Carlos Barrio analiza la cuestión del fascismo hoy y su empleo en el ámbito político.
Artículo de Disidentia:
Saul Kripke es uno de los filósofos del lenguaje más interesantes de la segunda mitad del siglo XX. A parte de sus contribuciones a la metafísica, a la lógica modal o a la filosofía de la mente, destaca fundamentalmente por su teoría antidescripcionista de los nombres propios. Para él un nombre no designa una realidad que lleve aparejada una serie de propiedades. Por ejemplo, Descartes no designa tanto al filósofo racionalista o al inventor de las llamadas coordenadas cartesianas, cuanto al individuo al que un día sus padres decidieron llamar “René Descartes”. Aunque éste hubiera muerto a los pocos meses y no hubiera inventado el famoso método cartesiano con su duda metódica o no hubiera fundado la llamada geometría analítica, él seguiría siendo Descartes en cualquier mundo posible que imagináramos.
Lo que Kripke nos quiere decir en definitiva es que el significado de una expresión no depende tanto de que esta describa, más o menos fehacientemente, una realidad cuanto que en un momento determinado en el tiempo se haya establecido una conexión, que él llama bautismo originario, entre realidad y significado.
Un poco esto mismo es lo que ocurre hoy en día con determinados vocablos del lenguaje político que ya no son significativos por describir una serie de propiedades de lo significado por ellos, sino que pasan a tener una significación nueva por decisión de determinados creadores de opinión. Un ejemplo lo encontramos con el término fascismo que como pone de manifiesto el pensador norteamericano Paul Gottfried, en su obra Fascism: The Career of a Concept, en el actual lenguaje político se utiliza sin ningún rubor para descalificar al rival político, aprovechando la connotación peyorativa que el término fascismo evoca en el imaginario de la gente. Fascismo se convierte así en un término vago, impreciso y sobre todo profundamente peyorativo.
Cuando oímos fascismo enseguida nuestra mente se retrotrae a la violencia política, a la intolerancia, a los campos de exterminio de la Segunda Guerra Mundial, a la falta de democracia etc. No es por lo tanto casual que la izquierda haya hecho uso de este tipo de manipulaciones del lenguaje para lograr el gran objetivo perseguido por ella: conquistar la hegemonía cultural en los países en los que el marxismo no triunfó a través de alguna insurrección de corte violento.
La interpretación teórica del fascismo ha sido objeto de una larga controversia en el seno de la historiografía. Dilucidar cuestiones como la de si el fascismo es una ideología ya extinguida tras el final de la Segunda Guerra Mundial o la de si es posible establecer un concepto genérico de fascismo que abarque todas y cada una de sus manifestaciones históricas, se ha convertido en un verdadero nudo gordiano para la teoría política. Incluso se podría negar que el fascismo fuera una ideología y, en realidad, se tratara de un movimiento político que privilegió la acción sobre las teorizaciones. El propio Mussolini en el primer congreso fascista de 1919 afirmó “Nuestra doctrina es el hecho”.
Tradicionalmente han existido diversas interpretaciones sobre el fenómeno fascista. Gilbert Allardyce, por ejemplo, niega que exista un concepto genérico de fascismo. Esta es una ideología extinguida a finales de la Segunda Guerra Mundial y que sólo se puede aplicar en puridad al régimen personal de Benito Mussolini. Otros autores se retrotraen mucho más allá en el tiempo, como por ejemplo el profesor israelí Zeev Sternhell o el americano Robert Soucy para los que el fascismo es en origen un producto francés de finales del siglo XIX, vinculado a la figura del novelista político Maurice Barrès.
Una de las primeras teorizaciones clásicas del fascismo, posteriores a la Segunda Guerra Mundial, vino de la mano del historiador y filósofo alemán Ernst Nolte en su obra Las tres caras del fascismo (1965).
Nolte se decanta por una interpretación fenomenológica del fascismo, a la que califica de ideología propia del periodo de entreguerras y que fue una contrarrevolución antagónica del comunismo. La idea del anticomunismo como nota definitoria del fascismo es compartida por otros autores como Francis Carsten o Stanley Payne. Por el contrario, otros destacan la asimilación de elementos marxistas en el ideario fascista, como por ejemplo George Mosse que ve en el fascismo una tercera vía entre el marxismo y el capitalismo, superando la tradicional lucha de clases por la integración armónica de todas las clases sociales en un estado fuerte corporativo dirigido por una personalidad carismática.
A este furibundo anticomunismo se le suelen añadir otras notas como su antiparlamentarismo, tomado del conservadurismo antidemócratico de finales del siglo XIX, su exaltación del caudillaje o la confusión entre Estado y partido.
