Juan Rallo analiza la evolución de la vivienda en España, que pese al repunte de precios y actividad, se hay muy lejos de un nuevo boom, afortunadamente.
Artículo de su página personal:
Los precios de la vivienda crecieron en 2016 a un ritmo del 4,5% según el Instituto Nacional de Estadística. Se trata del mayor encarecimiento a cierre de año desde 2007, esto es, desde que pinchara la burbuja inmobiliaria. El dato ha servido, pues, para espolear las esperanzas de que los activos inmobiliarios estén volviendo a ser lo que fueron antaño: una inversión muy rentable capaz de convertir al sector de la construcción en un motor de nuestro crecimiento económico. Y si bien es cierto que se está produciendo una cierta revigorización sectorial, mal haríamos en exagerar la magnitud de la misma. Ni la evolución de los precios, ni mucho menos la del volumen de compraventas y de obras, ponen de manifiesto que el ladrillo esté volviéndose a convertir en el componente estrella de nuestra economía.
Primero, es verdad que los inmuebles se revalorizaron a cierre de 2016 en un 4,5%, la cifra nominal más elevada desde 2007. Sin embargo, al dato al que deberíamos prestar atención no es tanto a la revalorización nominal, sino a la revalorización real tras descontar el comportamiento del IPC. Y, en este sentido, 2016 no ha sido un año especialmente bueno: descontando la inflación, la vivienda sólo se ha revalorizado un 2,8%, bastante por debajo del 4,2% de 2015 y al mismo nivel que en 2014. Dicho de otra manera: no es verdad que se esté produciendo aceleración alguna en la revalorización real de los activos inmobiliarios. De hecho, y pese al repunte experimentado en los últimos ejercicios, el INE todavía acredita un hundimiento real de los precios de casi el 40% con respecto a 2007.
Segundo, si fuera cierto que estamos experimentando un nuevo boom inmobiliario, éste debería reflejarse en muchas más compraventas y en mucha más actividad constructora. Y esto simplemente no está sucediendo. Es verdad que, a lo largo de 2016, el número de hipotecas concedidas sobre fincas urbanas se ha incrementado en un 8,25% o que la cifra de visados de obra nueva ha crecido un espectacular 29%, pero estas mejorías se producen con respecto a unos niveles de devastación sectorial casi absoluta. Si ponemos estos guarismos en perspectiva, comprobaremos que la construcción todavía se halla muy alejada de los tiempos del boom inmobiliario e incluso de la situación en la que se encontraba al comienzo de la crisis: frente a las 382.000 hipotecas sobre fincas urbanas concedidas en 2016, en 2007 se extendieron 1,7 millones y en 2010 —ya en plena crisis— 916.000. Algo similar sucede con los visados de obra nueva: frente a los 64.000 que se otorgaron 2016, en 2007 se entregaron 651.000 (diez veces más) y, en 2010, 91.000.
En definitiva, el sector inmobiliario no está viviendo una nueva época dorada: como mucho, cabrá afirmar que está reconstituyéndose, normalizándose y levantando cabeza tras unos durísimos años de crisis económica, de desempleo masivo y de contracción crediticia, pero no que esté experimentando un boom vertiginoso. Lo cual, por cierto, no constituye en absoluto una mala noticia: nadie debería aspirarar a que España reinflara la devastadora burbuja ladrillística cuyos desoladores efectos todavía estamos padeciendo. Al contrario, deberíamos aprovechar la coyuntura justamente para aquello que estamos haciendo: reorientar nuestra estructura productiva hacia la exportación de mercancías globalmente competitivas. Quienes suspiran por un nuevo boom de la construcción sólo suspiran, en el fondo, por una nueva burbuja. Y ésta, cuanto más alejada, mejor.
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