lunes, 7 de abril de 2014

Contradicciones cargadas de ideología

Raquel Merino muestra distintas contradicciones ideológicas muy presentes hoy.

Artículo del Instituto Juan de Mariana

"La izquierda es esencialmente antipersona, egoísta, grupal y violenta hasta más no poder.
Una persona violenta (que no sea un asesino en serie furtivo) consigue pocos resultados positivos con su acción; pronto será anulada. Pero un grupo violento es mucho más efectivo. De ahí su amor al colectivismo: por lo único por lo que aman al prójimo es para ser más y más fuertes. Que son maestros del engaño, sofistas manipuladores de la palabra y que manejan ingentes cantidades de recursos humanos y económicos (sí, especialmente monetarios) para alimentar y engordar su abyecta propaganda, además de sus agradecidos estómagos, es sobradamente conocido.

Que sus mantras (o" memes") van al corazón de la "ciudadanía" es igualmente sabido, pero su pretendido cientismo, con sus Galbraith, Krugman, Stiglitz, Sachs en la vanguardia, nos lleva a plantearnos no sólo la solidez de sus exigencias más reivindicativas (la "calle"), sino la solidez de sus teorías.

El mes pasado me referí a una de las contradicciones del socialismo: la simultánea defensa de la libertad (positiva) y de la "diversidad". No voy a insistir mucho más en los argumentos que ya espeté: diversidad, sí, siempre que ellos la sancionen y la glorifiquen. Al resto de personas no le conceden ninguna libertad.

El número de contradicciones es casi infinito y, desde luego, muy cansino. Me ceñiré fundamentalmente a casos de la macro y microeconomía. Lo que tienen en común estos mensajes es que siempre son antipersona y antimercado, recordemos. Y tengamos presente también que mercado, por más carga negativa que se le quiera imputar, no es sino la libre agrupación de personas para intercambiar, especializarse y crear valor. Por este grupo o "colectivo" que intercambia libremente no sienten la menor simpatía. No lo pueden dominar ni emplear como instrumento arrojadizo de coacción. Es un grupo extremadamente heterogéneo, no organizado (no existe una conciencia de pertenencia) y esencialmente pacífico. Lo atacan sin conmiseración. Así que en su odio al mercado o individuo, como veremos a lo largo de todo este repaso, son la mar de consistentes: no importa lo razonado del argumento (éste es sólo un medio para el fin citado), no importa si hoy dicen "A" y mañana "B".

Las crisis económicas y su contrapunto, las épocas de auge, son muy propicias para la proliferación de mensajes alarmistas.

En los auges económicos, proliferan monsergas que hacen hincapié en el exceso de consumo. Hablamos del terrible "consumismo", algo que se repite una y otra vez en las fiestas de Navidad. Autores como Galbraith nos recuerdan lo negativa que es la publicidad como engañabobos de inocentes despistados que compran por doquier (especialmente, en épocas de bonanza, claro). Es la orgía del consumo. El materialismo se impone a la solidaridad. Al tiempo que se sobreconsume, el mercado provee muchos bienes inútiles en esa época de producción desenfrenada. Desde la oferta (el empresario), además, se fuerza al consumidor a despilfarrar en casi cualquier cosa. Se pone de manifiesto una ineficiencia en el uso de recursos productivos debido a la oferta creciente de bienes absurdos. El despilfarro, por el lado de la demanda, apuntala la pérdida de bienestar social: ese dinero malgastado podría estar "mejor repartido" entre la sociedad, de manera más solidaria, aumentando el bienestar social.

El consumo, más allá de para fines realmente básicos, no está precisamente bien visto por la economía del bienestar. Pero en plenas burbujas económicas, no pueden criticar al mercado por su escasez (pobreza), sino por su exuberancia y por la propagación de valores más mundanos.

Pero y qué pasa cuando llega la crisis o recesión. ¿Cómo puede ser esto? Cambian las tornas. El consumo está por los suelos, la producción se contrae y el desempleo gana enteros. Emergen las teorías del subconsumo. Hay que revitalizar la economía como sea. La redistribución es un buen mecanismo. Consumir más allá de niveles que satisfagan necesidades más básicas (¿cuáles son éstas?) es de mal gusto. Se debe acudir a las transferencias de recursos desde los más adinerados (poderosos) a los menos con el fin de alcanzar mayor bienestar personal (y social). El Estado forzará la igualdad a través de la redistribución. Así es como personajes como Beveridge, impulsor del estado redistribuidor británico en los años 40, o Keynes (con la propensión marginal al consumo y redistribución a través del presupuesto) son tan complementarios.

En las crisis, la economía está paralizada. Los ricos, que no tienen dónde invertir en una economía en retroceso, asimismo consumen de sus rentas proporcionalmente menos que los pobres. Quitemos a unos para dar a otros y que consuman, que consuman como locos. Lo que sea, no importa, pero que consuman. La economía dejará de estar agarrotada.

