jueves, 29 de agosto de 2019

El “consumo sostenible”: ingeniería social para ricos

Luís I. Gómez analiza la cuestión del "consumo sostenible", que no es otra cosa que ingeniería social para ricos. 

Artículo de Disidentia: 
Consumir se ha convertido en una tarea compleja. Atrás quedan los tiempos en los que únicamente se trataba de adquirir aquello que nos resultaba útil, o deseábamos o simplemente nos gustaba. El consumidor moderno, cuando saca su pequeña varita de poder -su cartera-, debe también valorar qué consecuencias puede tener su acto para la naturaleza, los animales, el clima y la situación socioeconómica de las personas que confeccionaron el objeto del deseo.
La filosofía del consumo debe cambiar, nos dicen desde los púlpitos de las justicias social, climática, ecológica y de género, para adaptarse a los nuevos dogmas del llamado consumo sostenible. Sin duda, una de nuestras características positivas como seres humanos es la voluntad por conseguir gesto a gesto un mundo mejor. La cuestión es si el consumo es la mejor herramienta de que disponemos … y si necesitamos que el Estado nos lleve de la mano al supermercado o a los grandes almacenes.
Si acudimos a las páginas web de la mayoría de los Municipios españoles, Comunidades Autónomas, Ministerios, la ONU, la UNESCO o la Unión Europea encontraremos con mayor o menor prominencia justamente eso: ellos nos tienden la mano para ayudarnos a tomar las decisiones correctas, para evitar que nuestra cesta de la compra se llene de productos irresponsables. Debemos consumir de tal manera que sea posible satisfacer las necesidades de nuestra generación y de las generaciones venideras, respetando cuidadosamente los límites que la propia tierra, en su capacidad productiva.
Este imperativo, que a primera vista suena magníficamente bien, esconde dos variables desconocidas: desconocemos completamente las necesidades de las generaciones futuras y no tenemos ni la más remota idea de cuáles son los límites de productividad del planeta. Esto último además se ha convertido en objeto de durísimas controversias de las que nos ocuparemos en otro artículo.
Si leemos con atención no uno, sino muchos de los contenidos sobre consumo sostenible y responsable que nos ofrecen desde todas las instancias estatales, no tardamos en identificar cinco ideas matrices entono a las que giran las propuestas de los ingenieros sociales. Y todas estas ideas nos muestran claramente qué piensan ellos de usted: los consumidores no somos de fiar, y por tanto es tarea del estado conducirnos hacia el consumo de productos que ofrezcan una “plusvalía” moral, social y ecológica.

“Facilitar a las consumidoras y los consumidores un consumo sostenible”

No se trata de prohibir, regular o encarecer, parece indicar la frase, sino de facilitar. Si, por ejemplo, uno quiere consumir energía eléctrica procedente únicamente de plantas de generación renovable, solo será posible si existe esa oferta. Normalmente, es la demanda la que genera una oferta. Una persona emprendedora ve la oportunidad y proporciona el producto deseado.
¿Pero qué hacer si el consumidor quiere comprar algo para tener buena conciencia, pero no quiere pagar el mayor precio de una nueva tecnología? ¿Si se le facilita algo que realmente no quiere? Ahí es donde el Estado toma cartas en el asunto: simplemente facilita el acceso de algunos al tipo de energía que desean distribuyendo los costos de implantación y distribución de la nueva tecnología entre todos los consumidores de energía eléctrica. Ahora sí, los que se consideran responsables pueden contratar una de las tarifas verdes que pululan por el “mercado facilitado”. Los demás no solo estamos obligados a cofinanciar la facilitación estatal, también se nos colgará el sambenito de retrógrados e ignorantes.
Ni que decir tiene que, en esta labor facilitadora del estado, entra también la labor educadora e informativa. Después de todo es obligación de los burócratas procurar que el número de “retrógrados ignorantes” sea cada vez menor. Pero no se trata aquí de informar de cualquier manera, no. Se trata de informar correctamente sobre lo que se debe saber. El objetivo es reducir el volumen de información para evitar que la toma de decisiones del consumidor sea compleja, lo que requiere filtrar de inicio los contenidos que se deben facilitar. El pobre consumidor no será capaz de entender nunca nada sobre las ventajas y desventajas de, por ejemplo, la energía nuclear en un asunto tan serio como la protección del clima.