Tradicionalmente también ha sido frecuente vincular fascismo con totalitarismo. Hannah Arendt en su célebre obra Sobre los orígenes del totalitarismo (1951) incluye al fascismo y al comunismo como dos variantes del totalitarismo. Esta ideología se caracteriza por atentar contra la libertad del individuo, establecer una uniformidad ideológica en el seno de la sociedad y por desarrollar un régimen de terror que controla todas las facetas del ser humano para lograr su plena integración en una sola comunidad ideológica o racial.
Aunque la violencia, pese a lo que afirma la izquierda, no ha sido nunca patrimonio exclusivo del fascismo, sí que ha ejercido un influjo notable en este, fundamentalmente a través de la obra de autores como Georges Sorel y su mito de la violencia como alumbradora de un nuevo mundo renacido tras superar el decadentismo burgués. De ahí que autores como Eugeni D’Ors hayan visto el fascismo como una especie de “Marsellesa de la autoridad” o el francés Georges Bataille como una “comunidad para la muerte”.
Estas visiones clásicas y académicas del fascismo no resultan adecuadas para el objetivo estigmatizador de la derecha que persigue la izquierda, pues claramente sólo resultan operativas para movimientos fascistas propios del periodo de entreguerras y no para partidos liberal conservadores, perfectamente adaptados al parlamentarismo y al pluralismo ideológico.
Más interesantes para dicho propósito pueden resultar las lecturas que del fascismo hace el británico Roger Griffin o las lecturas sobre el fascismo clásicas del marxismo. Griffin sitúa el origen de los fascismos en el nacimiento en el seno de la sociedad de un mito palingenésico sobre la nación destruida por los enemigos internos y externos. En el caso italiano, el renacer del antiguo imperio romano, y en el caso alemán, el renacer de la nación alemana humillada en Versalles por las potencias aliadas en connivencia con el enemigo interno judío.
Partidos de derecha conservadora nacionalista, tipo VOX o AfD (Alternative für Deutschland), desde este punto de vista podrían ser considerados formaciones fascistas, en la medida en que han construido su discurso político sobre la base de la regeneración nacional de sus respectivos países. Sin embargo, esta interpretación, aunque sugestiva y retóricamente poderosa, no es considerada muy precisa desde el punto de vista académico, pues no disecciona los elementos distintivos del fascismo, como sí lo hacen otras visiones del mismo, como las de Stanley Payne o Juan Linz, mucho más precisas al presentar al fascismo como una reacción antiparlamentaria, antiburguesa y antimarxista. Por otro lado amplían enormemente el campo semántico del vocablo fascismo hasta hacerlo coincidir prácticamente con nacionalismo o conservadurismo.
No obstante la tendencia que tiene buena parte de la izquierda mundial de catalogar a la derecha conservadora o liberal de fascista tiene su origen en la particular interpretación que del fenómeno fascista hizo el marxismo. Autores como Rosa Luxemburgo, Georgi Dimitrov o Antonio Gramsci o incluso la III internacional consideraron el fascismo como la continuación autoritaria del liberalismo y del capitalismo cuando estos se encontraban en crisis. El fascismo, lejos de ser una ideología antiliberal, irracionalista y antiburguesa, era la única salida posible a los atolladeros que el capitalismo provocaba a las democracias liberales burguesas.
Sin embargo, la sobreutilización del término fascismo en el debate político actual o su utilización para referirse a parámetros culturales es consecuencia de la interpretación que de este movimiento político realizó la llamada Escuela de Frankfurt y sus epígonos, que ampliaron el campo semántico de este vocablo para usarlo en contra de las democracias occidentales y la sociedad de consumo capitalista.
Autores como Wilhelm Reich, Erich Fromm o Theodor Adorno usaron conceptos tomados del psicoanálisis y del marxismo para explicar el predominio de las mentalidades sumisas que parecerían favorecer el desarrollo del capitalismo, basado en último término en la represión del deseo y en el seguimiento de las directrices emanadas de autoridades fuertes. Autores como Deleuze y Guattari en su obra El Anti Edipo (1969) vinculan el fascismo con una visión esencialista de la realidad, incapaz de trascender marcos conceptuales determinados, al que ellos oponen un modelo revolucionario esquizoide que privilegia las significaciones variables y acaba con toda forma de esencialismo. Según esta visión, por ejemplo, defender el dimorfismo sexual de la especie frente a las visiones culturalistas sobre el sexo, que defiende la llamada ideología de género, sería una forma de fascismo.
Que partidos como VOX en España, Ley y Justicia en Polonia o el Fidesz húngaro sean catalogados de partidos fascistas no obedece tanto al rigor conceptual como al propósito de estigmatizarlos y convertirlos en un paria dentro del sistema de partidos europeos. Vincularlos al fascismo no es una estrategia que deba sorprendernos lo más mínimo, sin embargo resulta altamente efectiva, especialmente en una sociedad europea tan dócil a la manipulación ideológica realizada a través de los medios de comunicación de masas y donde la memoria del fascismo de entreguerras es un tema especialmente sensible para buena parte de la población.
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