Carmelo Jordá analiza la cuestión del absurdo derecho a no ser ofendido, y lo que está suponiendo cada vez más en la libertad de expresión, y aún más peligroso, en la libertad de pensamiento.
Artículo de Libertad Digital:
Quién nos iba a decir que ya bien entrado el siglo XXI estaríamos luchando, y perdiendo, una batalla feroz contra la censura. Quién nos iba a decir que, después de 40 años de una dictadura en la que cualquier cosa podía ser motivo de escándalo y en la que Papa Estado debía proteger nuestra moralidad y las buenas costumbres, estaría la sociedad echándose de nuevo en brazos del escándalo y exigiendo la instauración de una policía de la opinión que se convierta lo antes posible en policía del pensamiento.
Por supuesto esta reflexión viene a cuento del asunto de Rober Bodegas y las 400 amenazas que ha recibido por hacer tres chistes sobre gitanos. No voy a entrar aquí en analizar si los chistes son mejores o peores o si son de buen o mal gusto porque eso es completamente intrascendente a la cuestión, lo trascendente es que Bodegas tiene todo el derecho del mundo a hacerlos, nos gusten más o menos.
En los últimos años ha corrido como la pólvora la pretensión a instaurar una especie de derecho a no ser ofendido que es de todo punto inaceptable, y aún más si estamos hablando de colectivos: musulmanes, católicos, ateos, feministas, negros -perdón, afrodescendientes-, homosexuales, veganos... se niegan a ser ofendidos, tratando de instaurar así una censura que primero restrinja lo que decimos pero que, como todas las censuras que en el mundo han sido, en realidad aspira a restringir lo que pensamos.
Pues lo siento, no existe el derecho a no ser ofendido, es una aberración ideológica y, por supuesto, jurídica. Si usted no quiere ser ofendido por nada trepe a una montaña, adéntrese en el bosque más espeso o piérdase en una isla deshabitada en altamar, es decir: deje de vivir en sociedad.
Las libertades de pensamiento y opinión ejercidas en una sociedad heterogénea como la nuestra implica que las opiniones de unos no gustarán a otros, y el límite entre lo que no nos gusta y lo que nos ofende es, por su propia naturaleza subjetiva, indiscernible. Ante esto tenemos dos opciones: o nos expresamos en libertad y somos capaces de rechazar los discursos que no nos gusten con las mismas armas, el pensamiento y la palabra, aún a costa de que muchos se sientan o nos sintamos ofendidos; o dejamos primero de expresarnos libremente y luego hasta de pensar libremente.
Yo, que lo cierto es que tengo un temperamento un tanto brusco y cierta facilidad para ofenderme, quiero seguir expresándome como si viviera en una sociedad libre, este milagro que tantos siglos y tanta sangre nos ha costado, así que no me quedará más remedio que asumir sus ofensas. Además, les adelanto que seguiré hablando y escribiendo libremente, con respeto pero sin miedo a escandalizar a algún colectivo con ganas de escandalizarse. Y si se ofenden, se joden.
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