Guadalupe Sánchez analiza la instrumentalización política del maltrato, tocando los temas claves y la necesidad de un debate constructivo sobre este tema complejo (más que complicado con todos los intereses actuales en juego).
Artículo de Disidentia:
Nos hemos equivocado en materia de violencia de género: no supimos reaccionar antes, cuando se constató la instrumentalización de la norma para fines que no le son propios, y tampoco estamos sabiendo reaccionar ahora ante quienes la usan como una mera consigna arrojadiza en la arena política.
Una de nuestras más grandes equivocaciones ha sido demonizar cualquier atisbo de crítica a la ley. Desde las instituciones y los medios de comunicación se ha desacreditado y tildado de maltratadores, machistas y otras lindeces a quienes han apuntado a cuestiones tan graves como la asimetría penal, los incentivos perversos para instrumentalizar las denuncias en procesos de divorcio, custodia o por mera venganza, y el surgimiento de una mastodóntica e ineficiente administración paralela bajo el paraguas de la asistencia y ayuda a la mujer maltratada.
Los defensores a ultranza de la ley lo son por muy diversos motivos, pero durante mucho tiempo han coincidido en señalar al crítico o discrepante como enemigo, como si una especie de venda no les permitiese ver que algunas de las críticas tendentes a corregir los errores o problemas que ha evidenciado la aplicación ley demuestran una preocupación genuina por la protección efectiva de la mujer maltratada si acaso aun mayor que la de aquellos que se limitan a parapetarse tras el eslogan y la barrera de su propia sinrazón.
Como no podía ser de otra forma, esta actitud ha tenido como respuesta un movimiento contestatario, convirtiendo la materia en un auténtico campo de batalla, con dos bandos polarizados, que se arrojan unos a otros adjetivaciones gruesas, datos sesgados y consignas desde sus respectivas trincheras. Y mientras el público anda distraído con los fuegos artificiales de los respectivos contendientes, se obvia tanto a las auténticas víctimas, como a aquellos actores que cuentan con la formación necesaria para asistirlas, protegerlas y atenderlas, como policías, jueces, fiscales y abogados del turno de oficio, y se distraen para otros fines los recursos y medios que debieran destinarse a todos ellos.
Así que creo importante que se abra un debate serio y responsable sobre la ley y sus aspectos más conflictivos, que gire en torno a la protección y asistencia de la víctima que sea capaz de concluir propuestas efectivas y socialmente consensuadas. Y para ello tenemos que ser capaces de querer escuchar e intentar comprender a aquellos que, desde posiciones no ideologizadas, señalan esos problemas, algunos ya constatados por las últimas sentencias del Tribunal Supremo, como la asimetría penal y los incentivos perversos para instrumentar las denuncias por violencia de género, que voy a intentar explicarles a continuación.
La asimetría penal supone, en síntesis, que se castigue con una pena mayor el maltrato del hombre a la mujer, que la de la mujer al hombre. Mucho se ha escrito respecto a esta cuestión, afirmando o negando su existencia, pero yo considero ese debate resuelto tras la sentencia del Tribunal Supremo de 20 de diciembre de 2018 (STS 677/2018), en la que, a instancias de la fiscalía, se condena con una pena de prisión mayor a un hombre que discutió con su pareja en un local de ocio sobre si debían o no regresar a casa. Básicamente, ella le propinó un puñetazo, el respondió al golpe con un tortazo, y ella entonces le propinó una patada, sin causar lesiones. A pesar de que existieron agresiones mutuas, y de que no se denunciaron el uno al otro, el Tribunal condena al hombre a seis meses de prisión, y a tres a la mujer, además de otras penas accesorias.
Tras esta sentencia, resulta absurdo negar la existencia de una discriminación punitiva por razón de sexo. Tampoco tiene sentido justificarla en obligaciones asumidas por España con la ratificación del Tratado de Estambul, pues éste no impone en su articulado discriminación alguna. Si tienen interés a este respecto, les remito a la brillante explicación de @JudgeTheZipper:
En cuanto a los incentivos perversos para instrumentalizar las denuncias por violencia de género, se trata de una cuestión íntimamente ligada a la famosa polémica del 0,01% de denuncias falsas.
