miércoles, 18 de julio de 2012

Parábola de la sociedad actual y que la aboca al fracaso. (Política, Economía. 798)

Sensacional parábola sobre la sociedad actual, cuyas consecuencias son nefastas para la misma, pero su crítica es políticamente incorrecto:


Desde el Exilio
 "Érase una vez una anciana dama que vivía en una pequeña casa rodeada de sus numerosos hijos y sus aún más numerosos nietos. La buena mujer, respetada por propios y extraños vivía plácidamente con una modesta renta, y su única preocupación era el bienestar de los suyos.
Pero no sólo de amor y comprensión vive el ser humano, así que decidió que les iba a proporcionar todas las comodidades que en su mano estuvieran. Al fin y al cabo, pensaba, era lo mínimo que podía hacer por ellos. De ese modo los acogió a todos para que viviesen en su casa, y les facilitó alojamiento y sustento en la medida que su escasa renta podía asumir.
Uno de sus hijos, a pesar de estar viviendo con el resto, decidió que durante unas horas al día haría algún negocio por su cuenta y así sacar un dinerillo extra. Sus hermanos no lo miraron muy bien, porque parecía que no valorase suficiente lo que la matriarca hacía por ellos, pero para compensar el malestar, la señora decidió que parte de los ingresos que el extravagante hijo obtuviera fuera, se entregara al fondo común.
«¿Y el resto de mis hermanos y sobrinos?» Preguntó el díscolo. 
«Ellos trabajan en la casa, para el bienestar de todos», Respondió la matriarca. Y así era: unos limpiaban, otros cocinaban, otros pensaban qué se compraba, e incluso unos cuantos decidían cómo se repartían las cosas.
«Pero si más hermanos obtuvieran ingresos, habría más dinero, e incluso muchos no necesitaríamos vivir de la familia», argumentó el incorregible inconformista. A lo que todos le contestaron que no hacía falta, que se vivía muy bien así y que de hecho, ellos se pasaban el día trabajando duramente para la matriarca.
Así vivían felices, pero dándose cuenta que la convivencia exigía gastos que no se habían previsto en un principio. Y además, la anciana señora se dio cuenta que no estaba haciendo todo lo que se podía por los suyos. Si bien les cubría algunas necesidades, había comodidades que no estaban a su alcance.
En un principio, la cosa se solucionó aumentando la contribución del hijo que trabajaba fuera. Éste protestó débilmente, por supuesto, pero todos le hicieron ver su aborrecible egoísmo y avergonzado, cedió gustoso más de su dinero a la caja común.
Pero no era suficiente, de modo que llevada por su irrefrenable amor, la señora se dedicó a buscar alternativas. Y las encontró en los vecinos. Podía pedirles prestado algún dinerillo, lo justo para ir tirando. Al fin y al cabo, su reputación intachable hacía que todos confiasen en ella, y el hecho de que además de su renta, un hijo ganase algo de dinero, hacía que nadie dudase de su solvencia.
Poco a poco el préstamo de los vecinos se convirtió en algo habitual, y el tener dinerillo extra hacía más agradable la convivencia y permitía soñar. ¿Acaso no tenían ellos derecho a vivir tan bien como el que más? ¿Por qué el poseer poco dinero les iba a obligar a no tener las comodidades de que disfrutaban otros vecinos?
Así que aumentando un poco la contribución que el hijo negociante les entregaba, y pidiendo algún que otro préstamo de más, la señora se compró una mansión con vistas a la playa y un coche deportivo de color rojo, tuneado y todo.
La alegría en la casa estaba garantizada. Unos hijos se encargaron de organizar los turnos en los que se usaría el deportivo y se disfrutaría de mansión, y lo harían de acuerdo a criterios de necesidad y de justicia. Además, debido a la carga de trabajo extra que suponían las nuevas adquisiciones, se hacía necesario reorganizar el existente. Había que tener a punto el coche, limpiarlo, cuidar de la mansión, del jardín… Tenían que destinar a hermanos y sobrinos a esos menesteres.
Algunos de los familiares, que tentados por la relativa libertad que disfrutaba el hijo que trabajaba fuera, pensaron emularle, se encontraron con que era más satisfactorio colaborar en el mantenimiento del deportivo y tenerlo más tiempo a su disposición.
