Juan Pina analiza la cuestión de la importancia del relato y la hegemonía en Occidente, y especialmente en España del relato comunista y anticapitalista, para sorpresa de los europeos que han sufrido el comunismo.
Artículo de Voz Pópuli:
Recuperar el relato. Gtres
Tengo para mí que el comunismo no triunfó como ideología política en la franja que va del Telón de Acero a Rusia. Entre Berlín oriental y las fronteras de Europa con el imperio soviético, fue éste quien lo impuso por la fuerza, con el indigno beneplácito que un Occidente exhausto firmó en Yalta. Tras vencer a uno de los dos totalitarismos brutales aliándose con el otro, le entregó a ese otro media Europa. En Rumanía muchos de quienes tienen edad suficiente te cuentan que apenas había comunistas en el país, que prácticamente hubo que improvisar el partido tirando de extranjeros diversos y de asesores enviados por Stalin. Pero que, como en el cambalache de Yalta los occidentales habían preferido salvar Grecia, pues a Rumanía le tocó ingresar en el bloque liderado por Moscú. Primero se estableció un comunismo bastante alineado con la URSS, pero después el régimen se distanció para montar su propia satrapía autóctona con el inculto zapatero Nicolae Ceaușescu al frente. La decepción de los rumanos respecto a Occidente duró décadas, por no liberarlos y entregarlos maniatados a Stalin.
En los demás países de la zona, cada experiencia es única pero no me parece arriesgado afirmar que, en efecto, el comunismo no ganó en el terreno de las ideas: que su imposición inicial y, sobre todo, su continuidad durante más de cuatro décadas, fue producto de la geopolítica de bloques y no de la voluntad general. Prueba de ello fue la persistencia de las metaideologías que, culturalmente latentes durante décadas de represión, afloraron de inmediato al hundirse el relato oficial socialista: la liberal en Checoslovaquia, la democristiana en Polonia, podríamos decir que la socialdemócrata en Alemania oriental, y transversalmente la nacionalista en muchos de los países, sobre todo en los Balcanes. Cuando Gorbachov empezó a abrir la mano, lo primero que voló fue el comunismo de aquellos satélites donde se había inoculado desde el poder pero chocaba con el sustrato cultural, con el recuerdo de los valores de las generaciones precedentes.
Los europeos del Este que venían poco después de la caída del Muro solían llegar a una misma conclusión al analizarnos, una conclusión que les sorprendía y preocupaba. Descubrían que donde sí había triunfado el socialismo en la guerra ideológica… ¡era aquí, en Europa occidental! Y más que en otros países, en España. Es lógico. En España, históricamente, apenas habíamos tenido capitalismo, quitando algún alto horno en el Norte y algún telar en el Nordeste. Aquí lo que habíamos tenido siempre era una insufrible combinación de colectivismos y estatismos. Por un lado, habíamos tenido como en todas partes una izquierda fuertemente colectivizadora y estatólatra; pero es que además nuestra derecha lo había sido en igual —si no superior— medida. Desposeídos de sus respectivos maquillajes y jergas, los relatos de un falangista y de un comunista presentan pocas diferencias. Por más que ambos sean capaces de matar y morir por esas diferencias, son insignificantes. Para ambos, el Estado debe poseer, organizar y planificar casi todo, proveer a los ciudadanos y quedarse a cambio con el grueso de la riqueza que generen. Gran parte de nuestros conservadores de hoy son nietos de falangistas, y encima abogados del Estado. Cuánta falta hacen los abogados… de la otra parte: del individuo.
Pero el fenómeno no es sólo español, por supuesto. El auge de la nueva socialdemocracia centroeuropea y nórdica, presentado como una supuesta tercera opción entre el capitalismo de libre mercado y el socialismo real, instituyó un paradigma que a todos los europeos nos está costando mucho superar. A lo que España y Portugal se incorporaron a mediados de los setenta fue precisamente a ese paradigma, justo cuando empezaba a agotarse. Los portugueses han sabido adelantarnos y tienen hoy una posición mejor que la nuestra tanto en el índice de libertad económica como en el de libertad moral. Nosotros no nos quitamos de encima el colectivismo ni el anticapitalismo, porque nuestra izquierda es de las más puristas y menos actualizadas (y cuando se sale del guion le brota al lado un Podemos enorme) y porque nuestra derecha sigue anclada en el sustrato de sus antecesores: el pensamiento social falangista y nacional-católico, hoy con estética y terminología socialdemócrata.
En el último lustro y pico, desde el 15-M, hemos vivido una acelerada involución cultural hacia más colectivismo y estatismo todavía. Es mundial, sí, pero aquí más. En 2013, un estudio de la fundación del BBVA arrojaba ya un dato espeluznante: el 74% de los españoles (frente a sólo el 18% de los europeos) rechazaban de plano el capitalismo. En 2015, el estudio mundial de Pew Research situaba a España como la sociedad más anticapitalista del mundo, aunque seguida de cerca por Grecia. Tiene bemoles que los españoles se consideren anticapitalistas, y que así se denomine una de las principales facciones de Podemos. ¿Antiqué? ¿Capitaqué? ¡Pero si aquí ni hay de eso, ni lo ha habido ni se le espera! Nuestros populistas a ambos extremos del espectro ideológico se han inventado un capitalismo inexistente, el espantapájaros “neoliberal” que agitan ante sus huestes como antaño se invocaba al Coco para dormir a los niños. Aquí lo que sí ha habido en grandes cantidades son empresaurios exitosos en las malas artes del cabildeo subvencionador, del politiqueo ventajista y del crony capitalism. Junto a ellos, es de justicia recordarlo, infinidad de empresarios (sobre todo pequeños) luchan a brazo partido en la sociedad más adversa y refractaria a su acción. Y están solos.
Están solos porque los partidarios de un mercado libre, vertiente económica de una sociedad libre y de una cultura libre, somos pocos y lo publicitamos fatal. Ahora que tanto se habla de story telling, de la importancia del relato, debemos reconocer que, en España, los defensores del capitalismo no lo tenemos. Urge recuperar el relato, empezando por rehabilitar la propia palabara “capitalismo”. Urge impulsar el reconocimiento social a la función empresarial y a su ejercicio independiente del poder político, y hacerla aspiracional en una sociedad que no puede seguir dándole la espalda.
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