Las estadísticas demuestras que entre un 70 y 80% de las denuncias por violencia de género se archivan o sobreseen. Esto no quiere decir ni que el 80% de las denuncias sean falsas, ni que todas ellas describan un hecho real que cae en el olvido judicial.
La ley de violencia de género contempla, con cierta lógica, que el hecho de encontrarse encausado por un delito de maltrato acarrea para el acusado la posibilidad de que se acuerde la suspensión del ejercicio de la patria potestad, guardia y custodia, régimen de visitas, etc. Además, los protocolos de actuación en materia de género suelen imponer la detención de los denunciados por las fuerzas y cuerpos de seguridad para su puesta a disposición judicial aún cuando el supuesto delincuente no sea sorprendido cometiendo el delito o después de cometerlo (in fraganti), sino simplemente cuando interpreten que la situación lo aconseje.
Ante esta situación, muchas mujeres (muchas veces mal aconsejadas por sus letrados) caen en la tentación de instrumentalizar la denuncia por maltrato, ya sea para obtener una posición de fuerza en el proceso de divorcio, ya sea por mera venganza contra su expareja o incluso para acceder a ayudas de contenido económico. La denuncia puede ser realizada por escrito o incluso telefónicamente (deberá ser ratificada después), e inicia un proceso que, en más ocasiones de las que debería, acaba con el denunciado en el calabozo durante horas, incluso días, antes de ser puesto a disposición judicial.
Claro que interponer una denuncia falsa es un delito, pero que prospere una denuncia por este hecho no es fácil, y eso lleva a que muchos de los afectados por la misma, así como los propios jueces y fiscales, se encuentren atados de manos. Me explico: la denuncia falsa está castigada con penas de multa, que varían en función de la gravedad del delito denunciado. En teoría, para que exista denuncia falsa bastaría con acreditar que se han abierto actuaciones judiciales como consecuencia de la denuncia. Pero en la práctica, la denuncia falsa en materia de género será viable cuando haya existido cierta proactividad de la víctima con la acusación más allá de la mera denuncia, pues si ésta tras denunciar se limita a no ratificar la denuncia, o a acogerse a su derecho a no declarar, el sobreseimiento o archivo se producirá por la falta de pruebas más allá, lo que no implica necesariamente falsedad en la acusación.
La existencia de estas situaciones ha quedado implícitamente reconocida por el Tribunal Supremo en una sentencia de este pasado mes de enero, en la que la Sala impone pena de cárcel a una denunciante que acusó falsamente a su esposo de maltrato, ratificando la denuncia en juicio, subsumiendo el delito de denuncia falsa en el de falso testimonio, pues se considera a la víctima un testigo cualificado.
¿Pero que sucede cuando la denunciante no ratifica la denuncia en juicio? Pues que el juzgador no puede concluir que se encuentra ante una denuncia falsa sin más, sino que tiene que valorar la posibilidad de una ausencia de material probatorio (nunca olvidemos que la ley penal no puede interpretarse expansivamente), lo que probablemente llevará al sobreseimiento o archivo de las actuaciones o, en el peor de los casos, a una pena de multa de escasa entidad.
Así que resulta imposible cuantificar cuantas de esas denuncias que se encuentran entre el 70 y 80% de las archivadas son falsas. Es evidente que no todas lo son (algún político ha llegado a afirmar que solo 3 de cada 100 no son falsas), pero también que las que lo son no forman parte de la estadística tan jaleada del 0,01%, que se refiere a las denuncias falsas sentenciadas en firme.
Por último, quisiera hacer mención a la cuestión de la administración paralela. Bajo el paraguas de la ley de violencia de género ha surgido y crecido una descomunal administración, escasamente auditada y con una eficiencia cuestionable, que recibe fondos ingentes que, por desgracia, parece que no llegan a quien debiera, la víctima. Yo personalmente dudo mucho que este problema se solventase sustituyendo la actual ley por una de violencia intrafamiliar, que a lo sumo conseguiría ampliar a los colectivos receptores de fondos, o sustituir a unos por otros, pero que no redundaría necesariamente en una mayor eficiencia o asistencia y protección de la víctima.
Es necesario que, de una vez por todas, renunciemos a peligrosas e indeseables acusaciones o victimizaciones colectivistas, y que seamos capaces de plantear un debate constructivo sobre una materia compleja, y dejemos de una vez por todas de instrumentalizar políticamente el dolor.
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