Buen artículo de Carlos López al respecto del populismo, sus carácterísticas y situaciones en las que emerge de manera más efectiva, el verdadero problema que entraña, lo que ocurre en los países en los que impera, las dificultades de combatirlo, algunos de los términos esenciales de los que se apropia para extenderse y ganar apoyo electoral y la situación de este hecho en España (vía Podemos).
Artículo de Archipiélago Duda:
El populismo se aprovecha de las situaciones de crisis para proponer sus soluciones fáciles, de forma no por evidente menos efectiva. Explota el más que justificado malestar de los ciudadanos para obtener el voto y, sobre todo, para –ya en el gobierno– autootorgarse poderes extraordinarios sin apenas resistencia. Porque el problema que entraña el populismo no es tanto que sus promesas no se puedan cumplir, o que sus medidas no vayan a producir los efectos que pregona. En realidad, esto es propio también de los partidos actuales, que llevan décadas cebando una mentalidad estatista y dependiente.
El salto cualitativo del populismo se halla en el precio que se cobra: al concentrar en el gobierno poderes extraordinarios (al principio, siempre “temporales”) se cae en una espiral en la cual el constante aplazamiento de las soluciones prometidas permite al caudillo de turno gobernar arbitrariamente por tiempo indefinido. Es decir, desaparece el Estado de Derecho, y con él las libertades políticas y económicas. Recordemos simplemente el “¡exprópiese!” de Hugo Chávez.
El salto cualitativo del populismo se halla en el precio que se cobra: al concentrar en el gobierno poderes extraordinarios (al principio, siempre “temporales”) se cae en una espiral en la cual el constante aplazamiento de las soluciones prometidas permite al caudillo de turno gobernar arbitrariamente por tiempo indefinido. Es decir, desaparece el Estado de Derecho, y con él las libertades políticas y económicas. Recordemos simplemente el “¡exprópiese!” de Hugo Chávez.
Los países gobernados por el populismo son más pobres, porque invertir en ellos es mucho más arriesgado. Son países en los que los gobernantes juegan con demagógicos controles de precios “contra los especuladores”, controles que siempre han provocado escasez y miseria allí donde se han implantado, como está sobradamente documentado desde tiempos del Imperio Romano. Son países en los cuales la oposición al gobierno requiere un considerable grado de valentía, incluso física. Y son países donde los niveles de “mordida” institucionalizada alcanzan el paroxismo; ríanse de la corrupción que hemos conocido hasta ahora.
Pese a todo esto, el populismo es difícil de combatir, por al menos dos razones. La primera es que las críticas que proceden del régimen partidocrático (la “casta”, en el lenguaje de Podemos) producen justo el efecto contrario al deseado. Cada vez que un representante del gobierno o del PP abre la boca para rechazar a Podemos, probablemente incrementa el número de los potenciales votantes de este último. Muchos ciudadanos no pueden evitar pensar que algo bueno tendrán quienes reciben críticas de una clase política de la que guardan tan mala opinión. El comprensible nivel de irritación contra ella es tal que, para desalojarla de las instituciones, algunos estarían dispuestos a votar a Atila.
La segunda razón de la fuerza del populismo estriba en que, al menos hasta que no alcanza el poder, muchos consideran exageradas las acusaciones y las comparaciones. Se nos dice que España no es Venezuela, se nos recuerda que se trata de un miembro de la Unión Europea, que aquí nadie va a desmontar el Estado de Derecho. Aunque los vínculos de los dirigentes de Podemos con el chavismo sean conocidos, por sí solos no demostrarían que Iglesias, Monedero y compañía pretendan instaurar en nuestro país una franquicia bolivariana.
Sin embargo, si atendemos al lenguaje básico de Podemos, los paralelismos con el chavismo antes de alcanzar el poder son algo más que simple coincidencia. “La casta” es por supuesto un concepto clave, que desempeña exactamente la misma función que la expresión “la cúpula”, utilizada hábilmente por Hugo Chávez para sumar el voto de los descontentos antes de 1998. Se trata en ambos casos de términos transversales, que por su carácter difuso facilitan recabar apoyos de un amplio espectro ideológico. Otros términos esenciales de la estrategia de Podemos son “democrático”, “participativo”, “público” y “proceso constituyente”. Los tres primeros preparan a la población para entregar al futuro poder político una capacidad de intervención más amplia que la actual (ya excesiva) bajo el falaz pretexto de devolver al “pueblo” (es decir, a quienes hablan por él) lo que es suyo. Pero probablemente sea la última expresión, repetida tanto por los dirigentes de Podemos como por el último militante o simpatizante conscienciado, la más decisiva.
Cuando habla de “proceso constituyente”, Podemos se atiene milimétricamente al guión chavista. Al poco tiempo de llegar al poder, Chávez, aprovechando la ilusión todavía intacta que generan los cambios políticos, elaboró, como no se había cansado de anunciar, una nueva constitución que fue votada en referéndum, y que ha permitido al régimen bolivariano sobrevivir a su muerte, reprimiendo a la oposición y arruinando al país.
