William Saletan analiza la reciente e interesante obra de Jonathan Haidt, "La mente de los justos. Por qué la política y la religión dividen a la gente sensata", donde expone la confrontación ideológica de las personas, el porqué de la misma, y cómo superar tales diferencias.
Artículo de El Cultural:
Jonathan Haidt
Usted es inteligente, liberal (progresista en EEUU. El liberal aquí es libertario en EEUU) y está bien informado. No puede entender por qué los estadounidenses de clase trabajadora votan a los republicanos. Cree que los han embaucado, pero se equivoca. Esta acusación no viene de la derecha. Es una advertencia de Jonathan Haidt (Nueva York, 1963), un psicólogo social de la Universidad de Virginia que, hasta 2009, se consideraba un liberal ferviente. En La mente de los justos, Haidt se propone enriquecer el liberalismo con un conocimiento más profundo de la naturaleza humana. Para empezar, sostiene que las personas somos fundamentalmente intuitivas, no racionales. Si uno quiere persuadir a los demás tiene que apelar a sus sentimientos. Pero Haidt busca algo más. Busca la sabiduría. Eso es lo que hace que valga la pena leer su libro.
A la pregunta de “¿por qué la otra parte no hace caso a la razón?” que tantos se hacen en relación con la política, Haidt responde que no fuimos diseñados para razonar. Cuando se plantea una cuestión moral a un grupo de personas, se mide el tiempo de respuesta y se escanea su cerebro, la respuesta y el patrón de activación cerebral indican que los interrogados llegan rápidamente a una conclusión, y que después elaboran razones para justificar su decisión. Los ejemplos más divertidos y penosos son las transcripciones que hace el autor de las entrevistas sobre supuestos extravagantes. ¿Es incorrecto tener relaciones sexuales con un pollo muerto? ¿Y con una hermana? Si su perro se muere, ¿por qué no se lo come? La mayoría de los sujetos responden que todo eso está mal, pero ninguno puede explicar por qué.
El problema no es que la gente no razone. Sí que lo hace, pero sus argumentos sirven para apoyar sus conclusiones, no las de su interlocutor. La razón no funciona como un juez que sopesa imparcialmente las pruebas, sino más bien como un abogado que justifica nuestras opiniones ante los demás.
Para explicar esta persistencia, Haidt invoca una hipótesis evolutiva. Las personas competimos por nuestra posición social, y la ventaja decisiva en esta competición es la capacidad de influir en los demás. Desde este punto de vista, la razón evolucionó para ayudarnos a inventar historias, no a aprender. Así que, si queremos cambiar la mentalidad de la gente, concluye el autor, no tenemos que apelar a su razón, sino al jefe de esta, es decir, a las intuiciones morales subyacentes cuyas conclusiones la razón defiende.
En Occidente pensamos que la moral trata del daño, los derechos, la justicia y el consentimiento. ¿El pollo es propiedad de esa persona? ¿El perro está realmente muerto? ¿La hermana es mayor de edad? Sin embargo, salga de su país y descubrirá que su perspectiva es anómala. Haidt ha leído tratados de etnografía, ha viajado por el mundo y ha entrevistado a miles de personas a través de internet. Él y sus compañeros han elaborado una lista de las seis ideas fundamentales que sustentan la mayoría de sistemas morales: el afecto, la justicia, la libertad, la lealtad, la autoridad y la santidad. Junto a estos principios, ha identificado temas relacionados que poseen peso moral: la divinidad, la comunidad, la jerarquía, la tradición, el pecado y la degradación.
Puede que las visiones del mundo que analiza Haidt difieran de las de usted. No parten del individuo, sino del grupo; exaltan las familias, los ejércitos y las comunidades. Suprimen las formas de expresión individual que pueden debilitar el tejido social. Valoran el orden y no la igualdad.
No es que estos sistemas morales sean ignorantes o atrasados. El autor sostiene que son corrientes en la historia porque se adecúan a la naturaleza humana. Los compara con las costumbres culinarias. Adquirimos la moral igual que adquirimos nuestra preferencia por determinados alimentos. Haidt cita estudios que muestran que la gente castiga a los tramposos, acepta jerarquías y no está de acuerdo con la distribución igualitaria de los beneficios cuando las contribuciones son desiguales. Para descubrir estas ideas no hace falta irse a otro país. Podemos encontrarlas en el Partido Republicano. Los temas republicanos de la fe, el patriotismo, el valor, la castidad, la ley y el orden tocan los seis fundamentos de la moral, mientras que los demócratas, según Haidt, se centran casi exclusivamente en el cuidado y la lucha contra la opresión. Este es el sorprendente mensaje del autor a la izquierda: en cuestión de moral, los conservadores son más abiertos que los liberales (progresistas), ya que ofrecen una dieta más variada.
