sábado, 6 de diciembre de 2014

El capital en el siglo XXI

Carlos Rodríguez Braun analiza el libro de Thomas Piketty y sus muchas deficiencias.


Artículo de El Cultural:

Este libro, un voluminoso tratado sobre la desigualdad que se ha convertido en un notable éxito editorial y mediático, está bien escrito y carece de complejidad analítica, excluidas unas fórmulas muy elementales; es de lamentar que, como sucede también en el original francés, no haya índices de nombres y materias, siempre útiles y sobre todo en una obra tan extensa; si usted se maneja bien en inglés, le recomiendo la magnífica edición de Harvard University Press.

Igual que en El Capital de Marx, Thomas Piketty (Clichy, Francia, 1971) anuncia el descubrimiento de una ley histórica -para una vieja y diestra refutación de este arrogante dislate conviene leer La miseria del historicismo de Popper en Alianza. Pero no recomienda la revolución violenta, menos mal, sino la reiterada y políticamente correcta receta de salvar al capitalismo del socialismo…socializándolo, es decir, con aún más intervención para ponerlo a resguardo de la ley r > g, es decir, el rendimiento del capital es mayor que el crecimiento de la economía, y esto provoca desastres sin límite.

En este libro lleno de datos y gráficos no hay demasiados argumentos. De entrada, no termina de explicar por qué es tan alarmante que Amancio Ortega sea cada vez más rico. Además, no explica por qué hay tantos ricos tan ricos, posiblemente porque le falta una teoría del factor empresarial. Anthony de Jasay recuerda que los ejemplos literarios de Piketty son todos rentistas, y el capital se reduce a activos físicos y financieros, no existe el capital humano ni el factor empresarial, que podrían dar al traste con sus pronósticos. Como dicen Acemoglu y Robinson: “el lector puede tener la impresión de que la evidencia es abrumadora, pero Piketty no se ocupa de contrastar hipótesis, ni de analizar estadísticamente la causalidad y ni siquiera la correlación”.

Estos dos autores, y también Sala-i-Martín (que anota otra omisión de este libro: la riqueza de las personas no incluye los bienes durables, que tienen gran importancia en la riqueza de los más pobres) recuerdan asimismo que los datos de Piketty están sesgados por el peso del valor de las viviendas. No están claras las proyecciones y su teoría hace agua en aspectos cruciales: ni la desigualdad (suponiendo que esté mal) se deriva de su “ley” ni resulta claro que, como apuntan Acemoglu y Robinson “el 1 % más desigual sea la dimensión más relevante para evaluar la igualdad de oportunidades y la asignación eficiente de talento en la sociedad”. Amancio Ortega es cada vez más rico pero no es eso lo que amenaza el porvenir de una España meritocrática y con movilidad social. Piketty no demuestra sus tesis, no analiza bien el papel de los salarios, la productividad y la tecnología, ni prueba la inevitabilidad de una comunidad donde la riqueza prácticamente sólo va a ser acumulada por un puñado de ociosos herederos y, para colmo de males, siempre de las mismas familias.

El gran éxito de este libro estriba en que le brinda al pensamiento único lo que más necesita: una justificación para recortar aún más los derechos y libertades de todos, atemorizándonos ante grandes calamidades que nos aseguran que se van a producir: si hay ricos muy ricos eso puede hasta cargarse la democracia y la prosperidad, proclaman, como si la riqueza fuera incompatible con ambas, como si la desigualdad mayor o menor no fuera compatible con la reducción apreciable en la pobreza, y como si el mayor intervencionismo fuera la única solución concebible y justa.

Hablando de intervencionismo, la corrección política, que desde el FMI y la OCDE hasta Podemos y demás socialistas, pasando por todas las ONGs, partidos y medios de comunicación, proclama que la desigualdad es un peligro mortal, añade a continuación que para conjurarlo basta con quitarles un poco de dinero a un puñado de privilegiados. Pero ese camelo antiliberal nunca es verdad. Piketty no lo oculta. Recomienda un impuesto del 5 al 10 % por año sobre los patrimonios superiores a 1.000 millones de euros, de un 2 % para patrimonios superiores a 5 millones, y del 1 % para patrimonios de entre 1 y 5 millones. Recuerde que “patrimonio” es todo lo que usted tiene, no sólo sus propiedades, también sus ahorros, acciones, su fondo de inversión, su fondo de pensiones, etc.

Y ahora, tachán, tachán, página 576: “una tasa mínima para los patrimonios modestos y medios (por ejemplo, de 0,1 % para aquellos por debajo de los 200.000 euros y de 0,5 % para los de entre 200.000 y un millón de euros”. Tanta “justicia social”, tanta “lucha contra las desigualdades” y al final, como siempre, quieren ir a por usted. 

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