Vaya por delante que se cometen algunos errores de cálculo (que no cambian en nada el análisis) por la simplicidad de los mismo (por ejemplo al gasto actual habría que restarle distintas partidas que ya no se realizarían al ser sufragadas por la renta básica). También hay un error en el déficit estimado para este año.
Artículo de El Confidencial:
Una mujer reclama la renta básica universal durante una manifestación. (EFE)
“Hay en el corazón humano un gusto depravado por la igualdad que conduce a los hombres a preferir la igualdad en la servidumbre a la desigualdad en la libertad”, Alexis de Tocqueville
Cada cierto tiempo, cada vez con más frecuencia, se reanuda el debate de la necesidad de una renta básica. “Every proprietor owes to the community a ground rent for the land which he holds”, escribió Thomas Paine en su 'Agrarian Justice' de 1797. De una forma u otra, llevamos 220 años dándole vueltas al tema. Si fue la crisis el detonante penúltimo, con aportaciones tan aplaudidas por algunos como la de Piketty, la robotización y digitalización de los procesos productivos es el último.
La crisis, pese a todas las acusaciones, fue provocada por la intervención masiva del Estado en la economía, y no por la liberalización de la misma; prueba de ello es el sobreendeudamiento de estados (la deuda pública pasó de representar un 46% del PIB de los países de la OCDE en 1991 a superar el 105% en 2014), de empresas (si consideramos que un valor óptimo de endeudamiento equilibraría recursos ajenos y propios, tomando el valor 1 su cociente, desde 1991 hasta 2010 siempre ha estado en España por encima de 1,5, salvo en los años 1996, 1997 y 1998, que en todo caso superó el 1,25) y de familias (que ha pasado de estar alrededor de un 40% del PIB en los años noventa a alcanzar el 85% en 2010, cayendo desde entonces en unos 20 puntos), apoyado siempre en políticas de fomento del consumo, con un incremento desmesurado del crédito (con costes de financiación decrecientes desde comienzo de los años noventa del siglo pasado, en los que tanto el euríbor como su predecesor, el Mibor, fieles reflejos de la intervención del Estado en la política monetaria, han pasado del 13% a un 1,25%, lo que no ha hecho sino estimular el apalancamiento) y de insostenibles políticas de creación artificial de dinero (recordemos que en 1990 las entidades financieras sometidas a la ley bancaria de 1985 tenían una obligación de mantener en caja un 20% de los recursos ajenos; tras pasar a depender del BCE, el coeficiente de caja se redujo al 2%, para situarse posteriormente en el 1% que rige actualmente). Todo ello venía larvándose desde la liquidación del sistema de Bretton Woods, claramente imperfecto pero infinitamente mejor que el actual, como explico en 'Retorno al patrón oro' (Deusto).
La crisis, pese a todas las acusaciones, fue provocada por la intervención masiva del Estado en la economía, y no por la liberalización de la misma; prueba de ello es el sobreendeudamiento de estados (la deuda pública pasó de representar un 46% del PIB de los países de la OCDE en 1991 a superar el 105% en 2014), de empresas (si consideramos que un valor óptimo de endeudamiento equilibraría recursos ajenos y propios, tomando el valor 1 su cociente, desde 1991 hasta 2010 siempre ha estado en España por encima de 1,5, salvo en los años 1996, 1997 y 1998, que en todo caso superó el 1,25) y de familias (que ha pasado de estar alrededor de un 40% del PIB en los años noventa a alcanzar el 85% en 2010, cayendo desde entonces en unos 20 puntos), apoyado siempre en políticas de fomento del consumo, con un incremento desmesurado del crédito (con costes de financiación decrecientes desde comienzo de los años noventa del siglo pasado, en los que tanto el euríbor como su predecesor, el Mibor, fieles reflejos de la intervención del Estado en la política monetaria, han pasado del 13% a un 1,25%, lo que no ha hecho sino estimular el apalancamiento) y de insostenibles políticas de creación artificial de dinero (recordemos que en 1990 las entidades financieras sometidas a la ley bancaria de 1985 tenían una obligación de mantener en caja un 20% de los recursos ajenos; tras pasar a depender del BCE, el coeficiente de caja se redujo al 2%, para situarse posteriormente en el 1% que rige actualmente). Todo ello venía larvándose desde la liquidación del sistema de Bretton Woods, claramente imperfecto pero infinitamente mejor que el actual, como explico en 'Retorno al patrón oro' (Deusto).
