lunes, 2 de octubre de 2017

Hablemos

Juan Rallo analiza la situación alcanzada en Cataluña, la visión que tiene cada lado confrontado, la cuestión del uso de la violencia y los distintos caminos a tomar ante el problema creado (uno de los cuales no resolverá nunca el problema). 

Artículo de El Confidencial:
Foto: Incidentes en el exterior del Pabellón Deportivo municipal de Sant Julia de Ramis (Girona), en donde se instaló un centro electoral el 1-O. (EFE) Incidentes en el exterior del Pabellón Deportivo municipal de Sant Julia de Ramis (Girona), en donde se instaló un centro electoral el 1-O. (EFE)
Todo orden político descansa sobre su legitimidad social y esa legitimidad social no es inmutable: cuando desaparece, el orden político se resquebraja. En buena parte de Cataluña, el orden político vigente hace tiempo que perdió su legitimidad de un modo probablemente irreversible: al entender de esa parte de Cataluña, la soberanía política no descansa sobre la nación española (tal como establece la Constitución), sino sobre la nación catalana. De ahí que, desde tal prisma, la actuación del Estado español contra la celebración del referéndum independentista (referéndum ilegal dentro del marco jurídico español) sea un mero ejercicio de brutal represión liberticida.
En cambio, el resto de España sigue suscribiendo mayoritariamente la idea de que la soberanía política descansa sobre la nación española y que, en consecuencia, todo intento de separarse del Estado español constituye un delito de sedición que debe ser reprimido con toda la contundencia necesaria para restablecer la legalidad. La actuación policial, pues, no es más represiva que la que puede ejercerse para desarticular a una banda de criminales durante la comisión de cualquier otro delito.
En otras palabras, lo que ayer sucedió en Cataluña fueron, sí, centenares de miles de catalanes votando sin las más mínimas garantías democráticas acerca de su separación del Estado español, en abierta subversión del ordenamiento jurídico vigente. Lo que ayer sucedió en Cataluña, sí, fueron cargas policiales generalizadas (con casi 1.000 heridos) contra muchos de los que subvertían el ordenamiento jurídico vigente. Pero ése es sólo el relato al que se llega desde el prisma que suscribe la absoluta (e incuestionable) legitimidad del ordenamiento jurídico vigente. Para quien no le reconoce tal legitimidad —como sucede en una porción muy elevada de la población de Cataluña— lo que sucedió ayer fue un proceso de separación política salvajemente abortado por una policía que, además, era percibida como extranjera.
Al margen de cuál de ambas visiones consideremos más correcta (o incluso si creemos que ninguna lo es, por cuanto la auténtica soberanía no reside en la nación, sino en cada individuo), lo que en todo caso sí debería resultar evidente es que tal conflicto de visiones es irreductible: unos se sienten con el derecho a gobernar a los otros y los otros se sienten con el derecho a no ser gobernados por esos unos. No hay más. Es un juego de suma cero: lo que ganen unos, lo pierden los otros; lo que cedan unos, lo engrosan los otros. Y, al mismo tiempo, también debería resultar evidente que, sea cual sea la visión a la que cada cual se adscriba, negando radicalmente la existencia (y validez parcial) de la otra visión no cabrá solución pacífica a ese conflicto entre visiones: cuando unos se sienten legitimados a ejercer todo el poder y los otros niegan toda la legitimidad al ejercicio de ese poder, entonces el conflicto —y la violencia— son el resultado inexorable. En tal escenario, la violencia no sirve para restablecer ningún ideal compartido de justicia, sino para imponer los dictados de quien sea más poderoso: es decir, no prevalecen un conjunto de principios comunes que puedan estructurar la convivencia entre unos y otros, sino la voluntad de quien logre imponer los suyos.
Y la cuestión, para cualquiera que valore mínimamente la libertad de cada persona a desarrollar su propio proyecto de vida sin someterse a la coacción de terceros, debería ser cómo resolver este conflicto de visiones —de legitimidades— minimizando el uso de la violencia. Porque, repito, en este caso la violencia no nos acerca a un restablecimiento de un ideal compartido de justicia, sino al choque de visiones irreductibles sobre la legitimidad.
