jueves, 18 de febrero de 2016

La trampa de los Derechos Humanos

Carlos López analiza "la desfachatez con la que enarbolan la bandera de los derechos humanos los partidos neocomunistas", cuando sus planteamientos (en nombre de la "igualdad" y la "democracia" lleva a destruir los derechos individuales, haciendo "fracasar clamorosamente los estándares de vida comparables a los que ofrecen las economías de mercado, alcanzando además cotas de corrupción muy superiores". 
Artículo de Actuall: 
Una de las características más llamativas del neocomunismo ad portas es la desfachatez con la cual enarbola la bandera de los derechos humanos (DDHH), a pesar de sus estrechos vínculos con el régimen chavista de Venezuela, de no desdeñar la jugosa financiación de la teocracia iraní o de su incapacidad para votar, en el parlamento europeo, una resolución que califica de genocidio los crímenes del ISIS en Irak y Siria.
Las menciones del líder de Podemos a los DDHH, y concretamente a la Declaración Universal de 1948, no son mero relleno de una retórica poco meditada, sino que constituyen un eje fundamental de su discurso. Ya en el acto de presentación de la formación populista, el 17 de enero de 2014, Pablo Iglesias acusó al gobierno de estar destruyendo los DDHH, al dictado de poderes exteriores. Los objetivos fundamentales del nuevo partido no eran otros que la defensa de “la decencia, la democracia y los derechos humanos”.
En un breve artículo titulado “Podemos: el eterno retorno de los Derechos Humanos”, publicado pocos meses después en la revista Éxodo, Iglesias hace suya la doctrina del comunismo de entreguerras que identifica, contra toda evidencia existente, democracia y socialismo, al que define como la puesta en práctica de los “derechos naturales” del hombre.
Tras las elecciones del 20 de diciembre, Iglesias ha confirmado el papel central del concepto de DDHH en su estrategia política, proponiendo la llamada “Ley 25” de emergencia social, en alusión al Artículo 25 de la Declaración, el cual proclama el derecho de toda persona “a un nivel de vida adecuado” que asegure el acceso a la alimentación, vestido, vivienda, servicios sociales, seguros de desempleo, de enfermedad, de vejez, etc.
Naturalmente, este discurso genera una fácil corriente de simpatía. ¿Quién puede mostrarse indiferente ante el drama de una familia desahuciada, o que sufre un corte de luz por impago? Cuando un político establece como prioridad solucionar este tipo de situaciones desgarradoras, las cuestiones sobre los medios y los costes pasan a un plano secundario, si no se consideran simplemente mezquinas. ¡Las personas son lo primero!, se nos dice.
Que en todo ello hay algo capcioso, sin embargo, se revela en el hecho de que, con el pretexto de aplicar los derechos sociales, la ultraizquierda acaba siempre atacando los derechos individuales. La rotunda afirmación de Pablo Iglesias en un debate televisivo:“democracia es expropiar” (que recuerda inconfundiblemente al “¡exprópiese!” de Hugo Chávez), es un ejemplo claro, entre otros muchos. En nombre del derecho a un alojamiento digno, se pretende violar o restringir el derecho a la propiedad (Artículo 17 de la Declaración), expropiando viviendas para usos sociales o protegiendo a los okupas.
Por supuesto, los populistas, cultivando hábilmente emociones revanchistas, señalan invariablemente a los bancos, los ricos y los especuladores como las únicas víctimas de sus restricciones de derechos, pero son las clases medias las que acaban siendo criminalizadas y expoliadas.
En nuestra cultura occidental, siempre que un gobierno vulnera un derecho, es seguro que lo justificará en nombre de algún otro derecho. El caso más paradigmático es el del aborto provocado, flagrante violación del derecho a la vida (Artículo 3), cuya despenalización total o parcial se pretende derivar de un falaz “derecho a decidir sobre el propio cuerpo”.
El problema de fondo, como expuso Jean-François Revel en su obra Le regain démocratique, tiene su origen en la confusión entre derechos y objetivos, explotada sistemáticamente por el pensamiento progresista dominante; confusión a la que la propia Declaración contribuyó lamentablemente, al emplear el mismo término para unos y otros.
Es sumamente sencillo distinguir entre derechos intangibles y meros objetivos de desarrollo, por muy deseables que puedan ser. Aplicar cualquiera de los derechos enumerados en los veinte primeros artículos de la Declaración (derecho a no ser detenido arbitrariamente, a un juicio imparcial, a la libertad de expresión, a la reunión pacífica, a la propiedad privada, etc.) es factible sin coste alguno, de manera inmediata y en todas partes, porque en realidad no son otra cosa que límites a la acción de los gobiernos.
Por el contrario, los derechos sociales (como el citado derecho a un nivel de vida adecuado, a encontrar empleo, a una educación de calidad, etc.) no dependen sólo de la voluntad política, sino del grado de desarrollo o riqueza de cada sociedad, que es fruto de procesos regidos por lógicas económicas y técnicas; y además su cumplimiento es relativo. Lo que en determinados países o épocas pasaría por un nivel de vida más que decente, resultaría intolerable en otros lugares o momentos históricos.
Al mezclar libertades individuales con deseos igualitaristas, la Declaración de 1948 no sólo pecó de falta de realismo, sino que se convirtió en un instrumento mucho menos eficaz para reclamar el cumplimiento de los primeros, sin por ello favorecer los segundos. El pensamiento dominante asoció la lucha por los DDHH con la causa de la supresión de las diferencias entre ricos y pobres. Pero, como dice Revel, “reducir las desigualdades no tiene nada que ver con la defensa de la libertad; es una tarea en sí, que por otra parte el capitalismo se ha revelado mucho más capaz de llevar a cabo que el socialismo.”
A pesar de ello, los líderes de opinión en Occidente se creyeron en el deber de ignorar o relativizar las violaciones de los DDHH en los países socialistas, al tiempo que mantenían un nivel de exigencia mucho más escrupuloso para las democracias, y también para regímenes autoritarios que permitían mayor nivel de autonomía individual que los totalitarismos comunistas.
Porque otra confusión grave señalada por Revel es la que se da entre libertad y democracia, entendida en el sentido estricto de sufragio universal. Ambas cosas son deseables, pero no identificables. Todos los auténticos derechos del hombre pueden ser respetados incluso en regímenes autoritarios, y de hecho bastantes lo han sido, en mayor o menor grado, en muchas sociedades predemocráticas, desconocedoras del moderno y abrumador intervencionismo estatal. Y a la inversa: que un gobierno sea elegido por el pueblo no garantiza que respetará las libertades fundamentales.
La experiencia demuestra que los países donde en nombre de la igualdad y la democracia se conculcan los derechos individuales, fracasan también clamorosamente, y no por casualidad, en asegurar estándares de vida comparables a los que ofrecen las economías de mercado; y además alcanzan cotas de corrupción muy superiores. Mucho nos tememos que nuestro país acabe comprobándolo en carne propia, si Pablo Iglesias y sus seguidores tienen la oportunidad de aplicar sus tramposas ideas sobre la democracia y los derechos humanos.

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