Así nos topamos con que, según qué fase del ciclo, el consumo se vilipendia o se implora.
Por último, voy a detenerme en el marco regulatorio, que también da enorme juego. Si nos paramos a analizar la exposición de motivos de la legislación de competencia con la que se interviene la empresa por abuso de posición dominante, hallaremos sesudos y solidarios argumentos, todos ellos orientados, en teoría, a garantizar el bienestar del consumidor, siempre indefenso ante el egoísta y acaparador productor.

De nuevo, emerge la misma visión paternalista que ante la publicidad. El consumidor es tonto y por eso le engañan. Pensemos en las políticas sociales, monopolizadas por el Estado. En defensa de las políticas educativas del estado de bienestar, se asume que las élites políticas e intelectuales (despotismo) han de velar por los contenidos que deben recibir de forma uniforme los hijos secuestrados de sus padres para ser instruidos como colectivo y de manera inequívoca en "socialismo". El padre, como el consumidor, es tonto. Pero puede votar cada cuatro años para decidir no sobre su propio futuro y el de sus hijos (no le dejan), sino sobre el de los demás. Al parecer, sí está facultado para decidir lo que atañe a su vecino (la nación), pero no para lo que le conviene a él (que es lo que le tocaría, dado que sólo él sabe cuáles son sus planes). Bonita paradoja, señores. ¿No será que quienes nos toman por tontos son el Estado, los políticos, los burócratas y colectivos que viven del presupuesto?

El Estado no sólo crea monopolios propios, como los de provisión de servicios públicos como la sanidad, pensiones o educación, sino que los fomenta en áreas productivas de la economía (telecomunicaciones). Siempre en defensa del ciudadano o del consumidor, arguyen. El mercado abusaría del desvalido en caso contrario.

Según la teoría económica que sirve de coartada para el regulador, lo ideal es que en un sector determinado y dado, todos los productores produzcan lo mismo, sin diferenciar el producto y al mismo precio. También es ideal que sean productores pequeños que no tengan rentabilidades que exceden la tasa de beneficios de toda la economía. Y qué tiene esto de ventajoso para el consumidor. Si un empresario en un sector no está produciendo conforme a este modelo está ejerciendo, según afirman estos teóricos, prácticas desleales contra el consumidor y el resto de productores (barreras de entrada). El consumidor ve reducir su bienestar social porque en las formas monopolistas, los productores cargan mucho precio y restringen la producción (la OPEP, por ejemplo). El monopolista vende menos unidades de las que podría de no querer llenarse las manos de vil metal.

Cuál es el perjuicio al consumidor: más precio, menos cantidad y variedad de bienes de la misma categoría. Aunque no es el sitio para rebatir esto, pensemos en si Apple, bastante "monopolista" él, está impidiendo, por más que efectivamente venda caro (a gente encantada de pagar ese precio), que en su sector bajen los precios y se incrementen de manera abrumadora y gozosa para el consumidor los bienes tecnológicos de la categoría en la que esta compañía es vanguardia. Ellos son los líderes (o lo han sido hasta ahora) y otros, con otras propuestas de valor diferente, les han seguido, vigorizando el sector y satisfaciendo deseos de individuos con otro perfil comprador (y nivel adquisitivo) a precios cada vez más menguantes y atributos de producto cada vez mejores. Y todo gracias al vil metal. Quién en su sano juicio va a invertir en I+D en un sector moribundo, que no tiene el menor potencial creador, que da beneficios pírricos porque ya no hay forma de estirarlo más y está agotado...

Pero efectivamente parece que al Estado no le gustan los monopolios. Pero... ¿qué demonios es el Estado? El mayor monopolio privado (personas) que existe. A diferencia del impersonal, voluntario, dinámico y pacífico mercado, se legitima a través de la violencia institucional y sistemática (y buenas dosis de demagogia, eso sin duda). Valga la diferencia... Pero además: ¿Qué hace el Estado sino crear monopolios en los campos de la salud, la cultura, la educación, las infraestructuras, etc.? ¿Qué hace el Estado sino impedir disrupciones tecnológicas en áreas que, como la energía, tiene regulada hasta la saciedad, impidiendo la competencia y favoreciendo a las empresas establecidas? ¿Qué hace el estado sino imposibilitar que en campos estratégicos y básicos para el ser humano como la salud, la creación de conocimiento o la energía se creen nuevas formas de producción, nuevos bienes y servicios, más empleo y especialización? ¿Quién está impidiendo variedad experimental (prueba y error) a precios cada vez más reducidos? ¿Quién está empleando sus instrumentos de regulación y de política fiscal (de redistribución de rentas) para beneficiar a ciertos sectores o empresas? ¿Quién está haciendo que el individuo, el que parecía importar en todo este tinglado, se vea limitado en los servicios y bienes que podría disfrutar en una economía creativa, y constreñido en sus opciones, ahora que el conocimiento está disponible de manera prácticamente gratuita y es la clave de la creación de valor y progreso en la economía?

Hace unos días, Adolfo Lozano se preguntaba que quiénes eran más asesinos: si la enfermedad del SIDA o la enfermedad del gobierno. Aniquilan la libertad, no permiten experimentar a través de la diversidad y las personas (ellos los llaman "ciudadanos") lo pagan en sus débiles carnes."

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