lunes, 25 de marzo de 2019

La izquierda española, a su pesar

J.L. González Quirós analiza la situación de la izquierda en España, centrándose en el PSOE y su dificil tesitura al respecto de la unidad nacional y los nacionalistas independentistas. 

Artículo de Disidentia:
Las definiciones recíprocas de izquierda y derecha han ido cambiando con el tiempo, como era de esperar, pero siempre conservan un cierto aire de familia que es casi universal y un tanto intemporal. Lo que cambian son las geografías, las situaciones, las palabras que lo cuentan, pero no hasta el punto de que no se pueda encontrar alguna referencia que retenga la identidad suficiente. Esto pasa en todas partes, salvo en España, aunque no con toda la izquierda nacional, pero sí con una parte muy importante de ella, aquella que experimentaría un sobresaltado respingo si llegase a posarse sobre el anterior calificativo.
Nuestra izquierda es, además, más plural que ninguna otra, para empezar, y, consciente de eso, siempre anda uniéndose, claro es que para separarse luego. Presume más de su carácter rebelde y contrario al orden establecido que ninguna otra en el mundo, y en ese punto muestra una notable fidelidad al principio histórico de toda izquierda que es el de la subversión contra el orden imperante. La izquierda española está en contra, mucho más que a favor, por eso no ha sido pródiga en teóricos, porque para teorizar hay que construir y donde esté un buen petardo que se quiten las plomadas.
Ciertas formas de anarquismo han sido siempre próximas a muy buena parte de la izquierda nacional y están presentes, por ejemplo, en el elogio que ha hecho Iglesias del derecho a llevar armas, aunque ahora trate de ocultarlo por aquello de que se puede soportar cualquier cosa menos parecerse a una especie de nueva falange organizada, un signo que anularía su más preciada seña antisistema dispuesta incluso a elogiar a quienes se toman la justicia por su mano, siempre que sea la justicia del pueblo, es decir la que él dictase.
Muchas veces se ha pensado que la fijación de buena parte de la izquierda española con la pulsación destructiva frente a España y su unidad política es fruto de su impostada oposición al franquismo que pretendió hacer de la unidad nacional una seña exclusiva y un mandamiento sagrado. Hay en eso algo de verdad, porque en la segunda república hubo izquierdas españolas, baste recordar a Largo Caballero, a Indalecio Prieto, o al propio Azaña, por señalar en todas las direcciones del arco, pero la semilla de la oposición a esa supuesta monstruosidad de la unidad española viene de más lejos, hunde sus raíces en el cantonalismo del XIX, un nutriente que se ha reforzado al entrar en simbiosis con el descontento popular que se expresaba en los movimientos carlistas, cuya huella histórica y demográfica es fácil detectar en los nacionalismos vasco y catalán que tienen tanto de antiespañoles como de antiliberales, de opuestos a la idea de una soberanía popular que diluya las leyes viejas y fomente una perniciosa libertad moral y política. Esa simbiosis de la izquierda y el extremismo particularista es un fenómeno raro desde el punto de vista intelectual, pero lleno de vitalidad si se comprende que ambos confluyen frente a un enemigo común al que identifican como el orden impuesto al margen de su libertad natural.
En la historia de la izquierda reciente hay un momento decisivo en el que esa tendencia de una parte importante de la izquierda a cohabitar con el particularismo esencialmente antiliberal de los supremacistas vascos y catalanes estuvo a punto de ser cercenada, pero no fue así, por uno de esos vaivenes tácticos de los partidos. Felipe González optó por poner el socialismo del PSOE catalán a las órdenes de los jóvenes catalanistas de izquierda, que eran, casi sin excepción, hijos de franquistas reconocidos y herederos directos de las formas del carlismo catalanista, como los Maragall, y que se habían agrupado en un partidito de cuadros que se puso al frente del gran caladero de votos del obrerismo peninsular instalado en el corazón de una Cataluña disociada entre una burguesía de buen nivel económico y un ruralismo conservador pero muy catalanista. De ahí nació el PSC que siempre ha estado al servicio del ideal de independencia de Madrid presente en sus dirigentes más catalanistas, una tendencia que no se quebró con la elección de Montilla y que ha condicionado siempre la posición del PSOE al respecto.
