Luís I. Gómez analiza la cuestión de lo "políticamente correcto" y el nuevo socialismo mesiánico.
Artículo de Disidentia:
Nos dicen que lo verdaderamente honesto en nuestros días es ser parte de “la gente”, estar al lado de “la gente”, porque “la gente” es la que debería llevar las riendas de nuestra sociedad. El nuevo socialismo mesiánico nos invita a ser protagonistas de un nuevo empoderamiento de los otrora oprimidos (el pueblo), hoy victimizados (el mismo pueblo, pero con un poder adquisitivo 1000 veces mayor).
“Cuán ingrata es la tarea del profeta!”, con estas palabras cita Trotski en su autobiografía (“Mi vida”, 1930) al fundador de la socialdemocracia austríaca, el Dr. Victor Adler. Durante el Congreso de la Internacional Socialista celebrado en Stuttgart (1907) y ante la intervención de un místico australiano que preveía el día y la hora de la próxima revolución mundial socialista, Adler se sentó al lado de Trotski para susurrarle: “puede ser, pero a mí los pronósticos políticos sobre la base de escenarios apocalípticos me resultan más agradables que las previsiones hechas en base a la interpretación materialista de la historia.”
El ruso quedó asustado, pero tal vez tenía razón el marxista austríaco. A día de hoy el socialismo de “la gente”, como la mística y el apocalipsis, nada en el amplio lago del esoterismo. El socialismo de “la gente” nos ofrece un mundo diferente (griego esotera). Crece en el interior de cada hombre como un inexorable deseo, ansioso por salir al exterior en forma de verdadero paraíso terrenal. Invita a la catarsis interior, a la metamorfosis del alma para explotar y conquistar orgullosamente el mundo, convirtiendo a todos los humanos a la nueva fe – resurgiendo desde las enseñanzas secretas de las que sólo un grupo de iniciados son depositarios. El David socialista contra el Goliat capitalista. Ecologismo, igualitarismo, multiculturalismo, estatalismo y paz. A cualquier precio. Después de todo, ¿qué cruzada no es sangrienta?
Ya lo advertía Marx en su “Brief an Sorge” del 19 de Octubre de 1877. Siempre ha existido ese “socialismo interior”, sueños y deseos esotéricos de tercera fase, calificados por Marx de “Mythologie von den Göttinnen Gerechtigkeit, Freiheit, Gleichheit und fraternité” (dejo la frase original, que suena muy bien. Viene a decir: mitología de las diosas Justicia, Libertad, Igualdad y Fraternidad).
Recomiendo a toda la gente de buena fe releer de vez en cuando a Marx. Es la mejor terapia para seguir siendo ateos, para no caer presas de los nuevos esoterismos. Con Marx en la mesita de noche no habrá sitio para las estampitas de Iglesias ni para altares audiovisuales a sus torticeros apóstoles.
A los fieles de la iglesia de “la gente”, los de las pancartas anti-el-que-no-piensa-como-yo les recuerdo (sé que en vano) tres de las certeras tesis de Aristóteles a la hora de definir los criterios de la mentira:
- La mentira satisface. Es una satisfacción creer en el socialismo y propagarlo por el mundo. No importan los muchos millones de muertos fruto de las doctrinas socialistas. La iglesia socialista es también una iglesia de pecadores. Y ya saben: el pecado no disminuye la satisfacción de soñar con la redención, la engrandece.
- La exageración, por obviamente falsa, es sólo mentira a medias. Está de moda presumir de los logros del socialismo. Logros que nadie que realmente vivió un régimen socialista jamás vio (desde que vivo en Leipzig estoy aprendiendo mucho del socialismo real). Pero soñar con las ventajas hipotéticas de un socialismo inexistente ante la amenaza cierta del “monstruoso” capitalismo reinante es un consuelo para el alma tribulada.
