Javier Pérez Bódalo analiza el conflicto entre Cabify, Uber y el sector del taxi, y el culpable de todo este problema, mostrando una solución al mismo en la que todas las partes salgan ganando.
Artículo del Instituto Juan de Mariana:
Hoy no venimos a analizar el ludismo mainstream, que culpa a las máquinas de quitar puestos de trabajo y destruir la calidad de vida de los obreros, cuando es palmario que la población mundial no hace más que aumentar, mejorando a cada día la calidad de vida del mundo entero. Para eso, otros antes que nosotros hicieron concienzudos análisis que son tremendamente útiles para entender estas cuestiones. Esta vez, es todo mucho más sencillo.
Hace escasos días, durante los fastos de la Feria de Sevilla, unos delincuentes no identificados prendieron fuego a nueve vehículos de la empresa Cabify. Este sistema, especialmente en grandes capitales y junto con otras empresas similares, está suponiendo verdaderos quebraderos de cabeza para políticos que tratan de mantener privilegios gremiales heredados de tiempos pretéritos, así como para sindicatos y asociaciones que necesitan asegurar sus cotas de poder. En ambos casos estamos ante individuos que, en sano ejercicio del libre mercado que critican, actúan en beneficio propio. Aunque ellos, contrariamente a nosotros, están dispuestos a utilizar todas las armas coactivas -estatales e incendiarias- que fuere menester.
No queremos, sin embargo, que suene esto a crítica a los taxistas. Sería pura hipocresía pretender que aquellos que pagaron elevadísimas tasas públicas o precios de reventa por sus licencias, que se ven sometidos a cuasi-mafias como las asociaciones de radio y que tienen horarios y cotas establecidas por decretos municipales, vieran con buenos ojos y abrazasen la llegada de sustitutos de su trabajo más baratos, cómodos y fáciles. No debemos caer en el absurdo de esperar que los taxistas -en la inmensa mayoría, autónomos honrados que cumplen con un oficio que hasta hace bien poco no conocía de enemigos- se hagan el hara-kiri en beneficio de los consumidores y perjuicio propio. No seamos ingenuos.
La culpa de la situación de dualidad, en la que -lo ha vivido el que escribe- se insulte e increpe a un conductor de Über en un aeropuerto español, u otra en la que un taxista diga con toda la razón del mundo -también al que escribe- que pagó varias decenas de miles de euros por un papelote del Ayuntamiento que le permite trabajar, no es culpa ni de la aplicación Cabify, ni del taxista que escucha esRadio y lleva su banderín del Atlético de Madrid, ni de aquel otro usuario que escoge uno u otro sistema. El culpable, el creador de situaciones de desigualdad ante -y mediante- la ley; el que crea oligopolios insostenibles y, a fin de cuentas, quien destruye el libre mercado y rebana a hachazos la mano invisible que lo regula no es otro que el Estado.
El mismo Estado que creó las licencias de taxi y ahora pretende mantenerlas; el Estado que mediante su legislación sigue obligando a los conductores libres a ser operadores de segunda; el Estado que a través de algunos de sus jueces prohíbe a empresas legalmente constituidas ejercer su actividad, protegiendo con ello a los poderosos y castigando a los usuarios. Es el Estado, una vez más, el que destruye la capacidad de generar riqueza de los agentes comerciales y es también, el Estado, el que impide a esos mismos taxistas competir en igualdad de condiciones. En lugar de mantener un sistema arcaico e ineficiente, sería más lógico que las administraciones públicas devolvieran a los tenedores de licencias lo que pagaron (detrayendo el tiempo de uso del cómputo) y permitieran un verdadero mercado libre de los transportes. Que beneficiaría a los buenos taxistas a los que podríamos elegir en lugar de someternos a la dictadura de la fila; que beneficiaría también a las empresas que surgieran, asegurando multiplicidad de opciones y sobre todo, beneficiaría a los consumidores, que escogerían en cada situación qué vehículo, qué conductor, qué precio y qué modo de viajar desean.
Hace un par de semanas, en una visita a la capital de España, un conductor de Cabify ofreció al que escribe un botellín de agua y comentó que tenía Wi-Fi en el vehículo. Recordando aquella botella uno piensa en que ojalá esa misma agua sirva para apagar las llamas de los decretazos que dinamitan el mercado, los impuestos que lo derruyen y los burócratas que lo entierran.
Y que no sea necesario que ardan los coches para que nos pongamos a hablar de libertad.
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