Artículo de Disidentia:
Juan de Mairena fue un personaje literario creado por Antonio Machado al que hacía reflexionar sobre asuntos de toda índole, especialmente filosóficos. Si no termina de ubicarle, le diré que es quien nos presentó la verdad de Agamenón y la de su porquero. Juan de Mairena tiene un excelente pasaje en el primer volumen que le da cobijo. Dice así:
“Nos falta respeto, simpatía y, sobre todo, complacencia en el éxito ajeno. Si veis que un torero ejecuta en el ruedo una faena impecable y que la plaza entera bate palmas estrepitosamente, aguardad un poco. Cuando el silencio se haya restablecido, veréis, indefectiblemente, un hombre que se levanta, se lleva dos dedos a la boca, y silba con toda la fuerza de sus pulmones. No creáis que ese hombre silba al torero –probablemente él lo aplaudió también–: silba al aplauso”.
Esa actitud, que algunos consideran muy de aquí, fue definida por Cervantes como “carcoma de las virtudes”, por Quevedo como “pecado inútil” y por Unamuno como “gangrena del alma española”.
El ser humano está lleno de contradicciones. El desarrollo social y cultural, lo que venimos llamando civilización, aporta parámetros que en muchos casos entran en conflicto con la misma biología. Así, en nuestra conciencia, se desarrolla una lucha intestina entre un instinto atávico que nos impele a sobresalir en el grupo a cualquier precio y una norma social que nos habla de fraternidad o altruismo.
El controvertido autor británico Richard Dawkins lo denomina “el gen egoísta”, que sería promotor de una pulsión muy primitiva que lleve a preservar, no ya la especie, sino al individuo. Alcanzar el éxito reproductivo pasa, en muchos casos, por hacer morder el polvo a los competidores, lo que está sancionado por la sociedad. Conciliar extremos como “te voy a ganar” con “te voy a ayudar” se convierte en una empresa titánica.
Las actitudes individualistas son penalizadas en todas las sociedades humanas. El antropólogo Oliver Scott, después de años de investigación, ha presentado en 2019 un listado con los siete valores más universales, es decir, aquellos que son compartidos por todas las sociedades actuales. Seis de los siete hacen referencia a la consideración con los demás, al respeto, a la generosidad, a ser justos y tolerantes. Apelan a aquello que facilita la convivencia. El séptimo, por el contrario, anima al actor a ser valiente, a mostrar arrojo y gallardía ante una amenaza. De nuevo esa contradicción que debe ser conciliada.
La sensibilidad por lo que les ocurre a los otros no parece ser algo exclusivo de los humanos modernos. El equipo de excavaciones del yacimiento de Atapuerca se sorprendió hace unos años cuando dieron con los restos de Benjamina, una niña de 10 años con una grave discapacidad que vivió hace medio millón de años. Se trataba de la primera muestra de compasión humana, pues solo desde el ejercicio de esa virtud habría sido posible que sobreviviera una década completa.
Lo que es indudable es que, aunque no hayamos alcanzado aún unas cotas óptimas de empatía, el camino desde nuestros orígenes como especie ha sido claramente ascendente. Hemos ido incorporando una suerte de conciencia social que ha hecho de este mundo algo cada vez más habitable. “La sociedad tiene intereses comunes que el Estado debe satisfacer” dijo Rousseau en su “Contrato Social”.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí cuando seguimos manteniendo ese gen egoísta que nos espolea para quedarnos con el plátano más grande y tener así más posibilidades de sobrevivir?
Parece que el ser humano ha seguido el mismo proceso de domesticación que las decenas de especies antes salvajes y hoy dóciles y sociables. Está claro que fue la mano del hombre que convirtió a los feroces lobos en perros sumisos. Sin embargo, ¿quién nos ha domesticado a nosotros? ¿Por qué 100 chimpancés en un avión acabarían agrediéndose con crueldad mientras que nosotros incluso evitamos rozarnos con el pasajero de al lado?
El antropólogo Christopher Boehm expone una apasionante teoría en su libro “Hierarchy in the forest”. Este autor ha constatado en poblaciones de grandes simios que las actitudes tiránicas son penalizadas por el grupo, incluso con la muerte del sátrapa. Lo que viene a afirmar es que nos hemos domesticado a nosotros mismos eliminando a aquellos individuos con actitud despótica, a los que rompen la paz, por lo que sus genes indeseables pierden la oportunidad de replicarse.
