martes, 28 de agosto de 2018

Violencia de género: tribunales paralelos por decreto

Guadalupe Sánchez analiza la última aberración jurídica y contraria a los derechos fundamentales de las personas en todo Estado constitucional que se precie, con la última reforma del Código Civil por parte del PSOE en relación a la ley de Violencia de Género. 

Se está creando un auténtico monstruo de consecuencias dramáticas, saltándose las garantías procesales y los incuestionables derechos de las personas, y aquí no pasa nada. 

La cesión al creciente poder omnipresente del poder político, y la destrucción de los contrapesos al poder ilimitado del político (la sustitución del gobierno de leyes por el gobierno ilimitado y absoluto de personas) llevan a una situación (y así ha sido siempre) de desprotección, abuso, arbitrariedad, corrupción, robo, destrucción de las libertades, sometimiento y sumisión creciente al poder político, imposición y degradación social. 

Pero nada parece importar. Luego vienen los lloros y lamentos...
Artículo de Disidentia
La reciente reforma del Código Civil efectuada por el gobierno socialista mediante la aprobación del Real Decreto Ley 9/2018, de 3 agosto, de medidas urgentes para el desarrollo del pacto de Estado contra la violencia de género, ha suscitado un enconado debate tanto sobre su inconstitucionalidad, como sobre los efectos y consecuencias de alguna de las medidas que en el mismo se contemplan.

Respecto a la inconstitucionalidad y al alcance jurídico de la reforma, me van a permitir recomendarles la lectura de un artículo de un blog de una compañera, Verónica del Carpio (@veronicadelcarp), que lo explica y desarrolla brillantemente.

El presente artículo tiene por objeto analizar una serie de cuestiones conceptuales que suscita la reforma desde el punto de vista de su encaje en el actual sistema de instituciones jurídicas y los principios que lo inspiran: la posibilidad de que, al margen del poder judicial, la administración considere acreditada la condición de víctima de violencia de género, sin necesidad de un procedimiento judicial paralelo, y sin existir un presunto responsable penal del mismo. O lo que es lo mismo: la nueva norma faculta a una administración que no es la de justicia a otorgar la condición de víctima, sin presunto delito ni autor.
El artículo controvertido de la reforma en el que me voy a centrar es la modificación del art. 23, de la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección integral contra la Violencia de Género, cuyo tenor literal es el siguiente:
«Artículo 23. Acreditación de las situaciones de violencia de género.
Las situaciones de violencia de género que dan lugar al reconocimiento de los derechos regulados en este capítulo se acreditarán mediante una sentencia condenatoria por un delito de violencia de género, una orden de protección o cualquier otra resolución judicial que acuerde una medida cautelar a favor de la víctima, o bien por el informe del Ministerio Fiscal que indique la existencia de indicios de que la demandante es víctima de violencia de género. También podrán acreditarse las situaciones de violencia de género mediante informe de los servicios sociales, de los servicios especializados, o de los servicios de acogida destinados a víctimas de violencia de género de la Administración Pública competente; o por cualquier otro título, siempre que ello esté previsto en las disposiciones normativas de carácter sectorial que regulen el acceso a cada uno de los derechos y recursos.
El Gobierno y las Comunidades Autónomas, en el marco de la Conferencia Sectorial de Igualdad, diseñaran, de común acuerdo, los procedimientos básicos que permitan poner en marcha los sistemas de acreditación de las situaciones de violencia de género.».
En resumen, esta norma permite considerar acreditada la condición de víctima de maltrato, a los efectos de acceder a determinados derechos, con fundamento tanto en lo actuado en el seno de un proceso judicial (como ocurría antes de la reforma), como además al margen de la propia administración de justicia, en base a informes puramente administrativos, como servicios sociales, y de manera bastante inconcreta “por cualquier otro título”.

En nuestro sistema penal, el delito se define como aquella acción u omisión dolosa o imprudente penada por la ley. Esto es, requiere una acción contemplada en la ley penal de la que resulte responsable un sujeto que lesione un bien jurídico (de lo que resulta la condición de víctima).
Resulta inconcebible, en consecuencia, que exista una víctima de delito si previamente no hay un sujeto responsable. La declaración de responsabilidad corresponde a uno de los poderes del Estado, el judicial, y debe realizarse en el seno de un proceso con todas las garantías, como la presunción de inocencia o el principio de contradicción.
Tanto la anterior regulación, como la reforma, no hablan de que se acredite el delito de violencia de género sino la situación, lo que ha permitido a muchos argumentar que el hecho de que un órgano de la administración como los servicios sociales considere que una persona ha sido victima de violencia de género no tiene trascendencia penal alguna. Que antes de la reforma también se emplease el término situación para referirse al presunto delito no tiene la misma relevancia que con la redacción actual, pues anteriormente la acreditación de la situación se hacía con fundamento a lo actuado en el seno de un procedimiento judicial, en el que el presunto autor era parte y, por lo tanto, quedaban garantizados todos sus derechos.
En el momento en el que la reforma sustrae del ámbito de la justicia la acreditación de la situación de violencia de género, y la traslada al ámbito administrativo, el presunto autor queda al margen del procedimiento, en el que ni siquiera interviene como parte interesada, a pesar de que el resultado del mismo previsiblemente le suponga cargar con el estigma social de maltratador. Argumentar como han hecho muchos que sus derechos están garantizados porque contra las decisiones administrativas cabe recurso es falaz, en la medida que de la norma no se desprende la necesidad de que el autor del maltrato sea parte, y porque además la jurisdicción competente para resolver sobre la existencia de maltrato no es la contencioso administrativa. Se vulneran así los principios de defensa y de contradicción, pues para tomar la decisión ni siquiera existe obligación de escuchar al autor, que socialmente deja de ser presunto en el momento en el que un informe reconoce la condición de víctima.

La ley podía haber evitado este problema con la exigencia de que esta acreditación en sede administrativa fuese de la mano de un procedimiento penal. De esta manera, la víctima de violencia de género accedería a los derechos que prevé la ley, además de con la orden de protección o el informe del Fiscal, con fundamento en los informes administrativos, garantizándose así tanto su protección y derechos como los del presunto autor. Además, puede considerarse que el hecho de que no sea requisito la existencia de un proceso penal en paralelo, priva al presunto autor de hacer uso de instrumentos jurídicos como la querella por denuncia falsa o por calumnias, y abre la puerta a escenarios legalmente complejos.
Desde el momento en el que el proceso judicial es innecesario y la violencia se acredita en sede administrativa sin intervención de todas las partes implicadas, se está creando una suerte de justicia penal paralela, donde se eluden las garantía penales y procesales, se subvierte la presunción de inocencia y se deja la puerta abierta a que sean la sociedad y los medios quienes, como tribunales populares, dicten sus propias sentencias con fundamento en informes administrativos que no tienen la consideración procesal de prueba, llamando situación a lo que no puede ser otra cosa que un presunto delito.
Quizá esta sea la forma que se le ha ocurrido a Carmen Calvo para evitar que, como dijo, los delitos de violencia de género puedan ser objeto de interpretación por los jueces: eliminándolos de la ecuación.

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