Juan Rallo analiza y muestra los efectos y consecuencias (tomando a su vez el ejemplo francés que llevó a cabo una medida similar) de la propuesta de Podemos de reducir la jornada laboral a 34 horas al mes (manteniendo la misma remuneración).
Otra medida, que por supuesto muchos aplaudirán sin entender un ápice que implicaciones tiene en nuestra economía actual (pero es que suena tan bien...).
Artículo de El Confidencial:
Pablo Iglesias, líder de la formación morada, frente a los medios. (EFE)
Pablo Iglesias quiere entrar en el Gobierno de Pedro Sánchez y, a su vez, marcarle parte de la agenda económica. Una de las exigencias más llamativas que el líder de los morados ha colocado encima de la mesa ha sido la jornada laboral de 34 horas semanales. En principio, que aquellos trabajadores que así lo deseen disfruten de cargas horarias más reducidas no debería constituir ningún problema: basta con que busquen empleos a tiempo parcial en lugar de a tiempo completo. Pero evidentemente el objetivo de Iglesias no es solo que los españoles trabajen durante menos horas a la semana, sino que lo hagan sin experimentar ninguna rebaja en sus remuneraciones: esto es, que se cobre lo mismo por trabajar 34 horas de lo que antes se cobraba por hacerlo 40. Pero ¿es esto posible?
Empecemos descomponiendo el producto interior bruto de un país en un producto de dos variables: por un lado, el número de horas trabajadas; por otro, la productividad media por hora trabajada. Lo que esta igualdad nos indica es que disponemos de dos medios para incrementar el PIB: o fabricamos bienes y servicios durante un mayor número de horas o producimos un mayor número de bienes y servicios por cada hora que trabajamos.
No hay mucho más. Siendo así, resultará igualmente fácil constatar que una reducción del número de horas trabajadas (que es, en última instancia, lo que propone Podemos) conllevará una reducción del PIB salvo que, en paralelo, experimentemos un incremento compensatorio de la productividad por hora trabajada. Y, ciertamente, no es descabellado que algunas tareas que hoy se realizan en ocho horas diarias puedan efectuarse en siete o en seis horas, pero no parece demasiado probable que eso mismo suceda en todos los empleos y que, por tanto, experimentemos de súbito un aumento de la productividad por hora de alrededor del 10% cuando llevamos casi tres décadas en las que esta variable se ha mantenido estancada. Por consiguiente, si reducimos el número de horas trabajadas por año y no logramos aumentar en la misma medida la productividad media por hora, el PIB se reducirá.
Que el PIB se reduzca no es un asunto menor: el producto interior bruto es el valor monetario del conjunto de bienes finales producidos durante un año o, lo que es lo mismo, el valor agregado de todas las cosas que los españoles pueden adquirir cada año sin endeudarse frente al resto del mundo. Si el PIB cae, por necesidad los ingresos del conjunto de los españoles se reducirán, es decir, el agregado de ciudadanos podrá adquirir menos cosas que antes (pues se producirán menos bienes). Pero que caigan los ingresos del conjunto de los españoles no implica que deban caer los de los trabajadores: en principio, semejante empobrecimiento podría concentrarse dentro de la 'clase capitalista y empresarial', en cuyo caso los trabajadores podrían acceder a la misma cantidad de bienes que antes aun trabajando durante menos horas por semana. ¿Pero es esto lo que tendería a suceder en caso de una reducción de la jornada laboral impuesta desde el Estado? ¿Saldrían los trabajadores indemnes de una reducción de la jornada laboral sin aumento paralelo de su productividad?
Como es sabido, en el año 2000, Francia redujo la jornada laboral de 39 a 35 horas semanales (es decir, un régimen horario muy similar al que ahora propone Podemos para España). ¿Cuáles fueron los efectos de tal medida? Intensificación de la jornada laboral (compensar con más esfuerzo las menores horas trabajadas); estancamiento salarial (compensar el aumento del coste salarial por hora con la congelación de las remuneraciones futuras); aumento de los trabajadores con más de un empleo, y menor satisfacción con las horas de trabajo.
Y todo ello a pesar de que el Gobierno francés rápidamente flexibilizó la aplicabilidad del régimen de reducción de jornada: en 2003, elevó de 130 a 180 el número máximo de horas extra al año (es decir, las empresas pasaron a poder incrementar la jornada laboral semanal en alrededor de cuatro horas extraordinarias: justo el mismo número de horas ordinarias que se habían reducido) y a su vez redujo el sobrecoste para las empresas de tales horas extraordinarias (solo un 10% más que las ordinarias para las empresas con menos de 20 trabajadores); en 2007, disminuyó los impuestos y las cotizaciones sociales sobre las horas extra (para estimular que empresas y trabajadores se acogieran a esta fórmula y extendieran sus jornadas laborales), y en 2008 elevó los días laborales por año desde 218 a 235 (lo que prácticamente dejaba inalterado el número de horas trabajadas al año con respecto a la jornada de 39 horas semanales y 218 días trabajados).
Que aumente la demanda de tiempo libre entre algunos trabajadores conforme sus ingresos se incrementan es algo totalmente razonable. Pero eso no significa que el Estado deba imponer un recorte generalizado de la jornada laboral sobre personas que pueden no querer trabajar durante menos horas o que prefieren mayores salarios en lugar de más tiempo libre: en un país con una muy alta tasa de temporalidad, un disparatado nivel de desempleo y unos salarios modestos para un porcentaje apreciable de los ciudadanos, no tiene ningún sentido imponer una reducción forzosa de la jornada laboral. Más bien, deberíamos buscar mecanismos para incrementar la productividad por hora trabajada.
A la postre, si generamos un mayor excedente productivo, contaremos con un mayor abanico de opciones sobre cómo utilizar ese excedente: o mayor salario, o más tiempo libre semanal, o más vacaciones, o jubilación más temprana, o empleos más relajados y acordes a nuestras preferencias, etc. Imponer a las bravas una menor jornada laboral sin haber aumentado previamente la productividad solo consigue repartir el subsiguiente empobrecimiento.
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