“Convertir el consumo sostenible en mainstream”

Si el Gobierno Español declara los alimentos orgánicos (los BIO, vamos) como sostenibles, pero la gente apenas gasta 33 € al año en productos bio (nos gastamos 2.134 € al año en alimentación, datos del Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente [1]), ¿qué se puede hacer?
Si el Gobierno Alemán decide poner un millón de automóviles eléctricos a la carretera, pero nadie está dispuesto a comprarlos (menos del 10% de lo previsto hasta la fecha [2]), ¿qué se puede hacer? Pues se debe sacar estos productos del nicho de mercado en el que están y generalizar su compra. ¿Cómo? Fácil: la política puede crear “directrices y principios rectores“, así como “incentivos”, es decir, campañas publicitarias y subsidios.
Lo que se debe evitar por todos los medios posibles es que el consumidor se pregunte si los productos “bio” son realmente mejores para su salud, o si los coches eléctricos son mejores para el medio ambiente. ¿Y qué hace el estado cuando descubre, tras décadas de investigación, que las plantas modificadas genéticamente son inocuas para la salud y ecológicamente beneficiosas? Entonces se inicia una campaña para prohibirlas.

“Garantizar la participación de los grupos sociales en el consumo sostenible”

Por supuesto, las personas de clase media progresistas y con mentalidad postmaterialista saben dónde pedir un automóvil eléctrico y dónde solicitar la prima estatal asociada. También conocen perfectamente el camino hasta la tienda bio de moda, y si no lo conocen, se lo dicta su IPhone de mil euros. Pero, ¿qué pasa con todos esos hombres simples que viven con mujeres simples y tienen hijos simples bebiendo refrescos azucarados de cola? Lo mejor sería, sin duda, pagarles una ayuda social de integración sostenible mediante la que sus ingresos medios mensuales quedasen equiparados con los de la clase media postmaterialista.  Pues no, no es así como piensan los burócratas de la sostenibilidad.
Los pobres deben seguir siendo pobres y se les debe garantizar la participación en una vida sostenible. ¿Cómo? Mediante productos energéticamente eficientes, duraderos y que ahorren recursos, los cuales, a largo plazo, suponen un ahorro financiero incluso para personas de bajos ingresos. Una videoconsola es carísima y queda rápidamente obsoleta. No es adecuada para un estilo de vida sostenible. Un buen juguete de madera, por otro lado, puede transmitirse de generación en generación. Esto ahorra mucho dinero, recursos y energía a lo largo de las generaciones.

“Juzgar el ciclo de vida de productos y servicios”

Hasta no hace mucho, la dificultad a la hora de comprar un litro de leche se reducía a si la marca era de confianza -conocida y seria- o no. Luego ya empezamos a mirar otras cosas, como el porcentaje de contenido graso o si era un producto de la región. Hoy nada de eso es suficiente. Para comparar dos tetrabriks de leche debemos conocer toda la vida del producto, desde el alimento de las vacas que generaron la materia prima hasta las posibilidades de reciclaje del envase usado, sin olvidar el beneficio que obtiene el ganadero con la venta de su producto, la calidad de vida de las vacas, el sueldo de los empleados de la empresa láctea envasadora, el medio de transporte usado para su distribución y … pues únicamente de este modo podremos valorar si el producto que compramos es  aceptable ambiental y socialmente.
Pero es imposible: el consumidor medio no puede comprender y evaluar exhaustivamente el proceso completo de creación de miles de productos. ¿La solución? No, no se trata de equiparar el sueldo de un pastor de cabras argelino con el de un cirujano francés. Alcanzar condiciones de trabajo aceptables, un pago justo por el trabajo realizado y el cumplimiento de ciertas normas ambientales son metas que deben alcanzarse a través del debate social en los países productores. No es algo que un consumidor occidental postmoderno que sigue el ideal del consumo sostenible pueda comprar por su elección de producto o pueda forzar mediante eslóganes prefabricados desde su acomodada sociedad occidental.