Una primera posibilidad sería la de consolidar y enconar ese conflicto de visiones: que unos —los que posean la fuerza— impongan su legitimidad y que los otros la acaten —so amenaza de violencia— aun cuando no la compartan y la repudien radicalmente. Semejante estrategia puede funcionar cuando lo que se conculca es la visión de justicia de grupos muy minoritarios (por ejemplo, muchos libertarios no reconocen la legitimidad del sistema tributario o de gran parte de las liberticidas leyes estatales pero, aun así, no les queda otro remedio que acatarlo dado que son cuantitativamente irrelevantes). Sin embargo, cuando estamos hablando de varios millones de personas —además, densamente agrupadas en una determinada área geográfica—, tal estrategia tiene altas probabilidades de naufragar: es decir, de alimentar crecientemente el descontento, el conflicto y la violencia. No habrá convivencia, sino sometimiento contestado e inestable.
El segundo camino es buscar algún tipo de compromiso: reconocer mutuamente la existencia de diferencias irreductibles y tratar de alcanzar un acuerdo integrado por las partes más razonables (y compartidas) entre ambas visiones. Un acuerdo donde ambos pierdan o, en contrapartida, ambos ganes respecto a sus aspiraciones máximas. ¿Qué hay de razonable dentro de la visión que reivindica la legitimidad del ordenamiento jurídico vigente y que denuncia la ilegalidad del referéndum?
Primero, que toda secesión tiene ciertos efectos sobre el resto de españoles y que, por tanto, todo proceso de independencia debería someterse a algunas condiciones que minimizaran los perjuicios sobre los españoles; segundo, que en una eventual secesión de Cataluña no sólo importan los derechos de quienes se quieren separar, sino también los de quienes no se quieren separar, debiendo en consecuencia proteger tales derechos; tercero, que el referéndum del 1 de octubre no cumplió las más mínimas garantías democráticas ni siquiera en los propios términos de sus convocantes; y cuarto, que la legalidad española no autoriza a día de hoy la separación política y que existe un cierto valor (previsibilidad jurídica) en no romper radicalmente con la legalidad establecida. Por consiguiente, y atendiendo a estas proclamas razonables de un lado, debería renunciarse a una declaración unilateral de independencia siempre que se ofrezcan alternativas para encauzar la situación.
¿Qué hay de razonable dentro de la visión que rechaza la legitimidad del ordenamiento jurídico vigente y defiende la legitimidad de la declaración de independencia? Primero, que el derecho de separación y reasociación política es un principio que idealmente debería ser respetado; segundo, que las mayorías, por muy numerosas que sean y por mucho cuenten con el aval de la fuerza estatal, no deberían conculcar los derechos de las minorías; y tercero, que todo uso de la violencia por parte del Estado ha de ser en todo caso proporcionado a la gravedad del daño realmente causado y a los objetivos buscados. Por consiguiente, el Estado español debería renunciar a bloquear indefinidamente el ejercicio del derecho de separación política de aquellos catalanes que deseen secesionarse y, sobre todo, abstenerse de una escalada del uso de la violencia.
¿Qué elementos podrían llegar a tener en común ambas posturas? La necesidad de reformar el ordenamiento jurídico vigente para permitir, dentro del actual Estado de Derecho reformado, una secesión política que, por un lado, salvaguarde los intereses legítimos de los españoles (por ejemplo, el reparto equitativo de activos y pasivos estatales, o la coordinación de ciertos servicios estratégicos como una defensa común) así como los derechos de los catalanes no secesionistas (permitiendo la permanencia de ciudades o mancomunidades mayoritariamente no independentistas al Estado español o instituyendo derechos extraterritoriales tutelados por tribunales extranjeros) y, por otro, dé cabida a unas aspiraciones de autoorganización política que, con las anteriores salvaguardas, no perjudican a nadie salvo a aquellos que rechacen visceralmente la autoorganización política ajena.
Después del 1 de octubre es el momento de hablar: de seducir, no de amenazar. Por desgracia, ambos frentes han escorado tanto sus posturas (es decir, han negado tan de raíz la posibilidad de reconocer cualquier atisbo de legitimidad y razonabilidad en la postura opuesta) que el diálogo para buscar soluciones compartidas se antoja misión imposible. Es más, cualquier propuesta que aspire a ser conciliadora —como la presente— muy probablemente sea tildada de equidistante y traicionera por ambas visiones ya totalmente escoradas en reafirmar su propia legitimidad incuestionable y en negar cualquier legitimidad a la de enfrente. Y, por desgracia, sin un consenso de mínimos sobre los términos en los que debe fundamentarse una nueva convivencia, sólo quedará la imposición unilateral de unos sobre otros. Un absoluto fracaso de nuestro marco institucional, incapaz de encauzar y solventar pacíficamente las controversias entre sus ciudadanos.

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