Aclarada, de nuevo, la causa de la crisis, una de las consecuencias ha sido el incremento de la desigualdad en los países ricos, nuevo mito de la izquierda una vez que la lucha contra la pobreza ha pasado a un segundo plano, al haberse reducido a niveles históricos, pese a las constantes soflamas intervencionistas; la globalización, denostada por populistas de todo signo, ha permitido el acceso al comercio a cada vez más capas de la población en un creciente número de países, reduciendo la población del mundo que vivía en extrema pobreza (con menos de 1,9 dólares diarios en paridad de poder adquisitivo) del 44% en 1981 a menos del 13% en 2011; en términos absolutos, esto ha supuesto que 1.000 millones de personas hayan abandonado esa situación, en solo 30 años. Y esa reducción de la pobreza, refrendada por el Banco Mundial, le lleva a plantearse la posibilidad de que, en 2030, menos de un 3% de la población mundial se encuentre en tal situación. Ese, y no otro, debe ser el objetivo que deberíamos marcarnos.
Es necesaria esta introducción para poner en contexto el debate de la renta básica, que surge de una mezcla de una parte de buena intención con tres partes de medios equivocados. La buena intención es evidente, pues todos estamos de acuerdo en que la pobreza debe erradicarse. Sin embargo, volvemos a exigir a quienes innovan, a quienes arriesgan, a quienes triunfan, que repartan lo que honradamente han ganado, apoyándonos tanto en nociones pervertidas como la solidaridad (que es una acción moral individual, y por tanto no exigible a nadie más que a uno mismo) como mal planteadas (la que, erróneamente, define la economía como un juego de suma cero, en la que la ganancia de uno lo es siempre a costa de la pobreza de otro; ese planteamiento supondría que en sociedades mucho más desiguales que la nuestra, como todas las anteriores de la historia, el incremento regular y creciente de la riqueza global hubiese sido biológica, física y matemáticamente imposible). La renta básica se plantea, hoy, como el gran aliado de la lucha contra la pobreza y la desigualdad.
De acuerdo con la definición del INE, el umbral de pobreza se fija en el 60% de la mediana de los ingresos por unidad de consumo de los hogares a nivel nacional, y depende del tamaño del hogar y de las edades de sus miembros, es decir, del número de unidades de consumo. Por simplicidad, tomaremos 8.000 euros anuales (el último publicado se establece en 8.011 euros por persona y año para hogares formados por un individuo, mientras que para hogares con dos adultos y dos menores de 14 años se fijó en 16.823); de acuerdo con el INE, el 22,3% de los españoles estaría hoy en esa situación. Eso supone, de acuerdo con el censo a 1 de enero de 2016, unos 10,3 millones de españoles.
Supongamos que se decreta una renta básica universal de 8.000 euros anuales por español. Esto es, que, por el mero hecho de haber nacido, cada español pudiese disponer de un mínimo vital de 8.000 euros, cantidad que garantizaría, hoy, que nadie estuviese dentro del umbral actual de pobreza. El coste de esa medida, universal, sería de 371.500 millones de euros anuales, que crecerían o disminuirían con la población. En pensiones, ese año se gastaron 135.500 millones de euros; a Sanidad, el Estado dedicó casi 70.000 millones de euros. El gasto público presupuestado para todas las partidas en 2016 fue de 436.400 millones de euros. Los 371.500 millones adicionales necesarios para esa renta básica de 8.000 euros por español, que evitarían el riesgo de pobreza, suponen un 85% más, lo que requeriría ingresos adicionales por al menos ese importe (recordemos que el déficit público presupuestado para ese año se fijó en 4.200 millones de euros, lo que sigue manteniendo a España dentro del procedimiento de déficit excesivo de la UE, del que acaba de salir Portugal). Algunos mantienen que, con una política monetaria propia, fuera del euro, sería una mera cuestión contable que se resolvería emitiendo dinero por la cantidad equivalente. Si esa fuese la solución, tanto Zimbabue como Venezuela (que tiene nada menos que las mayores reservas probadas de petróleo del planeta) serían los reyes del mambo.
Pero aceptemos por un momento la solución. Supongamos que esa emisión descontrolada de dinero no afectase a los precios, ni a los salarios, ni aumentase la pobreza real de los españoles. Aceptemos que nadie estaría ya dentro del umbral de pobreza, porque todos tendrían al menos esos 8.000 euros que lo delimitan hoy. Al aumentar en esos 8.000 euros la renta de todas las personas, el umbral de pobreza (que, recordemos, no es más que una medida estadística) se incrementaría exactamente en esos 8.000 euros, de forma lineal, alcanzando entonces un nivel de 16.000 euros de mantenerse las condiciones (la terrible hipótesis del 'ceteris paribus' tan querido por mis colegas y que tanto mal ha hecho al análisis económico, al considerar la economía como un sistema estático y no dinámico). Si añadimos, como mínimo, el efecto fiscal, es muy posible que el primer año se incrementase el porcentaje de ciudadanos dentro de ese umbral, al pasar a pagar impuestos quienes antes no pagaban y pagar mucho más los demás. Es lo que una fuente de saber económico popular tan importante como es el refranero llama hacer un pan como unas tortas.