- La mentira se disfraza de humildad. El socialista como masoquista: en continuo y aparente acto de penitencia por sus errores, sus crímenes, los “accidentes” provocados por los demás y al mismo tiempo como defensor único y verdadero del desigual, de TODAS las víctimas, incluso las propias. Pero esta nueva humildad en realidad es coquetería, reclutando a los nuevos aspirantes.
Bienvenidos a la secta.
Y aparece el dictado de la “corrección política” como la mejor herramienta posible para disimular las falsedades. El término emerge por primera vez en la década de 1980 en América, como auto-descripción de un cierto entorno académico. Se trata de centrar la atención en las sensibilidades de las minorías y de tenerlas en cuenta. Por primera vez, se hace una distinción entre el discurso políticamente correcto y el incorrecto. El primer periodista que hizo conocer esta tendencia a un amplio público fue Richard Bernstein en el New York Times en 1990. Se trataba de incluir en seminarios literarios como parte del currículum las obras de las mujeres, especialmente las surgidas fuera de la cultura no europea. En los años noventa el concepto se verá ocupado por el afán moralizante de censurar ciertos actos de lenguaje o de excluirlos para determinar los espacios discursivos “aceptables”. Este es el sentido de la corrección política que ha prevalecido hasta hoy.
Lo realmente preocupante es que, desde entonces, en todos los debates públicos la única herramienta que se utiliza para desacreditar los argumentos de la parte contraria es la del deprecio (sin “s”) moral. Esta devaluación moral se ha convertido en la espada más afilada y peligrosa cuando de hablar en público se trata. Es un arma de destrucción masiva, porque con ella abandonamos negligentemente la necesidad de discutir argumentativamente los razonamientos de “los otros”. La moralización de la vida política es una marca de nuestro tiempo. Convertimos cualquier cuestión política o social en un conflicto entre el bien y el mal, cuando en realidad sólo se trata de un conflicto de intereses. La corrección política es un medio probado y comprobado de aumentar el empoderamiento… y el victimismo.
La pregunta ahora es qué nos prometemos abrazándonos al victimismo moralizante que nace de la corrección política y se retroalimenta en ella. La primera plusvalía evidente es que, de pronto, nos damos cuenta de que otras personas comparten nuestro punto de vista: ¡no estamos solos! Estamos entrenados (cosas de la evolución y nuestra neurobiología) a escuchar con atención (y compasión) y devotamente las historias que nos cuentan y nos encanta que alguien muestre empatía por la nuestra. El segundo valor añadido es el cambio en la carga de la prueba. Nada es más reconfortante que la suposición de que uno no es el responsable de su propia desgracia. Si, por ejemplo, nadie nos lee, ello no se debe al hecho de que seamos incapaces de expresar nuestras ideas de forma clara o amena. No, es el cártel de opinión de izquierda/derecha el que sabotea/ignora nuestras opiniones públicas. Esta es exactamente la misma figura que funciona en otros ámbitos a la perfección: el heteropatriarcado, el capitalismo, el sexismo, … son los que me impiden cumplir mis deseos y esperanzas vitales … los responsables de mi desgracia.
Este pensamiento victimista es también un callejón sin salida, porque no nos permite salir del papel de víctima. Cualquier buen terapeuta le dirá a quien realmente ha sido víctima de una experiencia traumática, que debe abandonar este papel lo más rápido posible y dejarlo atrás. La institucionalización del papel de víctima está fundamentalmente en contra de la meta emancipadora de la Ilustración. Y la emancipación es exactamente aquello por lo que debemos esforzarnos. Ser independiente no es poder hacer lo que me da la gana. Ser independiente, ser una persona realmente emancipada, significa no depender de nadie para poder llegar a ser quien potencialmente puedo llegar a ser. Dado que en nuestra especie la independencia absoluta no existe -debemos socializar-, nuestro grado de emancipación será directamente proporcional al empeño que pongamos en no caer en las trampas victimizadoras -colectivizantes- de lo “correctamente político”.
No permitamos que nos pongan bolardos en la boca. Y menos en nuestras ideas.
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