El drama político y electoral del PSOE reside en que sabe que es harto difícil ganar unas elecciones generales sin sus votos catalanes (hágase el cálculo por quien tenga dudas al respecto), y contempla con terror cómo sus veleidades hacia el catalanismo separatista le provocan enormes dificultades en Asturias, en las dos Castillas, en Extremadura y, a la postre, en Andalucía, donde el fenómeno resulta más grave por su peso demográfico. El PSOE se puede permitir el lujo de casi desaparecer en el País Vasco, como ha sucedido, pero no resistiría una baja semejante de su posición en Cataluña. La última victoria real del PSOE en unas generales se debió a que los votos de ERC fueron a parar en un porcentaje muy alto a Rodríguez Zapatero por razones tácticas, una situación que, pese a los intentos desesperados de Iceta por aproximarse al modelo, es muy difícil que vuelva a repetirse, en especial porque la aparición de Ciudadanos en Cataluña le ha dejado sin ningún voto españolista, para entendernos.
Si el proceso descrito es correcto en sus líneas generales, es fácil comprender que los intentos de Sánchez por recuperar al PSOE pasándolo de nuevo por el Gobierno gracias al apoyo de todos los grupos que preferirían, al menos en sus ensoñaciones más húmedas, la disolución de la España constitucional, que ha puesto en su unidad política el fundamento indisoluble de su existencia, son bastante desesperados, y es muy difícil que conduzcan a cualquier forma de estabilidad política, en especial una vez que Ciudadanos, que a estos efectos funciona como una escisión por la derecha del voto socialista, haya manifestado con cierta rotundidad que no va a consentir ninguna nueva forma de ambigüedad a este respecto de la unidad y la igualdad de todos los españoles.
La forma en que se resolverá electoralmente esta aporía política del socialismo no está nada clara, pero no parece arriesgado suponer que el PSOE no podrá seguir jugando con la ligereza que lo ha hecho en un circo de varias pistas. Si recordamos el episodio zapateril de doble vuelta, primero estimulación de un nuevo Estatuto catalán que solo ellos creían imprescindible, segundo intento vano de cepillado constitucional del texto en el Congreso, es fácil ver que el hilo que unía dos pretensiones contrarias, ser más catalanista que nadie en Cataluña, y tan españolista como cualquiera en el resto está roto por completo. O no, como diría el último expresidente.
Una parte de la izquierda existente se resiste a abandonar de una vez la utopía siniestra de una España desintegrada, como se ve sucede con las distintas tropas podemitas de casi todas las regiones, y por cómo se propaga el virus secesionista en el levante y por el norte hasta el atlántico. Es posible que los supremacistas catalanes más a la izquierda creyesen que en Madrid las masas revolucionarias y populares se unirían con fervor a su manifestación en La Cibeles, pero no ha sido así, aunque llegase algún autocar de las más recónditas madrigueras de esa izquierda antiespañola que oficia de topo en las mesetas y en los valles de toda España, pero eran muy pocos.
En fin, que la izquierda está metida en un buen lío y trata de que los demás paguemos la ronda, los platos rotos. Los electores que no comulgan con la disolución de España lo tienen fácil o difícil dependiendo de su orientación. Si son de izquierdas se han quedado sin UPyD y, casi, sin Ciudadanos, parecen condenados a votar a Pedro con la esperanza de que, como no se sabe si sube o baja, haga al final lo correcto. Los del centro y la derecha tienen donde elegir, pero pueden estar molestos porque atisban que su mayoría, lo que las encuestas perciben y se palpa en los bares y en las oficinas, pueda quedar en agua de borrajas por mor de las reglas.
El asunto de fondo no tendrá arreglo hasta que una izquierda que no confunda sus objetivos con la tarea de romper España no acabe por imponerse a sus alevines más anarquizantes, pero eso puede que no esté en la agenda de los próximos años, salvo cuando lleguen a convencerse de que tendrán que desandar lo andado, y que no pueden alcanzar el poder sin tomarse en serio el respeto a la Constitución y a la ley, algo que  ninguna izquierda del mundo consideraría como un tema para negociar con los enemigos de la libertad y de la igualdad, con los que quieren restablecer y fortalecer nuevos privilegios y la desigualdad con los que debería haber acabado una revolución liberal, algo a lo que siempre se opusieron los carlistas.

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