Santiago Navajas analiza la cuestión de la emergencia climática y el fundamento ideológico posmodernista que hay tras ello, tan peligrosamente tendente al totalitarismo.
Artículo de Libertad Digital:
Greta Thunberg a punto de tomar el barco con el que viaja de Europa a EEUU. | EFE
Nacemos con una predisposición mental al maniqueísmo de manera que tendemos a clasificar todo según categorías contrapuestas y presuntamente irreconciliables. Un mundo en blanco y negro gana en eficacia y simplicidad lo que pierde en riqueza de detalles. Debe ser labor de la educación ir más allá de la lógica bivalente, según la cual solo existen como valores lo verdadero y lo falso, para aprender a usar lógicas que consideren grados en la verdad.
Por ello, no nos debe extrañar que haya personajes como Greta Thunberg, la adolescente climática, que se comporta como si estuviera poseída al mismo tiempo por el espíritu de Juana de Arco y Savonarola. Iluminada por la fe de la salvación del mundo –e instrumentalizada por los medios, a los que conviene el catastrofismo porque vende titulares y por los políticos, ya que les da publicidad y excusas para incrementar tanto los impuestos como la coacción a los ciudadanos-, Greta Thunberg se cree Casandra advirtiendo a los troyanos de las calamidades equinas que se les vienen encima pero es más bien parecida a Nerón tañendo la lira fascinado por el fuego apocalíptico que contribuye a desparramar entre estudiantes de todo el mundo al borde de un ataque de nervios
Esta tendencia al maniqueísmo debería ser combatida, no incentivada, desde los poderes públicos, especialmente los intelectuales. Sin embargo, la estrategia que se está llevando a cabo tiende a satanizar cualquier oposición, crítica o debate tras la etiqueta de "negacionismo", un vocablo que solo se usa para el caso de antisemitas que niegan el Holocausto o para aquellos que plantean un atisbo de discusión sobre los dogmas fundamentales que inspiran el pensamiento Greta. El último ejemplo ha sido un artículo censurado por la revista Forbes, en el que un científico planteaba un escenario diferente para explicar buena parte del cambio climático.
Dicha estrategia no es casual sino que se basa en el pensamiento posmoderno, que ha parasitado el sistema liberal contemporáneo, y que ya afecta a empresas energéticas que, sin ningún rubor, hacen publicidad pseudoecologista dado que han descubierto la manera de conseguir subvenciones sustanciosas con cargo al erario público tras la senda de la moda de las etiquetas "eco" y "renovables".
Dicho pensamiento posmoderno considera que no hay separación entre pensamiento científico y mágico. Que todos son textos que nos cuentan un relato para crear un sentido a la vida en el seno de una comunidad. Por tanto, la verdad y la objetividad no importan sino exclusivamente aquello que hace que la tribu esté cohesionada y feliz. Por ello se destaca la Solidaridad por encima de la objetividad y se rechaza por ofensivo cualquier discurso que anteponga la realidad a los prejuicios tribales, tachándolo y criminalizándolo como "discurso de odio". Y al intelectual que, como Sócrates o Galileo, plantean preguntas incómodas o proponen modelos alternativos al consenso se les criminaliza como "negacionistas" (recordemos que a Sócrates lo asesinó un jurado democrático, tras alcanzar un fatídico consenso en que su "negacionismo" sobre los dioses de la polis había traspasado los límites de lo asumible por la comunidad).
Por supuesto, la solidaridad es necesaria pero siempre y cuando se funde en la objetividad. Del mismo modo que la justicia es fundamental pero teniendo a la presunción de inocencia como condición sine qua non. Por el contrario, para el dominante pensamiento posmoderno en las ciencias sociales, los medios de comunicación y la política de todos los partidos, la verdad es, en palabras de su máximo gurú el filósofo norteamericano Richard Rorty, "aquello en que nos es bueno creer". De modo que es perfectamente lógico, desde esta coherencia tribalista, perseguir al disidente porque no se trata de la verdad sino de lo útil socialmente hablando. Por ello tampoco tiene sentido discutir sobre hechos, que desprecian dado que son la manifestación de una realidad externa a sus deseos que niegan que exista, sino que únicamente tratarán de dominar el vocabulario. No les importa a estos relativistas rortyanos cuáles son los posibles causas, y en qué grado, del cambio climático, una vez que se ha decidido por consenso cuál es dogma que hay que creer, sino únicamente controlar el lenguaje y asegurarse, mediante coacción social y amenaza legal, de que todo el mundo llame "crisis" o "emergencia" al cambio climático.
Estados Unidos ha sustituido a la Unión Soviética como eje filosófico del Mal. Si los comunistas representaron el totalitarismo en su versión estatal, los relativistas encarnan hoy en el ámbito anglosajón al totalitarismo, más encubierto pero no menos insidioso, de que no existen ni la objetividad ni la verdad sino la construcción social de los hechos y las identidades. Donald Trump y el New York Times son la cara y la cruz de un fenómeno que tiene su núcleo en el pragmatismo norteamericano que conecta a James con Rorty a través de Dewey. "Make American Great Again" no es sino la traslación a la consigna partiditas de la creencia de Rorty en que lo que decida una determinada sociedad como verdad -para su caso, los Estados Unidos- es la verdad. La consagración del etnocentrismo económico en Trump no sería posible sin el etnocentrismo filosófico de Rorty. Así como el desprecio hacia la verdad y la justicia objetivas del movimiento #Metoo –simbolizado en su fe religiosa hacia los testimonios de las hermanas en la sororidad como han demostrado los casos de Woody Allen, Kevin Spacey o, ahora, Plácido Domingo– sin la defensa que hizo Rorty de que «debemos desechar la distinción tradicional entre conocimiento y opinión».
¿Qué cabe hacer? Seguir defendiendo la bandera de la Ilustración, la racionalidad, la objetividad, la verdad y los métodos universales contra los adalides de la subjetividad, el pragmatismo, el consenso, el comunitarismo y el relativismo. Para ello es fundamental, en primer lugar, seguir argumento con el frío respaldo de la lógica y la contundencia rocosa de los hechos. También, no caer en las trampas retóricas y seguir llamando a las cosas por su nombre. Además de seguir comiendo carne roja con moderación, viajar en avión sin complejo de Ícaro y, sobre todo, ir a ver torear a Pablo Aguado en cuanto se tenga ocasión.
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