lunes, 23 de octubre de 2017

Cómo Rajoy planea someter al independentismo

Juan Rallo analiza cómo Rajoy planea someter al independentismo activando el artículo 155, mostrando cuáles son los objetivos últimos de cada Estado y sus herramientas empleadas para tal fin. 

Artículo de El Confidencial: 
Foto: El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. (Reuters)El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. (Reuters)
La activación del artículo 155 de la Constitución contra la Generalitat catalana tiene como objetivo fundamental controlar tres competencias de la Administración autonómica: los Mossos d’EsquadraHacienda y TV3. Es decir, los tres poderes básicos mediante los cuales cualquier Estado construye y retiene su soberanía: la coacción, el dinero y la propaganda.
La coacción (dizque legítima) es la ratio última de cualquier Estado: el uso, o la amenaza del uso, de la fuerza bruta no solo persigue salvaguardar los derechos individuales (proteger a la población frente al crimen), sino sobre todo aplacar cualquier conato de cuestionamiento e insubordinación interna del 'imperium' estatal. Cuanto más disputada se halle la autoridad de cualquier Estado entre su población, más necesitará ese Estado recurrir a la fuerza bruta para instituir el reinado del terror (por eso las autocracias, en tanto en cuanto son percibidas como menos inclusivas por la ciudadanía, efectúan internamente un uso más intensivo de la coacción que las democracias).
El dinero es una forma de comprar voluntades mediante la creación de redes clientelares: aquellas personas cuyas finanzas dependen directamente de las transferencias estatales (funcionarios, pensionistas, subsidiados, concesionarios de obra pública, etc.) serán evidentemente mucho menos proclives a enfrentarse contra el Estado que aquellas que son descaradamente parasitadas por la Administración. De ahí que los estados modernos intenten, por un lado, proporcionar algún tipo de ayuda a todo el mundo (empleo público, sanidad pública, pensiones, becas, prestaciones de desempleo, rentas mínimas de inserción, etc.) y, por otro, incrementar la opacidad de la factura tributaria que recae sobre los contribuyentes (cotizaciones a cargo de la empresa, retenciones mensuales, impuestos indirectos, retórica antirricos, etc.). Maximizar la percepción de lo que recibimos y minimizar la información sobre lo que realmente nos cuesta el Estado.
Y, por último, la propaganda: ni la coacción ni el dinero lograrían a largo plazo legitimar socialmente al Estado sin un buen aparato de propaganda que lo blanqueara moralmente —esto es, sin un buen aparato de propaganda que creara una narrativa justificadora de su existencia y de su comportamiento—. Como es obvio, existen muchos canales de difusión de la propaganda estatal, pero los clave son dos: colocar la educación y los medios de comunicación bajo el control de los intelectuales orgánicos. Intelectual orgánico es todo aquel que contribuye a reforzar el 'statu quo' estatal (o a alterarlo marginalmente) en lugar de a cuestionarlo de raíz.
Todo Estado necesita colocar a sus intelectuales orgánicos en la vanguardia de las instituciones educativas (profesores, académicos, inspectores, etc.) y de los medios de comunicación (periodistas, divulgadores, mundo de la cultura, etc.), para así fortalecer su legitimidad social: y la forma más sencilla de colocarlos es creando y gestionando sus propias plataformas educativas (enseñanza pública) y sus propias terminales mediáticas (periódicos, radios y televisiones públicas). Por supuesto, no pretendo afirmar que todo intelectual en la academia o en los medios sea un intelectual orgánico, ni siquiera que no puedan existir razones correctas para serlo (los intelectuales pro-Estado ni están necesariamente equivocados ni tienen por qué ser deshonestos): solo constato que el Estado, para retener su autoridad política, ha de contar con su propia 'intelligentsia' legitimadora.
Acaso así se entienda mejor el despliegue específico del artículo 155. El Estado español trata de abortar la creación de un Estado catalán independiente que le arrebate lo que ese mismo Estado español reputa como su 'propiedad' (una parte del territorio y de la población española). ¿Cómo abortar esa secesión no solo 'de iure' sino, sobre todo, 'de facto'? Pues arrebatándole al Estado catalán los principales instrumentos a través de los que podría llegar a institucionalizarse soberanamente (a través de los cuales podría llegar a consolidar su autoridad política sobre su territorio y sobre su población). Sin control policial (Mossos d’Esquadra), el Estado catalán no podrá usar la violencia contra aquellos catalanes que se nieguen a obedecerlo: al contrario, será el Estado español quien, llegado el caso, podrá emplearla contra aquellos catalanes que no reconozcan su autoridad (como ya sucedió, por ejemplo, durante el 1-O). Sin control de las finanzas públicas, el Estado catalán no podrá comprar la obediencia de los receptores de transferencias públicas: al contrario, quien sí podrá adquirirla es el Estado español, pues de él dependerá la distribución del presupuesto autonómico (por ejemplo, los funcionarios que no cumplan las órdenes del Ejecutivo central no cobrarán; los artistas que no abracen la autoridad política española no serán subvencionados; los medios de comunicación independentistas perderán la publicidad institucional, etc.).
Por último, sin control de la propaganda (TV3, en el corto plazo; la educación pública catalana, en el largo plazo), el Estado catalán no podrá propagar, a través de sus intelectuales orgánicos, su sesgada versión de los hechos o, al menos, perderá algunas de las principales plataformas desde las que hasta ahora podía hacerlo: al contrario, será el Estado español quien pasará a colocar a sus propios intelectuales orgánicos unionistas dentro de tales plataformas para así difundir su propia propaganda autolegitimadora.
En definitiva, la finalidad última del artículo 155 es, en efecto, suspender la autonomía de la Generalitat catalana. Pero suspender la autonomía no implica simplemente sustituir unos rostros por otros al frente del Ejecutivo catalán. En el fondo, es una forma de recentralizar aquellas competencias básicas que permiten a todo Estado obligar, comprar o adoctrinar a su población para que lo obedezca sin rechistar: aquellas competencias que la Generalitat había venido ejerciendo hasta ahora para alimentar institucionalmente el independentismo y aquellas competencias —no lo olvidemos— que también viene ejerciendo desde hace décadas el Estado español sobre el conjunto de su territorio para apuntalar su soberanía sobre su población. Todos nosotros también somos rehenes de estos tres mecanismos estatales para generar obediencia.

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