sábado, 7 de mayo de 2016

'Coños'

Andrea Martos sobre el feminismo y la igualdad. 

Con perdón. El crédito no es mío, sino de Juan Manuel de Prada, que tituló así uno de sus libros en 1995, cuando la corrección política aún no había aplastado la osadía que quedaba en suelo patrio. Años más tarde, la gracia, de haberla, fue a menos y, de titular a porta gayola, pasó a afirmar que el comunismo era consecuencia del liberalismo. Quimeras al margen, descuide lector gentil, no vamos a dedicar estas líneas al ínclito -la vida es demasiado corta-. En esta ocasión nos ocupa una de las más lacerantes y más vergonzosas mentiras de nuestro siglo: el feminismo.
Es una batalla perdida, otra. Batalla, pues el feminismo militante tiene por misión levantar muros, separar; perdida, porque su discurso es potente, como también lo era el de los sans culottes cuando clamaban más por el castigo que por la respuesta en las calles de un Paris ardiendo. Sin embargo, la tragedia no es la fortaleza de su discurso, sino, en este punto, la ausencia del nuestro. La solución no es cambiar de collar, sino no tener dueño. Titulo con ese sonoro sustantivo porque eso es todo lo que hay detrás de toda la perorata feminista. La única justificación del clientelismo de cuota es la peculiaridad genital. Tomar las plazas, lanzar diatribas furibundas contra el hombre… Todo para acabar fundamentando la queja en aquello que dicen rechazar, la discriminación por ser mujer.
El sueño de la razón produce monstruos. Francisco de Goya, hoy más vivo que nunca. Una mujer atemorizada, asediada por una suerte de murciélagos y búhos, ilustra lo que el mismo pintor declaró era la imagen de la multitud de extravagancias y desaciertos que son comunes a toda sociedad civil. Los ejemplos van de lo cómico a lo criminal pasando por lo oportunista. Del primero de los escenarios, el llamado lenguaje inclusivo -a saber, el hablar empleando constantemente el género femenino- es mi favorito. Quizá hable desde el egoísmo capitalista comeniños pero, particularmente, confieso que no me siento incluida en nada en concreto cuando escucho a individuos de todo pelaje desafiar cualquier asomo de gramática. Menos divertido se me antoja el uso partidista e interesado de la mujer, pues acaba convertido más en un lecho de Procusto que en un genuino clamor por la libertad. Ya en el extremo, la culpa del hombre, por hombre, es el doble que la de la mujer gracias a las sucesivas leyes de género que para colmo han sido históricamente ineficaces.
Muy cara a toda clase de socialismos esa frase tan viciada de «haz lo que digo, no lo que hago». Hoy convive un discurso esquizofrénico que lo inunda todo. Mientras el feminismo de carné clama por los privilegios y el empoderamiento, algunas mujeres de primera línea que viven del presupuesto público se mantienen en una vergonzosa minoría de edad intelectual. Afirman no saber lo que firmaron. No saber qué coches había en su garaje. Tampoco dicen no ante una eventual contratación a dedo por parte del adjunto sentimental. ¿Valores o consignas? Consignas.
Valores -valor, mejor, coraje- los de Simone Weil, revolucionaria antiestalinista que murió de hambre, enferma de tuberculosis, pues se negó a recibir los alimentos y los medicamentos que sus compañeros no recibían. Weil habría leído años atrás aquello terrible de La Boétie sobre la sumisión al Estado y seguramente lo recordaría hasta el final de sus días: «No es siquiera preciso quitarle nada, que basta con no dárselo; que no hay siquiera necesidad de que el país se moleste en hacer nada a favor de sí mismo, que basta con que nada haga en contra de sí mismo».
Yo estoy a favor de la igualdad. Sí. A favor de la igualdad ante la ley, no mediante la ley. Mi feminismo es el de esa mujer anónima que cada día demuestra en su casa, en su trabajo, en sus proyectos e ideas que no necesita otro Padre ni otro (Gran) Hermano. En la España de 2016, la mujer puede acceder a cualquier carrera profesional, ocupar cargos de responsabilidad y votar y opinar con la misma legitimidad que el hombre. Y aún hay más, pues es la propia sociedad la que muestra su severa condena cuando así no sucede. Desgraciadamente, no siempre fue así. Por eso, precisamente por eso, conviene no olvidar algo clave: la victimización de la mujer es solo el primer paso para una nueva servidumbre.

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