda burguesa, y saben que no pueden acabar completamente con el orden espontáneo y eficaz de los mercados, han descubierto en el ámbito de lo político un terreno donde imponerse con facilidad si nos convencen de que la defensa de la libertad es un engaño ilusorio, que solo nos distrae del disfrute de los bienes infinitos que puede deparar ese dios que es el poder político.
Pero cuando todo se subordina a que lo público se haga responsable de nuestra felicidad, se acaba descubriendo que detrás del trampantojo de esa liberación no hay ningún cuerno de la abundancia, sino la más negra opresión y la miseria. Porque el incauto finalmente se percata de que los Reyes Magos son los padres.
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