Si aplicamos hoy este principio de Boehm podríamos apostar por que al ser humano solo le quedan por delante días de vino y rosas, en la medida que se vaya imponiendo más y más ese sentimiento de comunidad. Pero no es así.
Cada vez es más habitual que las muestras de empatía se circunscriban al entorno más cercano, ese con el que compartimos genes. El biólogo inglés William Hamilton documentó que el genocentrismo de Richard Dawkins no era tal cuando se trataba de individuos consanguíneos. Hamilton enuncia su propia teoría, según la cual para perpetuar un gen es suficiente con que lo haga un pariente, no necesariamente nosotros mismos. Es decir, yo me puedo sacrificar y reprimir mi genética egoísta cuando esa acción altruista sirve para que mi hermano, por ejemplo, transmita unos genes que también son míos.
Son muchos los frentes demandantes de empatía. Los nuevos canales de información y su formato audiovisual nos traen todos los días decenas de oportunidades de afligirnos con el dolor ajeno: riadas, terremotos, atentados, crímenes, accidentes, etc. Tal empacho de sufrimiento impropio nos vuelve insensibles por el mecanismo natural de la habituación, viéndose así nuestra empatía yugulada.
Sara H. Konrath de la Universidad de Michigan hizo un seguimiento del nivel de empatía de sus alumnos desde 1988 hasta 2011 y constató una caída de casi el 50% en los niveles de sensibilidad con los demás. Su compañero en la misma universidad Paul K. Piff puso de manifiesto que las clases sociales dominantes eran cada vez menos compasivas con el dolor ajeno.
Hoy cambiamos de canal cuando se nos muestran catástrofes, nos molesta verlo. Y es en ese malestar momentáneo que se nos genera donde depositamos nuestra cuota de humanidad. Y pasamos a otra cosa con la conciencia lustrosa.
Resulta paradójico que las mismas redes sociales que nos ponen en contacto con miles de sujetos sean responsables de la ola de individualidad que nos afecta. El organismo británico Royal Society for Public Health ha publicado recientemente un informe que denuncia el grado de soledad en el que se ven sumidos los usuarios de estos canales.
Sobrevivir en la era digital no es ser rápido huyendo del depredador, es ser aceptado por el resto, ser reconocido y constituirse en un referente. Las actitudes de hoy hacia los demás son lo contrario de la generosidad: uno primero vuelca la atención sobre sí mismo para devolver a su audiencia su esencia más atractiva. Este es el camino inverso a la actitud empática deseable que debe seguir la otra trayectoria, la que va de ti hacia mí.
En menos de 20 años hemos pasado de hacer fotos a otros a hacérnoslas a nosotros mismos con el único fin de compartirlas. “Mira qué bien me lo estoy pasando”, “A que estoy guapa”, parece argüir el conglomerado de pixeles que navega por la Red. Uno sube el plato de pasta que está comiendo y se sienta a esperar que lleguen las muestras de aprobación. Es su merecido espacio de protagonismo, de escaparatismo, de éxito social. Al fin y al cabo, eso es sobrevivir en la civilización actual: tener más aliados (llámelo seguidores) que enemigos.
La atención desmesurada sobre uno mismo crea seres narcisistas demandantes de admiración e incapaces de percibir el valor de los demás. Es la vuelta al “sálvese quien pueda” que precedió a lo que somos hoy como especie.
La palabra empatía proviene del alemán, Einfühlung, que significa “sentimiento interior”. Ser empático no es sufrir por los demás. No nos exhorta a ser plañideras de la desventura ajena ni a poner por delante de nuestro interés el de los otros. Vivir con empatía es reconocer nuestra posición en el tablero de la vida, identificar las fichas que nos rodean y sus circunstancias, desplazarse con visión de conjunto, con el convencimiento de que la victoria final será cosa de todos.
No se trata de renunciar a cuidarse ni de dejar de compartir una más que lícita autoestima desbordada, sino, por el contrario, es aplicarse esa norma de seguridad que le enseñan a uno cuando viaja en avión: “En caso de despresurización saldrá una mascarilla de oxígeno del compartimento superior. Póngasela usted primero y luego ayude a los demás a ponérsela”. Esa es la actitud.
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