Antonio Escohotado analiza la "epopeya dogmática" de Lenin y la aberración del sistema comunista.
Artículo de ABC:
«Junto al ataúd de Lenin», óleo de Kuzma Petrov-Vodkin pintado en 1924
Lenin obtenía siempre matrículas de honor en latín y suspensos en lógica, cosa que los biógrafos mencionan sin acabar de entender. Su temperamento le permitía aprender lógicas arbitrarias -como la sintaxis latina-, pero resultaba violado por la norma primaria del argumento válido, que finalmente prohíbe deducir algo universal de algo particular, y algo afirmativo de una negación. Hoy a los bachilleres no se les plantea siquiera el problema, porque aprenden lógica formal o simbólica, útil básicamente en informática; pero entonces aprendían la de Aristóteles y Kant, centrada en estudiar la diferencia entre proposiciones válidas y sofismas. Que Vladimir Ilich fuese tan apto para captar las sutilezas gramaticales de una lengua muerta, y tan inepto para distinguir juicios coherentes e incoherentes, es quizá el reflejo más antiguo de su dificultad para ir adaptando creencias a experiencias, hasta descartarlo como traición a la «pureza de principios».
Fusilar sabandijas
En efecto, se pasó la vida considerando instituciones particulares -para empezar, el Partido- como si fuesen universales, e ideas negativas -para empezar el individuo no individualista- como si fuesen positivas, pretendiendo que ignorar el criterio racional de inferencia no es un atropello al sentido común, sino «praxis dialéctica». De ahí decir que fundaba el primer sistema donde «es posible trabajar para uno mismo», cuando más bien puso en marcha el primero de reclutamiento laboral obligatorio, o exigir «la eficiencia de los negocios» tras ilegalizar cualquier negocio, pues ninguna antinomia le desvía de que «toda sabandija sea encarcelada o fusilada, incluyendo a quienes regateen esfuerzo, para «limpiar» -cursiva suya- el territorio ruso» («Pravda», 13/1/1919). De ahí también diseñar el organigrama soviético como una superdemocracia, donde todo se decide por votación, y a la vez abolir cualquier ejercicio del sufragio universal, justificándolo con una «Declaración de Derechos del Pueblo Explotado» en la cual no figura uno solo de los reconocidos desde 1789, pues se reducen a «aplastar sin piedad la resistencia de los explotadores» (art. 1).
También estremeció al derecho con juicios sumarísimos sin recurso de apelación, y leyes no solo retroactivas sino secretas, entre ellas las creadoras del sistema gulag. A su problema con la lógica debe atribuirse que se considerara materialista siendo un idealista prototípico, y que descartase la reciente teoría de la relatividad física «porque solo lo absoluto es revolucionario».
Stalin nació tan imperioso como su mentor, aunque no caía enfermo -con fiebre y dolores agudos- al topar con críticas o reservas, porque lo realista de su temperamento le ponía a cubierto del conflicto primario con la coherencia. Podemos creerle cuando dijo que Lenin fue su gran y único héroe, a quien veneraba precisamente por haberle enseñado cómo fundir mando con «pureza de principios», y pocas de sus atrocidades carecen de precedente en actos o criterios de aquel. Antes de reinventarse como hombre de acero había publicado un volumen de poesía lírica en georgiano, y en el funeral por su primera esposa dijo: «Esta criatura suavizó mi corazón de piedra». Pasó la adolescencia asustado por su inclinación a endurecerse, tratando de compensar una hipersensibilidad azuzada por sentirse paleto, y cuando tuvo medio mundo rendido a sus pies se reveló cruel pero no fanático.
La experiencia le movería a desengañarse del yo/masa exaltado por Lenin, aunque se cuidara de publicitarlo, y desde principios de los años 30 fue consciente de que Rusia nunca podría pagar la factura del control totalitario sin rezagarse en bienestar. Supo, por ejemplo, que colectivizar el campo reducía drásticamente su rendimiento, y si lo sacó adelante fue para cumplir las premisas de una ideología indiscernible de su propia gloria. Más de un contemporáneo quedará estupefacto ante declaraciones como que «quien se oponga a nuestra causa con actos, palabras o pensamientos -sí, bastan los pensamientos- será totalmente aniquilado»; pero la juventud actual sacará de contexto esa declaración olvidando que el imperio sobre la conciencia era entonces una amenaza menos directa a la vida que el telegrama de Lenin a los comisarios comarcales en septiembre de 1918: «Ahorcad públicamente por lo menos a cien bastardos opulentos y sanguijuelas reconocidas»
Aunque Mao, Pol Pot y otros mesías autonombrados lograron institucionalizar niveles parejos de terror/miseria, ningún despojo simultáneo de derechos y vituallas puede separarse del éxito logrado coordinando el romanticismo de Lenin con el pragmatismo de Stalin. Solo la ignorancia faculta para disociar los esfuerzos de uno y otro, y solo ella puede poner en duda la fidelidad incondicional de ambos a Marx, cuya obra se concentró en concebir la venganza de los últimos sobre los primeros como ley única e inexorable del progreso. Nobles y burgueses no sobrevivieron a 1921; pero la inercia depuradora seguiría descubriendo socialtraidores hasta mediados de los años 50, cuando en el marco de la desestalinización instada por Kruschev el «Pravda» («La Verdad») declaró que la sociedad clasista había dejado de existir en la URSS, y llegaba la hora de confraternizar para toda suerte de comunistas, no menos que de coexistir pacíficamente con los capitalistas del exterior.
Precios por decreto
A esto siguieron tres décadas guiadas por el convencimiento de que la economía planificada podía y debía ganar la batalla del confort al mundo capitalista, aunque Gorbachov definiría retrospectivamente ese periodo como Era del Estancamiento. Se ensayaron entonces toda suerte de reformas tangenciales, dejando intacto el absurdo de negociar sin negociar, y la temeridad de seguir fijando los precios por decreto, cuando el efecto de tal cosa es vedarse conocer tanto los bienes presentes en cada zona como los gustos del consumidor, convirtiendo la cuenta de resultados de cada empresa en un misterio insondable.
Sacar adelante «Los enemigos del comercio» -sobre todo reconstruir los 81 años de Unión Soviética- me enseñó muchas cosas imprevistas, y entre ellas que ilegalizar los intercambios privados equivale a pasar de un sistema nervioso oxigenado a una situación de infarto crónico. En condiciones de autonomía e iniciativa compradores y vendedores cumplen una infinitud de sinapsis, realimentando la capacidad global para amortizar e innovar. En condiciones inversas las células no asfixiadas se reducen al equipo planificador, y el flujo de información en tiempo real -las señales ofrecidas por los precios- se degrada a ruido, concretamente al eco de cálculos sostenidos por eslóganes. Censores y chekistas lograron mantener viva a parte de sus pacientes, pero el mundo llevaba siglos ensayando algo más que sobrevivir en una unidad de vigilancia intensiva.
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