Juan Rallo analiza la zombificación de la economía y lo que esto conlleva, fruto de las políticas keynesianas de "estímulo" estatales.
Desgraciadamente, como no podía ser de otra manera, estas negativas consecuencias le son adjudicadas al capitalismo, lo que no puede ser más erróneo, pues justamente es lo contrario.
Artículo de El Confidencial:
Foto: EFE.
La Gran Recesión fue contrarrestada mediante la adopción generalizada de planes de estímulo fiscales y monetarios: el propósito de tales actuaciones era conseguir que la depresión resultara lo menos traumática posible para la ciudadanía, esto es, evitar una liquidación desordenada de la economía.
Y, ciertamente, las liquidaciones desordenadas son harto peligrosas por cuanto pueden llevarse por delante no sólo a aquellas compañías irreflotables, sino también a muchas otras cuya bancarrota no resulta realmente imprescindible para sanear el aparato productivo. En otras palabras, una liquidación desordenada puede hacernos pasar de una necesaria reestructuración de la economía a una sádica tortura de la misma. Ahora bien, que una liquidación desordenada de la economía comporte riesgos no debería llevarnos a olvidar que el abuso de los estímulos fiscales y monetarios también los acarrea.
Por un lado, el sobreendeudamiento estatal expone al sector público a la suspensión de pagos, lo que dispara los tipos de interés y hunde la inversión interna: en España —y, en general, en la periferia europea— hemos padecido muy de cerca este tipo de perniciosos efectos que a punto estuvieron de hundirnos a lo largo de 2012.
Por otro, el abuso de los estímulos estatales para relanzar la actividad económica también conlleva otro potencial riesgo: mantener artificialmente con vida empresas improductivas e incapaces de cubrir el coste del capital que las está financiando. A estas empresas se las conoce dentro de la literatura económica como ‘empresas zombi’: compañías que en circunstancias normales habrían quebrado para así permitir que sus factores productivos se recoloquen en otras compañías más eficientes pero que terminan medrando merced a unos ingresos dopados por el dinero del contribuyente —derivados de las políticas fiscales expansivas— y a la laxa refinanciación de sus pasivos —merced a políticas monetarias acomodaticias—.
La atonía de la actual fase de recuperación en muchas partes del planeta está reavivando el interés académico por este riesgo de zombificación de la economía. Sin ir más lejos, esta misma semana, la OCDE apadrinó un estudio en el que se pone de manifiesto el notable incremento del porcentaje de empresas zombis en la mayoría de países desarrollados a lo largo de la Gran Recesión: tanto si lo medimos en términos de número de empresas, de trabajadores empleados o de stock de capital retenido, las empresas zombis se disparan (especialmente en la periferia europea). En el caso particular de España, se triplican hasta copar más del 15% de todo el capital acumulado en nuestra economía.
Fuente: Confronting the Zombies (2017). OCDE.
La preponderancia de empresas zombis, esto es, de empresas radicalmente ineficientes, es enormemente problemática no sólo por sus implicaciones más evidentes —a mayor peso de las empresas zombis, menor será la productividad media de esa sociedad—, sino porque terminan parasitando el resto de la economía a través de dos circuitos.
En primer lugar, las no rentables empresas zombis mantienen artificialmente inflada la demanda de los recursos que emplean, lo que engorda los precios de esos recursos por encima de su productividad real: y, al hacerlo, dificultan el nacimiento y el crecimiento de las empresas sanas, las cuales ni tienen capacidad ni disposición a abonar unos costes por encima de la productividad real de esos recursos. Por ejemplo, si una empresa zombi retiene a periodistas infladamente bien pagados, el salario de los mismos no se ajustará a la baja, lo que impedirá que surgen nuevos proyectos periodísticos susceptibles de contratarlos a costes más realistas. En este sentido, la propia OCDE halló en un informe previo que, en aquellas industrias con una mayor presencia de empresas zombis, las empresas sanas tendían a invertir en menor medida y a contratar a menos personal: los zombis encarecerían el coste de la inversión y los no zombis respondían invirtiendo menos.
En segundo lugar, las empresas zombis también pueden acaparar la financiación que alternativamente habría ido a parar a las compañías sanas. Si, como cabe esperar, la mayoría de empresas zombis son deudores de la banca (pues la banca suele hallarse en el origen de la expansión crediticia que da lugar a la sobreinversión en aquellas empresas que, cuando colapsa el burbujismo expansivo, devienen zombis), ésta tendrá fuertes incentivos a esconder su basura debajo de la alfombra contable: en lugar de reconocer las pérdidas latentes en su balance y de forzar la liquidación de los muertos vivientes, muchos bancos optarán por proporcionar refinanciaciones sine die a sus deudores insolventes; unas refinanciaciones que proceden de reducir el crédito disponible para nuevos proyectos o empresas sanas. De nuevo, la OCDE encontró en otro informe previo evidencia provisional de que el acceso a la financiación suele estar más limitado en aquellos sectores vinculados a bancos al borde de la insolvencia debido a su excesiva exposición a empresas zombis.
En definitiva, las empresas que sobreviven merced a la respiración asistida que les proporciona el Estado están lastrando el desarrollo de las economías desarrolladas: por un lado reducen el volumen de inversión en nuevos proyectos empresariales (menor acumulación de capital) y, por otro, sesgan esa inversión hacia las empresas más improductivas (menor productividad). De acuerdo con la propia OCDE, acabar con las empresas zombis permitiría incrementar tanto la inversión como la eficiencia conjunta del sistema: y uno de los países con mayor porcentaje de empresas de ultratumba es justamente España (después de Grecia e Italia). Como ya expliqué hace un año, nuestras economías no necesitan más estímulos keynesianos, sino más economía de mercado.
Y es que nunca deberíamos olvidar que el capitalismo es un sistema económico donde no sólo resulta esencial recompensar a quienes generan valor, sino también penalizar a quienes lo destruyen. El capital —el ahorro del conjunto de la sociedad— debe dirigirse en cada momento hacia aquellos proyectos que generan una mayor riqueza, no quedarse estancado en aquellos otros que la dilapidan. Y para que el capital pueda migrar entre unas y otras empresas resulta fundamental que las compañías improductivas quiebren. Sin quiebras, no hay capitalismo: hay burocratización corporativista. Por desgracia, a lo largo de esta crisis, los Estados han priorizado el “rescate” de las compañías fallidas —especialmente, de aquellas con mejores conexiones políticas— frente al reajuste de la economía: sus políticas sobreestimulantes liberaron la plaga de los zombis que hoy pagamos en forma de menor inversión, menor productividad y menor desarrollo. Dejemos de apostar por los estímulos y apostemos por el libre mercado.
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