Por supuesto, estos repartos generaron nuevos conflictos, pero lo eran entre hermanos, no con la matriarca. Y desde luego, nadie cuestionó los nuevos bienes de los que todos disfrutaban. Tan sólo el díscolo hijo de siempre, que además de ver aumentada su contribución a la familia, sentía cierto resquemor ante el hecho de que su periodo de disfrute de las cosas que la madre les regalaba, era sensiblemente menor que el del resto. Sus hermanos y su madre le reprendieron por sus protestas. Al fin y al cabo, él tenía dinero propio, y podía gastarlo como le conviniese.
Y las nuevas dádivas que la respetable señora iba añadiendo, para solaz y disfrute de los suyos, fueron aumentando, e igualmente lo hacían los gastos. Tanto que se vio obligada a aumentar la suma que, ya de modo regular, pedía prestada a sus vecinos. Y para pagar los préstamos anteriores, debía pedir nuevos préstamos. ¿Pero qué más daba? ¿No era cierto que su familia disfrutaba y tenía derecho a hacerlo? ¿Y no era también cierto que nunca faltaba quién prestara dinero?
Pero llegó el día en que sus vecinos sufrieron un periodo de vacas flacas, y exigieron que se devolviese lo debido. Comenzaron a escasear los vecinos que tuviesen dinero extra que prestar, e incluso el hijo que trabajaba fuera, vio reducidos drásticamente sus ingresos.
Pero los gastos no hacían más que aumentar. La anciana señora se reunió con sus vecinos y les prometió que les pagaría la deuda. Nunca les había fallado, pero que necesitaba más dinero.
«¡Ay, señora!», le dijo su mejor amigo. «Ya nos gustaría prestarle todo el dinero que pide, pero nosotros estamos en la misma situación que usted, y algunos peor. Así que necesitamos que nos devuelva ya nuestro dinero».
Y como no lo tenía, acudió al terrateniente de la zona, el alcalde del pueblo, que los gobernaba a todos de forma similar a como ella cuidaba de su familia.
«Yo le puedo dar algo de dinero para que pague sus deudas, señora», le contestó el prócer. «Al fin y al cabo yo soy uno de sus acreedores. Pero me tiene que dar pruebas de que me lo puede devolver. Va a tener que suprimir algunos gastos para poder hacer frente a sus obligaciones».
«¡Ay, señor!», replicó la dama. «¡Cómo voy a negarles a los míos aquello por lo que tanto han trabajado! Muchos aún no han podido pasearse con el deportivo, a pesar de que se lo había prometido…»
Sin embargo el alcalde era inflexible y las condiciones estaban puestas. La anciana cedió a regañadientes, aunque en el fondo ya planeaba cómo eludir tan injustas exigencias. Un hombre tan cruel no merecía otra cosa.
Aunque era cierto que ya no quedaba dinero, así que reunió a los suyos y les expuso lo que había planeado. El césped de la mansión, incomprensiblemente descuidado a pesar de la cantidad de personas a las que se había asignado para trabajar en él, dejaría de recibir abono y agua. Del mismo modo, se venderían los muebles del desván y no se llenaría el depósito del deportivo más que una vez a la semana. Eso conllevaría sacrificios para todos, pero era necesario para reducir gastos.
Pero mucho más importante y necesario, el hijo que tenía ingresos debería entregar una cantidad más, una importante suma, para pagar la deuda.
«Es que que mis ingresos ya se han reducido mucho. Si se me quita más dinero, no me quedará prácticamente nada. No me compensa trabajar». Ante tan indignante muestra de egoísmo, su familia no pudo contenerse y se le reprendió con dureza. «¡Qué falta de solidaridad! ¡Todos nuestros problemas vienen de la codicia! De nuestros vecinos que exigen que les devolvamos su dinero y de nuestro hermano que no quiere compartir el suyo».
El anciano que me contó esta historia no terminó su relato. Afirmaba que se había ido del pueblo cuando los hermanos comenzaron a pelearse entre ellos y a pincharle las ruedas a los coches para protestar porque no les dejaran a ellos usarlos. Parece ser que el hermano negociante fue visto en otro pueblo lejano, tratando de montar un puestecillo, aunque hay quien cuenta que fue apaleado por sus furiosos hermanos, ante la mirada impasible de su madre, el día que comunicó apesadumbrado que su fuente de ingresos se había agotado."

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