Juan Rallo analiza cómo el intervencionismo estatal ha quebrado Puerto Rico, que ya abordé en un anterior artículo, poniendo de manifiesto el grave daño regulatorio (especialmente en términos laborales) que estaba causando la difícil situación de Puerto Rico.
Artículo de El Confidencial:
Una persona ondea una bandera de Puerto Rico en una manifestación contra las medidas de austeridad del Gobierno. (Reuters)
El Gobierno de Puerto Rico se ha declarado en quiebra: se trata del mayor impago de deuda regional en toda la historia de EEUU, muy por encima del de Detroit (el estado caribeño acumula unos pasivos de más de 72.000 millones de dólares frente a los 18.000 con los que cargaba la ciudad estandarte del decadente Rust Belt). Para muchos, el fiasco de Puerto Rico ilustra el fracaso del capitalismo: cómo las sociedades pobres que lo abrazan terminan abocadas a una crisis financiera continuada. En realidad, Puerto Rico pone de manifiesto cómo el intervencionismo estatal es capaz de destruir de raíz el desarrollo económico.
Al cabo, la trágica quiebra de Puerto Rico puede explicarse a través de tres actos del teatrillo estatista: primero, castración regulatoria de las bases del crecimiento; segundo, retirada de la respiración asistida del Gobierno federal; tercero, crisis fiscal por sobregasto. Examinémoslas con más detenimiento
Castración regulatoria del crecimiento
La economía portorriqueña no crece por el simple hecho de que se le impide crecer. Es verdad que sus ciudadanos son, en general, menos productivos que los del resto de EEUU, en tanto en cuanto el capital acumulado por trabajador (formación, infraestructuras, bienes de equipo, etc.) es mucho menor. Sin embargo, esta menor productividad de los portorriqueños únicamente justificaría que su renta per cápita fuera más baja que la del resto de estadounidenses, no que esta se estancara persistentemente. El motivo real de su esclerosis económica es el gigantesco coste regulatorio que soportan los habitantes de la isla, especialmente en dos áreas: el transporte de mercancías y el mercado laboral.
En cuanto al transporte (marítimo) de mercancías, este se halla tremendamente penalizado por la Ley de Marina Mercante de 1920: una regulación que obliga a que todo el comercio marítimo entre dos puertos estadounidenses lo desarrollen barcos con bandera estadounidense, con accionariado estadounidense y con tripulación estadounidense. La menor competencia entre compañías globales (apenas cuatro empresas navieras operan en Puerto Rico) y los mayores costes de la flota estadounidense encarecen muy notablemente los costes de transporte de mercancías: según la Reserva Federal de Nueva York, el coste de transportar un contenedor estándar desde la Costa Este hasta Puerto Rico supera los 3.000 dólares: hacerlo a Jamaica o a la República Dominicana (países no sujetos a la Ley de Marina Mercante estadounidense) cuesta la mitad.
Tan exagerados sobrecostes impuestos al transporte marítimo conllevan efectos muy relevantes —y devastadores— sobre la isla. Primero, las importaciones procedentes de su socio comercial natural —EEUU— se vuelven mucho más caras, lo que socava el poder adquisitivo de los portorriqueños: esto es particularmente grave en el caso de la importación de combustibles fósiles (de los que Puerto Rico, por ser una isla, depende enormemente), cuyo coste llega a encarecerse un 30%, redundando negativamente sobre la competitividad de las mercancías manufacturadas en Puerto Rico. Segundo, las exportaciones hacia su socio comercial natural —EEUU— también se encarecen, de manera que la isla se ve limitada a la hora de especializarse en fabricar mercancías baratas para el enorme mercado de consumo yanqui.
En cuanto al mercado laboral, a Puerto Rico le es aplicable la legislación federal en materia de salario mínimo: si bien los 7,25 dólares por hora no son una barrera de entrada demasiado considerable para el mercado laboral del conjunto de EEUU, sí lo son para Puerto Rico. El susodicho salario mínimo equivale al 77% del salario mediano por hora portorriqueño (cuando en el resto de EEUU oscila entre el 30% y el 50%), lo que provoca que su economía sea la 160ª menos competitiva del mundo en términos de “salario mínimo por valor añadido por trabajador”. Esto explica en gran medida las enormes dificultades a las que se enfrentan los portorriqueños menos productivos para encontrar una ocupación: no por casualidad, la tasa de paro de Puerto Rico ascendió al 12,4% a finales de 2016 (frente al 4,7% en EEUU) y, aún más preocupante, la tasa de empleo (población de más de 15 años con empleo) es de apenas el 37%, frente al 60% de EEUU.
En suma: economía aislada y poco productiva con regulaciones que encarecen artificialmente la mano de obra, la energía y el transporte. Una receta para el desastre.
