Juan Pina analiza la cuestión de la competitividad fiscal en España, y la importancia de su implantación, que vendrá reflejada en la primera edición presentada por la Unión de Contribuyentes.
Artículo de Voz Pópuli:
Competitividad fiscal. EFE
¿Da igual establecer una empresa en una comunidad autónoma o en otra? ¿Es indiferente para una micropyme o para un autónomo constituirse y domiciliarse en Bilbao, Las Palmas o Granada para prestar sus servicios a todo el país? La Unión de Contribuyentes presentará el jueves 26 de octubre la primera edición del Índice Autonómico de Competitividad Fiscal (IACF), dirigido por Cristina Berechet. Es un trabajo ambicioso que trata de medir, con todos los ingredientes fiscales existentes en cada comunidad, cuál es su grado real de competitividad en comparación con las demás. Al disponer de sus propias normativas, el informe contempla por separado las tres provincias vascas junto a las otras dieciséis comunidades autónomas.
Hemos asistido, hace sólo unos meses, a la polémica tributaria suscitada por las presidentas de la Junta de Andalucía y de la Comunidad de Madrid. Andalucía se quejaba de que Madrid no cobre a sus residentes determinados tributos, y Madrid respondía al gobierno de Sevilla que, en vez de quejarse, siga el ejemplo. En esta compleja España del café para todos ma non troppo, generalmente descafeinado (salvo en Navarra y las tres provincias vascas), la competencia fiscal entre territorios ha sido un tema tabú que eriza el vello de la derecha y de la izquierda. La primera teme que la pluralidad de resultados económicos, derivada de las políticas fiscales de cada lugar, nutra su demonio particular: la desunión. La segunda, por su parte, teme el final de la llamada solidaridad interterritorial, ese injusto trasvase forzoso de recursos de los pobres de las regiones ricas a los ricos de las regiones pobres. Ambas, derecha e izquierda, temen que pierda poder el Estado que aspiran a regentar.
Sin embargo, la competencia fiscal ya es un hecho insoslayable, por más que se desarrolle en las tinieblas del debate público y se deba en gran medida a inercias y a factores colaterales, más que a una estrategia de competencia conscientemente desarrollada por cada administración autonómica. Como se desprende del IACF en esta primera edición, hay una diferencia de casi dos puntos y medio (en una escala de diez) entre la comunidad menos competitiva fiscalmente y la más competitiva. Es decir, puede darse hasta un 25% de gap en la capacidad de una comunidad de atraer empresas y particulares, generando riqueza y empleo. Es una diferencia como la que hay entre países comunitarios. Sin ánimo de hacer spoilers antes de la presentación pública del índice, creo que el lector ya tiene una idea aproximada de cuáles son los lugares más y menos competitivos fiscalmente.
Me parece significativo que Madrid, pese ser una comunidad de régimen común, haya logrado encaramarse hasta una de las posiciones más altas del índice, mientras la Comunidad Foral de Navarra, pese a disfrutar de concierto económico, ha adoptado con su actual gobierno hipercolectivista decisiones de política fiscal que la han desplazado hacia la mitad de la tabla. La introducción de infinidad de nuevos impuestos en esta última etapa ha lastrado muy gravemente la competitividad fiscal catalana, situándola entre las últimas comunidades pese a su amplio déficit fiscal, que la convierte en contribuyente neta a la solidaridad interterritorial. Al mismo tiempo, las receptoras netas de esa solidaridad ocupan invariablemente posiciones muy bajas en el ranking. A mi juicio, esto demuestra que el trasvase forzoso de recursos y la cultura de la subvención a territorios sólo sirven para mantener pobres a los pobres, a beneficio de los ricos locales y, sobre todo, de los políticos de la zona. Seguramente sin esa barra libre de ayuda exterior, algunas comunidades habrían adoptado decisiones fiscales sensatas, atrayendo capitales y actividad empresarial.
El IACF se inspira en la metodología consolidada desde hace mucho tiempo para medir la competitividad fiscal de los cincuenta estados norteamericanos. El informe estadounidense ha alcanzado un gran prestigio en su país. Cada año, los políticos de cada estado tiemblan ante la nueva edición del índice, sabiendo que la prensa y la sociedad les interpelarán si han perdido puntos en competitividad fiscal, sobre todo respecto a los estados vecinos.
Al importar y adaptar a nuestra realidad esta herramienta, se podrá comparar la evolución de cada comunidad y su capacidad de competir con las demás. Es una competencia sana y necesaria. Su alternativa es la llamada “armonización”, que siempre se produce al alza y es uno de los mayores enemigos de la libertad económica. Los impuestos se igualan en base al más elevado, así que más vale no igualarlos. La Unión Europea es un ejemplo de la tiranía de esos intentos de armonización fiscal, que inducen a la centralización de recursos en un monstruoso hiperestado. Por ejemplo, creo que, con un déficit fiscal aún mayor que el catalán, los madrileños deberíamos plantarnos y exigir para nuestra Asamblea competencias normativas reales en materia de fiscalidad. La lógica de los conciertos económicos, en un marco verdaderamente federal, me parece más razonable que la del régimen común. Podría contribuir además a resolver in extremis situaciones ya descarriladas y a impedir otras nuevas. Pero, sobre todo, impulsaría un cambio de paradigma en nuestra cultura económica al inducir a los políticos de cada lugar a bajar el gasto y los impuestos, en vez de construir pirámide tras pirámide para que las paguemos entre todos.
La competencia genera excelencia. La competencia fiscal es un candado a la voracidad fiscal de los políticos de cualquier signo. Es garante de un Estado limitado. En realidad, en la época actual, el Estado debería irse pareciendo cada vez más a una mera empresa de servicios. Y las empresas compiten por sus clientes, no los tienen por cautivos a los que exprimir sin freno. La gente vota con los pies. No es comprensible, por ejemplo, que una de nuestras comunidades autónomas cobre el impuesto de Patrimonio más alto del mundo. Una plena asunción federalista de la competencia fiscal corregirá estos excesos poniendo a cada uno en su sitio. Estoy seguro de que este nuevo índice servirá a la causa de una economía más libre, imprescindible para una sociedad también más libre.
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