Es obviamente descabellado pensar que un infinanciable incremento del gasto público o una terriblemente empobrecedora emisión de dinero pueden resolver un problema que requiere un análisis mucho más profundo. El incremento del desempleo que la robotización de las tareas va a provocar se ha vivido previamente en la historia. William Lee pretendió patentar su máquina de fabricar medias a finales del siglo XVI y la reina Isabel I no se lo permitió, temiendo por el empleo de muchas tejedoras; lo acabó haciendo en Francia. La mecanización de las labores del campo debería haber provocado millones de parados en los EEUU, que paradójicamente tiene hoy la mayor producción agrícola de su historia con el menor número de trabajadores empleados en ella, y con una de las menores tasas de desempleo globales de todos los tiempos.
Supongamos que se decreta una renta básica universal de 8.000 euros anuales por español. Esto es, que, por el mero hecho de haber nacido, cada español pudiese disponer de un mínimo vital de 8.000 euros, cantidad que garantizaría, hoy, que nadie estuviese dentro del umbral actual de pobreza. El coste de esa medida, universal, sería de 371.500 millones de euros anuales, que crecerían o disminuirían con la población. En pensiones, ese año se gastaron 135.500 millones de euros; a Sanidad, el Estado dedicó casi 70.000 millones de euros. El gasto público presupuestado para todas las partidas en 2016 fue de 436.400 millones de euros. Los 371.500 millones adicionales necesarios para esa renta básica de 8.000 euros por español, que evitarían el riesgo de pobreza, suponen un 85% más, lo que requeriría ingresos adicionales por al menos ese importe (recordemos que el déficit público presupuestado para ese año se fijó en 4.200 millones de euros, lo que sigue manteniendo a España dentro del procedimiento de déficit excesivo de la UE, del que acaba de salir Portugal). Algunos mantienen que, con una política monetaria propia, fuera del euro, sería una mera cuestión contable que se resolvería emitiendo dinero por la cantidad equivalente. Si esa fuese la solución, tanto Zimbabue como Venezuela (que tiene nada menos que las mayores reservas probadas de petróleo del planeta) serían los reyes del mambo.
Pero aceptemos por un momento la solución. Supongamos que esa emisión descontrolada de dinero no afectase a los precios, ni a los salarios, ni aumentase la pobreza real de los españoles. Aceptemos que nadie estaría ya dentro del umbral de pobreza, porque todos tendrían al menos esos 8.000 euros que lo delimitan hoy. Al aumentar en esos 8.000 euros la renta de todas las personas, el umbral de pobreza (que, recordemos, no es más que una medida estadística) se incrementaría exactamente en esos 8.000 euros, de forma lineal, alcanzando entonces un nivel de 16.000 euros de mantenerse las condiciones (la terrible hipótesis del 'ceteris paribus' tan querido por mis colegas y que tanto mal ha hecho al análisis económico, al considerar la economía como un sistema estático y no dinámico). Si añadimos, como mínimo, el efecto fiscal, es muy posible que el primer año se incrementase el porcentaje de ciudadanos dentro de ese umbral, al pasar a pagar impuestos quienes antes no pagaban y pagar mucho más los demás. Es lo que una fuente de saber económico popular tan importante como es el refranero llama hacer un pan como unas tortas.
Es obviamente descabellado pensar que un infinanciable incremento del gasto público o una terriblemente empobrecedora emisión de dinero pueden resolver un problema que requiere un análisis mucho más profundo. El incremento del desempleo que la robotización de las tareas va a provocar se ha vivido previamente en la historia. William Lee pretendió patentar su máquina de fabricar medias a finales del siglo XVI y la reina Isabel I no se lo permitió, temiendo por el empleo de muchas tejedoras; lo acabó haciendo en Francia. La mecanización de las labores del campo debería haber provocado millones de parados en los EEUU, que paradójicamente tiene hoy la mayor producción agrícola de su historia con el menor número de trabajadores empleados en ella, y con una de las menores tasas de desempleo globales de todos los tiempos.
Sí, la robotización traerá paro. Pero también trabajo. Y ocio. Gracias al aumento de productividad que han traído las máquinas, hoy los jóvenes no se incorporan al mercado laboral hasta más allá de los 16 años, los trabajadores viven una media de 20 años adicionales tras su jubilación (sin, por tanto, producir), los asalariados disfrutamos en Europa de 30 días de vacaciones pagadas y poco más de 18 millones de españoles sostienen a otros 30 millones. Demos una oportunidad al individuo, eliminemos cortapisas y aceptemos que la solución no vendrá jamás del Estado, sino del esfuerzo, el talento y el valor añadido.
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