“Del producto al sistema, del comprador al usuario”

En otras palabras, en lugar de consumir productos, debemos utilizar sistemas. No deberíamos comprar automóviles, sino usar servicios de movilidad colectiva. No deberíamos calefactar, sino satisfacer la demanda de calor con la ropa adecuada y el aislamiento de la casa. Acuda a la lavandería en lugar de comprar una lavadora. La lista sería interminable.
Se trata de la optimización sostenible de sistemas de consumo completos. Tales sistemas están repletos de recovecos que los expertos en políticas de consumo utilizan a su antojo para diseñar nuestras costumbres y hábitos. Tras esta idea “sistémica”también se percibe, allá en el fondo, la idea de que la propiedad privada individual es algo negativo, insostenible. Lo que se pretende es sustituir la propiedad privada, con la que uno puede hacer y dejar de hacer lo que uno quiere -libertad, vamos- por un modelo de adquisición de derechos de uso dentro de un sistema de bienes públicos regulado y administrado por el estado. Abrazar tal concepto no es únicamente un golpe mortal a los principios de propiedad privada y libre mercado, es también la puntilla final al emprendimiento: usted ya no podrá simplemente inventar un producto y ofrecerlo al mercado. Su producto tiene que ajustarse al sistema.

La neosociedad ascética

En nuestros días, el principio rector de lo que hemos dado en llamar sostenibilidad implica fundamentalmente abrazar el ideal de la renuncia. Debemos ser ahorradores en todo. Comer menos, limpiar menos, calentar menos, viajar menos. La satisfacción debe extraerse sobre todo de la conciencia de que llevamos una forma de vida ejemplar. La preocupación real de los impulsores del consumo sostenible es la certeza de que miles de millones de personas en los países más pobres de todo el mundo están buscando legítimamente mejorar su nivel de vida y alcanzar el que tenemos aquí.
En las regiones del mundo que desgraciadamente están menos desarrolladas de lo que podrían estar, muchas personas dependen en su supervivencia de los caprichos de la naturaleza. En las regiones más desarrolladas, sin embargo, la producción y suministro de alimentos para las personas depende cada vez menos de los procesos naturales. El hecho es que, hoy en día, la humanidad se alimenta ella sola. La gran mayoría de las cosas necesarias para la vida no provienen de la naturaleza, sino que son producto de la civilización humana. Nuestro recurso más importante no es un bien tangible, sino nuestra creatividad.
Dejar un mundo mejor para nuestros hijos y nietos no significa dejarles un mundo más “natural”. Al contrario, un mundo más humano y sostenible es aquel en el que de una manera significativa y responsable se da prioridad a la civilización sobre la naturaleza. Un mundo en el que otorgamos al entorno natural una importancia mayor que la situación social y económica del ser humano no es un mundo sostenible. No lo es porque deja maniqueamente de lado la “sostenibilidad” de uno de los elementos fundamentales del sistema: nosotros. No lo es, porque el objetivo del ser humano no es el mantenimiento del estado existente, sino su continua mejora.
La idea de consumo sostenible que nace de las barrigas llenas del hombre acomodado de clase media occidental siempre va de la mano con la visión paralela según la cual las masas, los “otros”, deben renunciar al consumo, a la prosperidad, al crecimiento, al desarrollo. No me parece ésta una visión sostenible para el siglo XXI.

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