El procedimiento para reformar legalmente la Constitución española de 1978 se describe en su Título X. Abrir un proceso constituyente como si la Constitución vigente no existiera sería técnicamente un golpe de Estado. Si se consumara algo semejante, por mucho que se escenificara su legitimidad democrática mediante un referéndum, cruzaríamos una línea de no retorno, tras la cual una parodia asambleísta de democracia permitiría al gobierno perpetrar cualquier abuso, abolidos o desnaturalizados la mayoría de los controles en los que se basa la política civilizada. Obsérvese que cuando Pablo Iglesias habla de “controles”, se refiere casi siempre no al ejecutivo, sino al sector privado, ¡incluidos los medios de comunicación!
La estrategia del populismo es obvia. Confiar en que una sociedad europea sea inmune a la patología que tanto ha hecho sufrir a los pueblos iberoamericanos (como si fuéramos intrínsecamente superiores) sería un experimento realmente peligroso.
No se trata de que, con tal de conjurar el peligro de Podemos, haya que seguir votando a los partidos tradicionales. Semejante chantaje emocional (“o nosotros o el caos”) desacredita cualquier crítica que puedan recibir Iglesias y los suyos, por justa y sensata que sea, y por tanto contribuye a aumentar sus apoyos. (...)
Pese a todo esto, el populismo es difícil de combatir, por al menos dos razones. La primera es que las críticas que proceden del régimen partidocrático (la “casta”, en el lenguaje de Podemos) producen justo el efecto contrario al deseado. Cada vez que un representante del gobierno o del PP abre la boca para rechazar a Podemos, probablemente incrementa el número de los potenciales votantes de este último. Muchos ciudadanos no pueden evitar pensar que algo bueno tendrán quienes reciben críticas de una clase política de la que guardan tan mala opinión. El comprensible nivel de irritación contra ella es tal que, para desalojarla de las instituciones, algunos estarían dispuestos a votar a Atila.
La segunda razón de la fuerza del populismo estriba en que, al menos hasta que no alcanza el poder, muchos consideran exageradas las acusaciones y las comparaciones. Se nos dice que España no es Venezuela, se nos recuerda que se trata de un miembro de la Unión Europea, que aquí nadie va a desmontar el Estado de Derecho. Aunque los vínculos de los dirigentes de Podemos con el chavismo sean conocidos, por sí solos no demostrarían que Iglesias, Monedero y compañía pretendan instaurar en nuestro país una franquicia bolivariana.
Sin embargo, si atendemos al lenguaje básico de Podemos, los paralelismos con el chavismo antes de alcanzar el poder son algo más que simple coincidencia. “La casta” es por supuesto un concepto clave, que desempeña exactamente la misma función que la expresión “la cúpula”, utilizada hábilmente por Hugo Chávez para sumar el voto de los descontentos antes de 1998. Se trata en ambos casos de términos transversales, que por su carácter difuso facilitan recabar apoyos de un amplio espectro ideológico. Otros términos esenciales de la estrategia de Podemos son “democrático”, “participativo”, “público” y “proceso constituyente”. Los tres primeros preparan a la población para entregar al futuro poder político una capacidad de intervención más amplia que la actual (ya excesiva) bajo el falaz pretexto de devolver al “pueblo” (es decir, a quienes hablan por él) lo que es suyo. Pero probablemente sea la última expresión, repetida tanto por los dirigentes de Podemos como por el último militante o simpatizante conscienciado, la más decisiva.
Cuando habla de “proceso constituyente”, Podemos se atiene milimétricamente al guión chavista. Al poco tiempo de llegar al poder, Chávez, aprovechando la ilusión todavía intacta que generan los cambios políticos, elaboró, como no se había cansado de anunciar, una nueva constitución que fue votada en referéndum, y que ha permitido al régimen bolivariano sobrevivir a su muerte, reprimiendo a la oposición y arruinando al país.
El procedimiento para reformar legalmente la Constitución española de 1978 se describe en su Título X. Abrir un proceso constituyente como si la Constitución vigente no existiera sería técnicamente un golpe de Estado. Si se consumara algo semejante, por mucho que se escenificara su legitimidad democrática mediante un referéndum, cruzaríamos una línea de no retorno, tras la cual una parodia asambleísta de democracia permitiría al gobierno perpetrar cualquier abuso, abolidos o desnaturalizados la mayoría de los controles en los que se basa la política civilizada. Obsérvese que cuando Pablo Iglesias habla de “controles”, se refiere casi siempre no al ejecutivo, sino al sector privado, ¡incluidos los medios de comunicación!
La estrategia del populismo es obvia. Confiar en que una sociedad europea sea inmune a la patología que tanto ha hecho sufrir a los pueblos iberoamericanos (como si fuéramos intrínsecamente superiores) sería un experimento realmente peligroso.
No se trata de que, con tal de conjurar el peligro de Podemos, haya que seguir votando a los partidos tradicionales. Semejante chantaje emocional (“o nosotros o el caos”) desacredita cualquier crítica que puedan recibir Iglesias y los suyos, por justa y sensata que sea, y por tanto contribuye a aumentar sus apoyos. (...)
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