Juan Rallo analiza la necesaria implantación en el sistema de financiación autonómica la corresponsabilidad y la competencia fiscal entre las autonomías, que permiten resolver los enormes incentivos perversos del actual sistema de financiación, y sus pésimos resultados.
Y por primera vez, empieza la idea a aparecer en el debate político, lo que hay que agradecer.
Artículo de El Confidencial:
Foto: EFE.
El sistema de financiación autonómica español combina un alto grado de descentralización del gasto público (servicios estatales tan relevantes como la educación o la sanidad están controlados en gran medida por las comunidades autónomas) con un grado muy bajo de descentralización de los ingresos públicos. Sí, es verdad que las autonomías pueden crear sus propias figuras impositivas (impuestos medioambientales, sobre grandes superficies, sobre depósitos…), que tienen cedidos plenamente algunos tributos (sucesiones, patrimonio, AJD, hidrocarburos...) y transferidos parcialmente otros (como el IRPF o el IVA), pero a la hora de la verdad no ejercen un control efectivo sobre la recaudación derivada de su estructura fiscal: el sistema de financiación autonómico actualmente vigente impone que el 75% de todo lo que supuestamente deberían recaudar las autonomías se destine a una bolsa común (llamada Fondo de Garantía) que ulteriormente es redistribuida entre todos los gobiernos autonómicos en función de criterios muy variados (población equivalente, superficie, dispersión, insularidad...).
Los incentivos perversos que genera este sistema sobre los gobiernos de las comunidades autónomas son obvios. No existe entre los capitostes regionales ningún incentivo a administrar eficiente y diligentemente el gasto público porque el coste de financiarlo no lo soportan sus contribuyentes/electores, sino (en su inmensa mayoría) los del conjunto de España. Tan es así que si una autonomía consiguiera amasar un superávit y optara por bajar impuestos a sus ciudadanos, un 75% del importe ahorrado debería seguir dirigiéndose hacia el fondo común ulteriormente redistribuido entre todas las autonomías (recordemos que el Fondo de Garantía se nutre con los ingresos teóricos de las autonomías, no con sus ingresos reales). Puestos a contentar a los electores, mejor sobredimensionar el gasto público (que es recibido al 100% por los ciudadanos de una región) que bajar los impuestos (solo recibido en un 25% por los ciudadanos de esa región).
En este contexto, lo razonable es reforzar la corresponsabilidad tributaria: que cada uno gaste a partir de lo que ingresa y no a partir de lo que ingresan los demás. Si una autonomía quiere gastar más en sus ciudadanos, a quien tiene que exigirles un mayor sacrificio fiscal es a esos ciudadanos/electores, no a los del resto de España. A su vez, si una autonomía prefiere optar por una administración más austera y minimalista, quienes han de experimentar los frutos de ese ahorro son los ciudadanos/contribuyentes de esa autonomía (que por algo recibirán menores servicios públicos).
Sin embargo, dos han sido los argumentos que se han blandido para oponerse a esta descentralización impositiva hacia las autonomías. El primero, que caeríamos en una suicida competencia fiscal entre regiones que terminaría desarticulando el Estado de bienestar. El segundo, que socavaría la solidaridad interterritorial y, por tanto, incrementaría la desigualdad entre regiones.
La primera crítica es, en realidad, una de las mayores virtudes de la descentralización fiscal: que las autonomías compitan por optimizar el 'mix' gasto-fiscalidad (no aprobar gastos que no compensen en términos de bienestar a los contribuyentes que los financian) no sería un vicio sino una clarísima virtud. En este sentido, cuando existan inversiones públicas que generen un mayor valor para los ciudadanos que el coste tributario de financiarlas, no habrá incentivos a dejar de impulsarlas por la necesidad de bajar impuestos, puesto que los contribuyentes valorarán más tales inversiones públicas que los impuestos que abonan. Cuestión distinta, claro, es todo aquel despilfarro coercitivamente sufragado por el contribuyente en contra de los propios intereses del contribuyente: ahí, claro, la competencia fiscal entre autonomías (y el muy democrático voto con los pies) forzaría a las administraciones públicas a rectificar.
La segunda crítica, a diferencia de la primera, sí puede tener una parte de razón: reduciendo las transferencias entre autonomías, la desigualdad entre territorios podría incrementarse. Ahora bien, sobre esta cuestión hay dos aspectos que suelen pasar desapercibidos. Por un lado, el actual modelo de megatransferencias entre autonomías y de fiscalidad centralizada desincentiva que las regiones con menor renta traten de desarrollarse diferenciándose fiscal y regulatoriamente de las regiones con mayor renta: es decir, lo que tiende a favorecer es la hipertrofia de una burocracia autonómica bien alimentada merced a los ingresos extraídos a los contribuyentes del resto de autonomías.
Por otro, si ha de haber algún tipo de redistribución fiscal entre territorios, tal papel debería corresponderle al Estado central a través de su propio Presupuesto: si el Estado central considera que ha de construir alguna infraestructura en Extremadura o que ha de suplementar los recursos del sistema educativo canario, todo ello debería hacerlo con cargo a los impuestos generales que establece sobre el conjunto de españoles (y no cada autonomía a costa de los impuestos que supuestamente se han cedido a otras autonomías). O dicho de otro modo, un sistema fiscal descentralizado a dos niveles (un primer nivel de impuestos estatales comunes y un segundo nivel de impuestos autonómicos propios) permite combinar la diferenciación y la competencia fiscal con una cierta redistribución interterritorial de los recursos.
Hasta la fecha, por desgracia, ningún partido político defendía este sentido común tributario tan elemental. La izquierda, porque detesta la competencia fiscal, y la derecha, por un jacobinismo centralizador completamente desenfocado. Al parecer, sin embargo, las tornas podrían haber empezado a cambiar o, como poco, se están empezando a escuchar otras ideas dentro del PP. El nuevo equipo económico de Pablo Casado, dirigido por el economista Daniel Lacalle, acaba de anunciar que apoya la extensión del concierto económico vasco (aunque sin la fórmula politizada del cupo) al resto de autonomías. Es decir, descentralización y corresponsabilidad fiscal: las dos características de las que ha carecido históricamente nuestro sistema de financiación autonómico y por lo cual ha engendrado resultados tan desastrosos.
Por consiguiente, que el PP pueda estar replantándose su tradicional posición centralizadora a propósito del sistema de financiación de las autonomías constituye una buena noticia para todos. Cuestión distinta, claro, es que finalmente lo termine aplicando: aun cuando Pablo Casado se decidiera a incluirlo en su programa electoral, a la hora de aplicarlo debería enfrentarse a sus previsibles socios de gobierno (Ciudadanos se opone radicalmente a esta descentralización tributaria, por mucho que Luis Garicano la defendiera públicamente en el pasado) y, sobre todo, a aquellos barones de su propio partido que se han acostumbrado a drenar recursos del resto de autonomías. Mucho me temo, pues, que la propuesta terminará siendo —como tantas otras— abandonada, pero al menos hay que aplaudir cuando se colocan buenas ideas sobre la mesa.
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