La respiración asistida del Gobierno federal
Pese a que las regulaciones federales han destruido los principales argumentos competitivos de Puerto Rico, la isla no siempre se ha mantenido estancada: durante los ochenta y los noventa, mostró tasas de crecimiento tan o más altas que las del resto del país. ¿Cómo es ello posible si las regulaciones anteriores ya estaban en marcha y encorsetaban su potencial? Pues, en esencia, porque, desde 1976, Puerto Rico se había beneficiado de un régimen fiscal muy ventajoso: las compañías estadounidenses que operaran desde Puerto Rico estaban eximidas de pagar el impuesto sobre sociedades.
De este modo, se consiguió estimular fiscalmente la inversión en la isla: compensar los sobrecostes regulatorios en materia energética, laboral y logística con menores tributos. En lugar de erradicar las causas originarias que explicaban el subdesarrollo, se pretendió subvencionar ese subdesarrollo para impulsar un crecimiento sobre bases insuficientemente competitivas: un modelo que funcionó hasta 1996, momento en el que se aprobó la supresión de esta exención fiscal con una carencia de 10 años; esto es, en 2006 las ventajas fiscales de Puerto Rico desaparecieron definitivamente y, con ellas, comenzó la fuga de capitales. Si el único motivo para quedarse en la isla eran los impuestos bajos, cuando estos se esfumaron también lo hicieron muchas compañías.
Puerto Rico cayó así en un profundo estancamiento económico que inmediatamente tuvo su repercusión en forma de crisis de las finanzas públicas.
Crisis fiscal por sobregasto
Durante los ochenta y noventa, Puerto Rico se había dotado de un sector público que solo era sostenible merced a un crecimiento económico fiscalmente dopado: debería haber sido evidente, pues, que cuando los beneficios fiscales desaparecieran, su extenso sector público dejaría de ser financiable. Lo lógico, pues, debería haber sido aprovechar la década de gracia que se le otorgó entre 1996 y 2006 para redimensionar las dimensiones de su Estado (o para liberalizar la economía). Pero no lo hizo: entre el año 2000 y 2006, el gasto público del Gobierno portorriqueño aumentó un 50% en términos nominales, lo que provocó que, una vez desatada la crisis de 2006 (agravada posteriormente por la crisis financiera global), el déficit público llegara a ser equivalente al 45% de sus ingresos.
Desde entonces, la austeridad ha sido más bien escasa y apenas ha consistido en congelar los desembolsos estatales en términos nominales (permitiendo que sea la inflación la que vaya erosionándolos en términos reales): eso no significa que no se hayan producido recortes en determinadas áreas como la educación u otros servicios sociales, pero el ahorro que se ha logrado por estas vías se ha dirigido a cubrir el creciente coste de la deuda. Por el lado de los ingresos, en cambio, sí se ha optado por apretar verdaderamente las tuercas a su ciudadanía: en 2006 se estableció, por primera vez, un IVA del 7% que en 2015 se incrementó hasta el 11,5%; se han creado dos impuestos especiales sobre la importación de petróleo (encareciendo aún más la ya de por sí cara energía), y se incrementaron los impuestos sobre la propiedad y las tarifas de suministros básicos.
Sableando fiscalmente a su ciudadanía, el Gobierno portorriqueño consiguió rebajar el déficit público hasta hacerlo equivaler al 8% de la recaudación. Pero ya era tarde: durante los últimos años, su deuda pública sobre el PIB se había duplicado desde el 35% hasta el 70% (proceso que se vio facilitado por la exención del pago de impuestos sobre los intereses de los bonos portorriqueños). Acaso semejante cifra no parezca excesiva atendiendo a los estándares de España (cuya deuda pública ronda el 100% del PIB); mas en relación a los ingresos recurrentes de Puerto Rico, sí lo es: actualmente, la deuda pública portorriqueña equivale a ocho veces su recaudación tributaria frente a las 2,5 de España (o todavía más ilustrativo: cuando Grecia reestructuró su deuda en 2012, esta apenas equivalía a 3,5 veces sus ingresos).
Conclusión
La suspensión de pagos de Puerto Rico es consecuencia de: primero, una economía regulatoriamente maniatada; segundo, la retirada de la escasa respiración asistida con la que contaba la isla cuando el Gobierno federal disparó los impuestos a las empresas, y tercero, la adicción a la deuda del Ejecutivo portorriqueño para evitar una profunda reestructuración del tamaño de su sector público. Como pueden ver, capitalismo salvaje: hiperregulación, multiplicación de impuestos y sobreendeudamiento estatal. No, Puerto Rico es víctima de un intervencionismo estatal excesivo y alocado.
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