miércoles, 27 de marzo de 2019

Alcoa: mejor cerrada que subvencionada

Juan R. Rallo analiza el grave error (y la gran incoherencia o hipocresía política) de subvencionar a empresas por su mayor coste energético penalizadas por su mayor generación de CO2 a costa del resto de ciudadanos, y la pésima política que supone todo ello. 

Artículo de El Confidencial: 
Foto: Manifestación de los trabajadores de Alcoa frente al Ministerio de Industria, en Madrid. (Reuters)Manifestación de los trabajadores de Alcoa frente al Ministerio de Industria, en Madrid. (Reuters)
La electricidad es cara en España, no solo por la falta de competencia efectiva dentro del oligopolio sectorial sino también por las pésimas decisiones de política energética adoptadas históricamente por nuestros gobernantes y por los altos impuestos que la gravan. De hecho, una de las últimas razones por las que se ha encarecido la electricidad ha sido el aumento del precio de los derechos de emisión de CO2 que han de adquirir muchas centrales eléctricas para poder operar en Europa: y tal precio ha aumentado porque la Comisión Europea ha decidido restringir la oferta de esos derechos con el propósito de luchar contra el cambio climático.
La medida podrá parecernos más o menos adecuada, pero tiene un propósito muy claro: combatir las externalidades negativas (CO2) que producen algunos agentes económicos. “Quien contamina, paga”, para así desincentivarlo a contaminar y empujarlo a buscar alternativas menos nocivas sobre terceros. Trasladándolo al caso de la demanda eléctrica de las familias españolas: si el precio de la electricidad se incrementa como resultado de los más caros derechos de emisión de CO2, los hogares deberán o reducir su consumo eléctrico o tratar de abastecerse, total o parcialmente, por otros mecanismos no generadores de CO2 (como la instalación de paneles fotovoltaicos). Sí: ninguna de ambas posibilidades está exenta de costes para la unidad familiar, pero son los costes que todos los que generamos directa o indirectamente CO2 habremos de asumir para reducir nuestras emisiones de gases de efecto invernadero.
Y, como es obvio, aquellos que emitan CO2 de manera más intensiva deberán ser quienes asuman una mayor parte de esos costes. Si de lo que se trata es de reducir las emisiones de CO2, quienes más emitan deberán cargar con la parte del león. Así, y de manera muy paradigmática, la industria electrointensiva —aquella que, por definición, consume muy intensamente electricidad— será uno de los agentes que mayores ajustes deberán efectuar: si tu modelo de negocio se basa en el consumo masivo de electricidad y generar esa electricidad es caro (ya sea porque se ha encarecido legislativamente su generación vinculada al CO2, ya sea porque su generación por fuentes renovables todavía no es competitiva), entonces o cambias tu modelo de negocio (si resultara técnicamente posible) o, alternativamente, echas el cierre.
Ni hay más ni tampoco debería haber más: si políticamente se penaliza la emisión de CO2, es justamente para abocar a la reestructuración de aquellas industrias que no puedan operar sin emitir CO2 en grandes cantidades. Poner un precio al CO2 (que aproxime el daño relativo que está generando sobre el resto de ciudadanos) es una forma de poner de manifiesto que esas industrias no son económica (y socialmente) rentables y que, en consecuencia, han de desaparecer.
Claro que una cosa es pronunciar altisonantes declaraciones ecologistas (“forzaremos el cierre de aquellas industrias que emitan demasiado CO2”) y otra, muy distinta, ser coherente con ellas cuando afectan visiblemente a centenares de puestos de trabajo (los cuales evidentemente tratan de ejercer presión mediática para ser rescatados políticamente). Tomemos el conocido caso de Alcoa. ¿Por qué la estadounidense está desarticulando progresivamente sus plantas productoras de aluminio en España? Por el alto coste de la electricidad. ¿Qué exige Alcoa para quedarse? Que el Gobierno de España —es decir, todos los contribuyentes— le subvencione intensamente el coste de la electricidad: un caso típico de cabildeo empresarial parasitario: “Si no soy capaz de generar beneficios por mí mismo, se los extraeré coercitivamente a los ciudadanos”.
En el año 2014, sin ir más lejos, el Gobierno de Mariano Rajoy ya instituyó algunos de esos subsidios: los llamó “ayudas compensatorias por costes de emisiones indirectas de CO2”. El propio Gobierno las definía del siguiente modo: “La concesión de estas ayudas tiene por objeto la compensación de los costes indirectos imputables a las emisiones de gases de efecto invernadero repercutidas en los precios de la electricidad del que podrán beneficiarse las instalaciones pertenecientes a sectores expuestos a un riesgo significativo de fuga de carbono”. Es decir, que como la electricidad se ha encarecido porque hemos aumentado el coste de la emisión de CO2, toca subvencionar las empresas con mayor capacidad de presionar al poder político para cargar entre todos con semejantes sobrecostes.
Nótese el despropósito: gravamos políticamente el CO2 para desincentivar su generación pero luego subvencionamos políticamente el CO2 de aquellos que lo generan en mayor volumen para que sigan generándolo sin ajuste alguno. Solo en 2018, de hecho, el Ejecutivo destinó 150 millones de euros a estas subvenciones pro-generación de CO2, de las cuales Alcoa absorbió más de 50 millones. Pero las empresas afectadas no se contentan con tales sumas y reclaman dispararlas hasta al menos 500 millones de euros: en caso contrario, amenazan con irse. E irse es lo que deberían hacer estas empresas si la única forma de retenerlas en España es continuar subvencionándolas a costa del conjunto de los ciudadanos. Nuestra economía no debe cargar con nuevas prebendas extractivas en virtud de las cuales unos pocos —Alcoa, paradigmáticamente— roban a unos muchos —el conjunto de contribuyentes—.
En suma, hay razones para preocuparse por los altos costes de la electricidad y por cómo la oligopolización del mercado, así como la hipoteca de haber sobreinvertido prematuramente en centrales renovables, está contribuyendo a la desindustrialización de España. Pero si, en lugar de afrontar esos problemas estructurales dentro de nuestro sector eléctrico, nos dedicamos a subvencionar una externalidad negativa como es la emisión de CO2, entonces solo estaremos manteniendo un coste eléctrico desorbitado para el conjunto de la ciudadanía con la excepción de unos pocos empresarios —y trabajadores—privilegiados merced a la explotación de esa misma ciudadanía. Liberalización competitiva del sector eléctrico, sí; subvenciones a las industrias electrointensivas por emitir CO2, no. No convirtamos a los ciudadanos en rehenes de la mala política energética de los gobiernos y de las maniobras lobísticas de los entramados empresariales.

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