viernes, 9 de marzo de 2018

No eres género, eres persona

Jorge Vilches analiza el colectivismo que hay detrás de este feminismo preponderante actual. 

Artículo de Voz Pópuli: 
Imagen de la periodista Clara Campoamor.Imagen de la periodista Clara Campoamor.
Una de las taras más graves que ha quedado de los últimos doscientos años es el colectivismo. Los ilustrados del XVIII infectaron a los revolucionarios del XIX con el racionalismo: todo era susceptible de ser ordenado según “la razón” para conseguir el “bienestar general”. No importaba qué era lo razonable, ni si la gente lo deseaba; es más, si las personas no querían era porque eran ignorantes. “Con educación se cambia todo”, dijeron y desplegaron toda su ingeniería social. El progreso en una única dirección era un camino inexorable, una imposición a machamartillo que incluso nos ha hecho ver a Napoleón, un dictador asesino de masas y pueblos, como un “gran hombre”.
En ese progreso colectivizaron a las personas, como siempre. Éramos “naciones” o “clases” a los que atribuían caracteres e intenciones homogéneas, sentimientos y creencias únicas. Algunos liberales, e incluso algún anarquista al que no se acaba de comprender, como Henry David Thoreau, clamaron en el desierto. Soy una persona y desobedezco”, decía. Bastiat llamó a que cada uno fuera cada cual. Fue inútil.
Luego llegaron los que apelaban al “pueblo”; esos románticos que querían auparse en la gente para montar barricadas, asaltar Asambleas, derribar gobiernos, y tomar el poder en nombre del pueblo, pero sin el pueblo. Ahí están esos cantos a las bondades y virtudes populares de una gente idealizada que, en realidad, porque el género humano siempre ha sido igual, nunca existió. Era una falsa sacralización, un recurso retórico para conseguir el poder.
Los populistas del siglo XX, esos burgueses leninistas de aquel Vladimir Ilich Ulianov enmadrado y adúltero que nunca trabajó, o de ese Mussolini egomaníaco e histriónico que llevó el socialismo a su natural consecuencia, colectivizaron a las personas. Eran aquellas masas de las que hablaban Freud y Ortega, con tanto pudor como temor, en las que no se podía confiar, porque la oscuridad de la tribu enajena y favorece la barbarie.
La masa dejó de ser “ciudadana”, como sentenciaron los Robespierre y Saint-Just, para ser “trabajadora”, al estilo de los colectivistas de principios del XX. La tendencia se extendió tanto que la Constitución de 1931 definió España como una “República democrática de trabajadores de toda clase”, lo mismo que el golpista Franco en el Fuero del Trabajo de 1938. Los derechos se obtenían, como gusta a los totalitarios desde Rousseau, por ser “ciudadano” y luego, como gustó a los secuaces de las dictaduras, por ser “trabajador”.
La Europa espantada de 1945 intentó diluir las identidades nacionales y sociales por ser fuentes de conflictos y objetos constantes de manipulación por parte de totalitarios. “¡Seguiremos hasta conseguir el mundo que queremos!”, dicen esas feministas comunistas -coyunda filológica imposible, por cierto-, mostrando en su impúdica ignorancia que son una muestra histórica más de un mesianismo dictatorial que quedaría oculto si solo se enseñara en las escuelas lo que ellas quieren. 
La década de 1960, de donde proceden estas feministas enragés, resucitó el biologicismo creado por los nacionalsocialistas, sí, consistente en que la biología determina la conciencia y el espíritu, el Volkgeist, que dirían los camaradas de Goebbels. La mujer se convirtió en un discurso político, en la historia de una opresión a manos del hombre. Eran dos sujetos colectivos opuestos, diametralmente distintos. Uno dominante, el masculino, y otro, el femenino, dominado, silenciado, discriminado. Por eso había llegado la hora de la liberación, dijeron aquellas mujeres burguesas y politizadas. Y esa aspiración se hizo carne en un movimiento social gestado en la época de una violencia que justificaban por la “opresión del sistema”, en esas décadas centrales del “algo habrá hecho”. De ahí la agresividad de este movimiento que ha llegado hasta hoy.
Era un feminismo nacido de un falso racionalismo, de ese que quiere cambiar el orden a golpe de legislación, con un gobierno coactivo, para crear un Hombre Nuevo en una Sociedad Nueva. La meta sigue siendo ese “bienestar general” que única y exclusivamente marcan ellas, y que siguen ellos; sí, esos hombres que, como los judíos colaboracionistas que describía Primo Levi, son más furibundos que las dueñas para conseguir una absolución que nunca llega.
Esas feministas se sienten tan fuertes, gracias a que dominan buena parte de la educación, de los medios y de la llamada “cultura”, que se atreven a mostrar su programa máximo: eliminar el capitalismo por patriarcal. Y reivindican a Simone de Beauvoir, quien colaboró con los nazis en la ocupación de París, se sentó con El Che, carcelero y exterminador de homosexuales, y bendijo la Revolución cultural de Mao, esa que liquidó a 45 millones de personas. Se dicen herederas a la vez, ojo, de Clara Campoamor y Margarita Nelken, cuando la primera prefirió que la llamaran “humanista” a “feminista” y tuvo que huir de España para que no la matara la izquierda, por ejemplo, la chequista Nelken, que la odiaba por defender el voto de la mujer.
El manifiesto “Hacia la huelga feminista” solo podría pasar como normal en una sociedad enferma de colectivismo, que odia el mérito y la capacidad, que detesta el individualismo y el libre albedrío, que desprecia el desarrollo personal y responsable, que sueña con un gran dictador que imponga la “verdad social”, como diría George Sand.
Qué pena que no haya un feminismo liberal que reivindique a la mujer como persona, sujeto único, propietaria de derechos inalienables, ser capaz y singular. Sí, ese mismo humanismo que defendía Campoamor y que no precisa el alinearse con un colectivo para tener identidad, sino leyes, que ya tenemos, que nos hace personas iguales en oportunidades. El problema es que esas mujeres del manifiesto, tan victimistas como ambiciosas, con sus plurales mayestáticos que asesinan la individualidad, su anticapitalismo que niega la libertad, creen que no son capaces de conseguir por sus propios méritos y capacidades lo que la política autoritaria y subvencionada les puede granjear.

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