Haidt trata el éxito electoral como una especie de prueba de aptitud evolutiva. Supone que si a los votantes les gustan los mensajes republicanos, es que hay algo que hace que merezcan ser apreciados. El conservadurismo prospera porque concuerda con la manera de pensar de la gente, y eso es lo que lo valida. Los trabajadores que votan a los republicanos no son tontos. En palabras de Haidt, “votan a favor de sus intereses morales”. Uno de esos intereses es el capital moral, es decir, las normas, las prácticas y las instituciones, como la religión y los valores de la familia, que facilitan la cooperación restringiendo el individualismo. En este sentido, el autor aplaude a la izquierda por regular la codicia de las empresas. No obstante, le preocupa que, en otros aspectos, los liberales disuelvan el capital moral. Las políticas de educación que permiten que los alumnos demanden a los profesores erosionan la autoridad en el aula. La educación multicultural debilita la función aglutinante de la asimilación. Haidt está de acuerdo con que, a veces, las viejas prácticas se tienen que reexaminar y cambiar. Lo único que quiere es que los liberales actúen con prudencia y protejan los pilares sociales sostenidos por la tradición.
Otro aspecto de la naturaleza humana que, según Haidt, los conservadores entienden mejor que los liberales, es el altruismo localista, la inclinación a preocuparse más por los miembros del propio grupo que por los foráneos. Salvar Darfur, someterse a Naciones Unidas y pagar impuestos para dar educación a niños de otro país puede ser noble, pero no es natural. Lo natural es ayudar a tu gente, a tu pueblo, a tu nación.
Sin embargo, Haidt no se limita a reprender a los liberales. Considera que la izquierda y la derecha son como el yin y el yang y que cada uno aporta un conocimiento que el otro debería escuchar. El estudio de Haidt propone varias directrices generales. Primero, tenemos que ayudar a la ciudadanía a desarrollar relaciones empáticas que busquen el entendimiento mutuo en vez de utilizar la razón para defenderse de las opiniones contrarias. Segundo, hay que sacar tiempo para la contemplación. Tercero, debemos poner fin a la segregación ideológica.
Muchas de las propuestas de Haidt son vagas, insuficientes o difíciles de poner en práctica. Y está bien que sea así. El autor sólo quiere iniciar un diálogo sobre cómo integrar una mejor comprensión de la naturaleza humana en la manera en que nos gobernamos. Y eso lo consigue. El libro constituye una aportación decisiva al conocimiento de la humanidad sobre sí misma.
Ahora bien, ¿a quién dirige sus consejos? Si las intuiciones son irreflexivas y la razón es interesada, ¿qué parte de nosotros espera que regule y organice estas facultades? Esta es la tensión implícita de su ensayo. Como científico, Haidt adopta una visión empírica de la naturaleza humana. Nos describe tal como hemos sido, sin esperar nada más. En cambio, como escritor, nos habla de manera racional, como si fuésemos capaces de algo más grande. Da la impresión de que no puede evitarlo, como si estuviese en su naturaleza el apelar a nuestra capacidad de razonar y nuestro sentido de una humanidad común, y en la nuestra entenderlo.
No hace falta creer en Dios para ver en esta capacidad superior parte de nuestra naturaleza. Basta con creer en la evolución. La propia evolución ha evolucionado: a medida que los seres humanos se vuelven cada vez más sociales, la lucha por la supervivencia depende menos de las facultades físicas y más de las capacidades sociales. En este sentido, una facultad producida por la evolución -la sociabilidad- pasó a ser su nuevo motor. ¿Por qué no podría pasar lo mismo con la razón?
Haidt nos pide que entendamos nuestros instintos y los superemos. El autor apela a un poder capaz de prudencia, reflexión y reforma. Si somos capaces de aprovechar ese poder -la sabiduría-, nuestro proyecto más importante será reconciliar nuestras diferencias nacionales e internacionales. ¿Es inmoral la diferencia de ingresos? ¿Debería el Gobierno favorecer la religión? ¿Podemos tolerar las culturas que someten a las mujeres?
Quizá la fe de Jonathan Haidt en los receptores del gusto moral no supere este examen. Podría ser que nuestro gusto por la santidad o la autoridad, al igual que nuestro gusto por el azúcar, fuese una peligrosa reliquia. En todo caso, tiene razón en que debemos aprender lo que fuimos, aunque nuestra naturaleza nos lleve a superarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario