Juan Rallo analiza la cuestión de la renta básica y la renta mínima, exponiendo en qué consisten y por qué una no debe aplicarse, y la otra tampoco bajo el sistema actual en España (y bajo qué circunstancias podría ser aplicable).
Artículo de El Confidencial:
Foto: EFE.
Los conceptos de renta básica y de renta mínima suelen confundirse dentro del imaginario colectivo, pero —si empleamos los términos con rigor— son programas estatales con escasas semejanzas. Por un lado, la renta básica es un derecho universal e incondicional a una transferencia de renta por parte del Estado: es decir, todo el mundo con independencia de su situación personal —rico, pobre, parado que busca empleo, parado que no busca empleo, trabajador, capitalista, etc.— sería beneficiario de la misma. Por otro lado, y en contraposición, la renta mínima (de inserción) constituye una transferencia a determinados colectivos en situación vulnerable, normalmente condicionada a que los perceptores hagan esfuerzos por reinsertarse en la sociedad y en el mercado laboral.
Filosóficamente, pues, las diferencias son enormes. Mientras que la renta básica es una forma poco disimulada de articular el parasitismo a través de la legislación estatal (se impone a aquellos ciudadanos productivos la obligación incondicional de sostener los gastos de aquellas otras personas que incluso se niegan a intentar hacer algo útil por la sociedad), la renta mínima se parece más a una especie de seguro público obligatorio (cada ciudadano es forzado a pagar periódicamente una prima para tener derecho a recibir una indemnización en aquellos casos en los que, debido a circunstancias ajenas a su voluntad, no puede subsistir por sus propios medios).
Económicamente, las diferencias también son muy notables. Mientras que implantar una renta básica supondría un coste cercano a los 190.000 millones de euros (el 17,5% del PIB), establecer una renta mínima acarrearía unos desembolsos públicos de entre 6.000 y 15.300 millones de euros (entre el 0,5% y el 1,4% del PIB) según los requisitos para su cobro fueran más o menos exigentes. En otras palabras, mientras que una renta básica de esa magnitud resulta completamente infinanciable (su coste es superior a toda la recaudación de IRPF y de IVA conjuntamente), la renta mínima sí podría ser asumida por las arcas públicas en el medio plazo.
En suma, la renta básica es un disparate inmoral y empobrecedor; la renta mínima, en cambio, es una medida que, según cómo se configurase, podría resultar razonable. De hecho, en mi libro 'Contra la renta básica', dejo muy clara mi oposición frontal, por razones tanto filosóficas como económicas, a la renta básica pero, por el contrario, expongo la potencial compatibilidad entre la renta mínima y una sociedad liberal de Estado limitado. En tanto en cuanto el Estado siga existiendo y continúe desarrollando algunas funciones restringidamente asistenciales para su población, una renta mínima condicional y subsidiaria que evite que las personas caigan en la pobreza absoluta por causas que les son inimputables constituye una sensata red de seguridad de última instancia.
¿Significa todo ello que deberíamos implantar de inmediato la renta mínima de inserción en España? No. A día de hoy, la mayor parte de la pobreza que persiste en nuestro país no es una pobreza que se deba a la incapacidad subjetiva de muchos ciudadanos para integrarse productivamente en la sociedad, sino debida a las asfixiantes regulaciones y a los confiscatorios impuestos del Estado que impiden que muchas personas se integren productivamente en la sociedad.
Por ejemplo, ¿por qué la tasa de paro o la tasa de temporalidad españolas —los dos principales determinantes de los bajos ingresos de las familias españolas— duplican o incluso triplican las de muchos otros países de nuestro entorno? ¿Lo hacen porque los españoles son peores que los irlandeses, que los ingleses, que los suizos o que los alemanes a la hora de trabajar? No: lo hacen porque padecemos una normativa laboral que entroniza el desempleo y la temporalidad; esto es, una normativa laboral profundamente antisocial. Y del mismo modo que hablamos de las trabas laborales, también podríamos referirnos a todas aquellas barreras regulatorias de entrada en multitud de sectores (energía, banca, educación, farmacéutico, transporte, construcción, etc.), cuyo principal —y acaso único— propósito es el de proteger de la competencia el cortijo de los 'lobbies' empresariales.
La renta mínima podría cobrar sentido dentro de un mercado libre para evitar situaciones transitorias de completo desamparo: en cambio, dentro de un Estado mastodóntico cuya mórbida adiposidad es justamente lo que condena al desempleo o subempleo estructural a millones de personas, carece de toda lógica. El mensaje no debería ser: “Acepto que me coloques una camisa de fuerza y unos grilletes en los pies siempre que luego me alimentes mediante suero”. El mensaje debería ser: “Quítame todas las restricciones legales que me impiden salir adelante por mí mismo y solo si fracaso proporcióname sustento”. En las actuales condiciones, la renta mínima no es más que una forma de paliar algunas de las consecuencias más nefastas del intervencionismo estatal: de ahí que la prioridad política debería ser la de acabar con ese desastroso y pauperizador intervencionismo en lugar de subsidiarlo mediante transferencias de renta a sus víctimas.
Minimicemos el tamaño del Estado, recortemos enérgicamente los impuestos, liberalicemos de raíz la economía y solo entonces planteémonos aprobar una renta mínima para aquellas muy pocas personas que se mantuvieran en la pobreza.
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