Javier Benegas muestra la pantomima de las próximas elecciones del 21D en Cataluña que nada cambia ni resuelve.
Artículo de Voz Pópuli:
Votad, votad, malditos. EFE
Pierdan toda esperanza en los partidos y su capacidad para abordar el problema del nacionalismo: todos son parte del problema, aunque se presenten a sí mismos como solución definitiva. Recuerden las últimas elecciones generales, donde Mariano Rajoy no se cansó de repetir que lo que necesitábamos para volver a atar los perros con longanizas era un gobierno estable; es decir, un gobierno del PP o, dicho más claramente, otros cuatro años de rajoyismo. Al final se llevó el gato al agua y, aun en minoría, pudo formar un gobierno cuyo único gran logro ha sido aprobar los presupuestos.
Con el problema del nacionalismo catalán sucederá tres cuartos de lo mismo. El bálsamo de Fierabrás es una cita electoral, donde los partidos intentarán hacerse con un buen trozo de la tarta. Después, sea cual sea el resultado, seguiremos poco más o menos donde solíamos. Porque, aunque esté prohibido decirlo, en democracia no todo se resuelve votando. De hecho, en algunos casos, votar sólo sirve para agravar los problemas o, a lo sumo, para dispersar momentáneamente y de manera engañosa la energía del hartazgo.
El problema de Cataluña, como otros problemas graves, tiene más que ver con la madurez de la sociedad y el respeto a las leyes que con la conformación de mapas políticos. Cuando las reglas no se respetan, y quienes deben aplicarlas no lo hacen, votar se convierte en un subterfugio: es pasar de puntillas por encima del problema, generando una imagen falsa de normalidad democrática. Después de todo, ¿qué sentido tiene volver a lanzar los dados si nadie está dispuesto a afrontar el problema con todas sus consecuencias? ¿De qué servirá, en el mejor de los casos, arañar unos cuantos votos al nacionalismo si el horizonte sigue siendo el apaño?
El precedente de lo que puede suceder después del 21 de diciembre es muy reciente. La aplicación del artículo 155 apenas ha golpeado la superestructura nacionalista. En realidad, han sido los tribunales los que algo han hecho a este respecto. Pero pronto también caerán en su propia parálisis, la de una justicia secularmente lenta cuyas sentencias se eternizan. ¿Quién se acordará de Puigdemont dentro de diez años?
Entretanto, en TV3 sigue el agitprop y, durante la pasada huelga general en Cataluña —sabotaje general, mejor dicho—, un puñado de radicales colapsaron carreteras y vías férreas de manera impune. La orden dada, ya no desde la Generalitat sino desde el mismísimo Ministerio de Interior, fue tajante: evitar cualquier acción comprometida por parte de las fuerzas de seguridad. Resultado: decenas de miles de ciudadanos pagando de su bolsillo, con tiempo, dinero y paciencia, la dejación de funciones de un Estado que, aun con el 155 mediante, sigue sin cumplir sus obligaciones. ¿Para qué pagan impuestos entonces?
La montaña de la indignación que ha generado el órdago secesionista logró que PP, PSOE y Ciudadanos parieran mediante cesárea el ratón del 21-D desde el vientre estéril del 155. Una solución a la que se han sumado con entusiasmo el resto de partidos, incluidos secesionistas, antisistema y oportunistas. En realidad, las elecciones son un alivio momentáneo, una válvula de emergencia con la que rebajar la presión en el corto plazo… para que a medio plazo poco o nada cambie o, peor, la situación continúe degradándose tal y como ha venido sucediendo desde hace demasiado.
Con todo, lo peor es que los llamados constitucionalistas parecen dar por bueno que el secesionismo se combata por la vía de la política, dejando la legalidad, el Estado de derecho y sus salvaguardias en un segundo plano, como le gusta a la joven, y no tan joven, progresía posmoderna. Lamentablemente, las leyes no están para resolver conflictos sino para poner orden. Y el orden resulta antipático y, además, exacerba el desafecto. El infantilismo tiene estas puñetas.
Así pues, la anomalía de un Estado de derecho inoperante quedará silenciada por el ruido electoral del 21 de diciembre. Pronto, muchos creerán que el caos no se conjura aplicando las leyes sino votando alegremente. Que las elecciones sirven tanto para un roto como para un golpe de Estado. Frente a esta solución indolora, advertir que sin leyes la democracia no funciona resulta de los más inoportuno. Los partidos no quieren aguafiestas, tampoco verdades incómodas, sólo repartirse la tarta.
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