Juan Rallo analiza el triste juego del "gallina" llevado a cabo entre gobiernos y bancos centrales, y que están perdiendo los bancos centrales, por múltiples vías de chantaje político, para desgracia de los ciudadanos.
Artículo de El Confidencial:
El presidente de la Reserva Federal de EEUU, Jerome Powell. (EFE)
En el juego del gallina, dos conductores alocados compiten por ser el último en retirarse de la carretera antes de que los dos autos colisionen. Gana quien es suficientemente temerario como para permanecer en la calzada aun a riesgo de estrellarse con el otro vehículo, y pierde claramente aquel cobarde (o gallina) que es forzado a modificar su rumbo por no tener los suficientes arrestos como para llegar hasta el final asumiendo todas las consecuencias.
En cierto sentido, los bancos centrales y los gobiernos nacionales están ahora mismo jugando a ese calamitoso juego del gallina. Por un lado, los gobiernos desean que los bancos centrales lleven a cabo una política monetaria ampliamente expansiva para relanzar a corto plazo el crecimiento de sus economías; por otro, los bancos centrales pretenden concentrarse en cumplir con su mandato (la estabilidad de precios) y, en consecuencia, rechazan ser instrumentados por los intereses electoralistas de las élites políticas de turno: al contrario, consideran que quienes han de responsabilizarse por impulsar el crecimiento económico han de ser los políticos, ora mediante políticas fiscales expansivas ora mediante políticas de oferta (reformas estructurales). Ambos bandos, pues, están esperando a que sea el otro quien mueva ficha: si bien, por ahora, parece que quienes están empezando a parpadear son los banqueros centrales.
Tomemos el caso de la eurozona. Hasta julio de 2012, la política monetaria del Banco Central Europeo no fue nada acomodaticia con aquellos países necesitados de reformas y ajustes: el BCE se negaba a rescatar por la puerta de atrás a gobiernos insolventes para así forzarlos a cambiar de rumbo (ya fuera mediante una intervención de la Troika o 'motu proprio' con el objetivo de evitar esa intervención). En ese periodo, parecía que el BCE estaba dispuesto a que la eurozona estallara por los aires antes de permitir que la irresponsable periferia europea sorteara los ajustes presupuestarios y las reformas estructurales que necesitaba. En julio de 2012, sin embargo, los gobiernos español e italiano se plantaron y prefirieron optar por la fragmentación del euro antes que por perseverar en las (escasas) reformas y ajustes que habían llevado a cabo hasta la fecha: ahí empezó un juego del gallina del que rápidamente el BCE se desvió.
Así, primero prometió “hacer todo lo necesario” para estabilizar el precio de la deuda pública española e italiana y, tres años después, lanzó su propio 'quantitative easing' para abaratar todavía más los pasivos estatales. Y tan pronto como el BCE comenzó a desarrollar esta política monetaria acomodaticia, las reformas estructurales (y en gran medida los ajustes estructurales) cesaron en toda la eurozona. No porque Draghi no haya repetido hasta la saciedad que la política monetaria no es en absoluto suficiente para relanzar el crecimiento sostenido, sino porque los gobiernos nacionales han aprendido la lección y prefieren quedarse de brazos cruzados a la espera de que sea el BCE quien les salve la papeleta: hace unos días, incluso se han llegado a proponer tipos de interés negativos para suplantar el estancamiento reformista.
Pero no solo en la eurozona cuecen habas: al respecto, también podemos citar el caso de EEUU. Aunque Donald Trump fue muy crítico con las reducciones de tipos de interés durante el mandato de Obama, en los últimos meses no ha dejado de presionar al presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, para que recorte los tipos: en año y medio hay elecciones presidenciales y el republicano necesita que la economía estadounidense se halle tan sobrecalentada como resulte posible. De hecho, en diciembre, Trump filtró a la prensa que estaba estudiando la posibilidad de destituir a Powell y, como forma de reafirmar su independencia, la Reserva Federal subió los tipos de interés en 25 puntos básicos: de nuevo, un juego del gallina entre gobernantes y banqueros centrales.
Sucede que, desde entonces, el panorama económico estadounidense se ha deteriorado a pasos agigantados —en gran medida, por la guerra comercial contra China— y, como resultado, parece que Powell ya ha dado su brazo a torcer ante Trump: todo apunta a que el mes que viene la Reserva Federal bajará los tipos de interés por primera vez en más de una década. Incluso los hay que especulan con que Trump ha agravado los términos de su enfrentamiento comercial contra China para que a Powell no le quedara otro remedio que bajar tipos y enfilar una cierta reinflación de la demanda durante los próximos meses preelectorales. En este juego del gallina, ha sido otra vez el banco central quien ha terminado cediendo.
En definitiva, aunque los bancos centrales dicen ser independientes de los intereses electorales de la clase política, en la práctica nuestros gobernantes cuentan con diversas formas de presionarles para que terminen cediendo a sus dictados. El juego del gallina —quedarse tocando el violín mientras el barco económico se hunde y a la espera de que el banco central reaccione— ha resultado ser hasta la fecha un chantaje eficaz para imponer desde el Ejecutivo políticas monetarias expansivas. El problema es que, en última instancia, el crecimiento económico depende de factores de oferta, no de estímulos de demanda (los cuales, para más inri, pueden terminar generando más perjuicios que beneficios) y, por tanto, mientras los políticos continúan abusando cortoplacistamente de la política monetaria, van dejando aparcadas las reformas estructurales que son las únicas que pueden proporcionarnos un crecimiento sostenible para el largo plazo. A ellos, empero, ya les vale: su horizonte vital es de apenas cuatro años.
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