Juan Ramón Rallo critica contundentemente el desvarío del liberticida y bochornoso anteproyecto de ley de reforma universitaria de Cristina Cifuentes (PP), ante lo que nadie se debiera quedar callado.
Artículo de El Confidencial:
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes. (EFE)
El anteproyecto de reforma universitaria que preparara el Ejecutivo de Cristina Cifuentes para la Comunidad de Madrid es, en su estado actual, un ataque frontal y radical a la ya de por sí escasa libertad educativa que existe en esta región: consolida el sometimiento de la libertad de creación de centros docentes —un derecho constitucional de carácter fundamental— a la arbitrariedad política y burocrática; cierra el mercado a toda competencia nacional y extranjera que no pase por las horcas caudinas de la provinciana burocracia madrileña; empeora notablemente la ya restrictiva legislación nacional sobre esta materia —al elevar el número mínimo de titulaciones a ofertar, restablecer la obligación de contar con instalaciones deportivas o establecer limitaciones personales al ejercicio de ese derecho constitucional—, y establece un régimen sancionador singularmente autoritario que habilita a la Administración incluso a decretar el cierre de una universidad en activo.
El economista liberal Daniel Lacalle ha saltado a la arena pública para rechazar el “carácter normativo extremadamente detallado” de la reglamentación universitaria que prepara Cifuentes: a su entender —y con toda razón—, la “educación líder y de calidad no va a venir por una enorme cantidad de papeles y por una normativa detallista” como la que está preparando el Gobierno madrileño a través de la pluma de su consejero de Educación, Rafael Van Grieken. Asimismo, Lacalle también se opone al bloqueo político que la Administración regional y el Gobierno madrileño están ejerciendo contra diversos proyectos universitarios punteros, incluso avalados por varios premios Nobel. No por casualidad, este caprichoso cercenamiento de la libertad educativa es acaso la mejor muestra de todo lo que no funciona dentro del marco regulatorio actual y de todo lo que Cifuentes pretende empeorar aún más con su anteproyecto de ley: debería resultar del todo inconcebible e inaceptable que una camarilla política pueda cerrar el paso a nuevas iniciativas universitarias por taimados cálculos electorales o por razones sectariamente ideológicas.
Lacalle, como exitoso inversor en el sector privado y como encargado de atraer a Madrid los proyectos empresariales salientes de la City, es muy consciente de que el capital se siente atraído por la seguridad jurídica, por la simplicidad normativa, por la libertad económica y por la ausencia de abusivas y extractivas cortapisas políticas. Él mismo remarca que si Madrid cuenta con algunas de las mejores escuelas de negocio del mundo es, en esencia, por tratarse de un sector liberalizado donde los políticos no han sido capaces de meter sus manazas: gracias a ello, nuestros centros superiores se han convertido en ejemplos de excelencia globales que no tienen ningún miedo a competir con cualesquiera otras escuelas que puedan llegar a crearse. Los únicos que reclaman protección son aquellos que se niegan a ofrecer un mejor servicio a los ciudadanos.
Por todo ello, si bien Lacalle juzga deficiente y enormemente mejorable el anteproyecto de ley madrileño, se muestra convencido de que —seguramente por su sano y loable optimismo antropológico— este terminará siendo enmendado por el Gobierno de la Comunidad de Madrid. Ojalá Daniel esté en lo cierto y este antiuniversitario y antiempresarial corsé regulatorio acabe durmiendo el sueño de los justos: no en vano, el futuro de la educación madrileña —y acaso española— nos va en ello. Por mi parte, temo no ser tan optimista como Daniel. Me encantaría equivocarme por entero, pero me cuesta mucho creer que un Ejecutivo que ha perpetrado la redacción de una fechoría regulatoria de este calibre, y que lleva años paralizando proyectos universitarios nacientes, posea una auténtica voluntad de rectificación que no vaya más allá de guardar las apariencias de cara a la galería.
Donde Daniel ve inocentes buenas intenciones malogradas por propuestas equivocadas, yo veo dolosas agresiones institucionales contra la iniciativa privada en perfecto concierto con un fallido 'establishment' universitario, obsesionado con excluir a cualquier posible nuevo competidor que pueda poner de relieve sus carencias internas.
Primero, que se siga reclamando un informe preceptivo del Consejo Universitario madrileño para evaluar la aprobación de una nueva universidad no tiene una finalidad meramente consultiva, sino eminentemente censora: dado que las universidades madrileñas casi siempre se opondrán, por puro interés corporativo, a la entrada de nuevos competidores, la reprobación del Consejo Universitario —por no vinculante que resulte— dota al Gobierno madrileño de un pretexto aparentemente despolitizado para rechazar esos nuevos proyectos universitarios. “No somos nosotros quienes lo bloqueamos: es el consenso de la comunidad académica”. Como ya expliqué, no tiene ningún sentido que, para abrir una academia de inglés, sea necesario consultar al resto de academias establecidas para que así respalden las pretensiones liberticidas de burócratas censores.
Segundo, que el anteproyecto de ley condicione la aprobación política de una nueva universidad a que arranque con un mínimo de 10 titulaciones (dos más que las exigidas a escala nacional por el Real Decreto 420/2015) y que, al mismo tiempo, valore preferentemente aquellos proyectos de universidad cuyas titulaciones sean distintas a las ya ofertadas por otros centros universitarios no busca evitar duplicidades, sino asfixiar y arrinconar económicamente toda iniciativa que plante cara al 'establishment' educativo actual. La duplicidad de titulaciones la solventa fácilmente la libertad de elección de los estudiantes sin necesidad de controles administrativos: si los ciudadanos prefieren cursar el grado de Administración de Empresas en una nueva universidad privada antes que en una de las ya existentes, la segunda deberá dejar de ofertarla en favor de la primera. Competencia, simple y llanamente.
Que mediante regulación se impongan un mínimo de 10 titulaciones preferentemente distintas entre sí y, también, distintas a las ya ofertadas por el resto de centros de enseñanza superior solo busca disparar los costes fijos de las nuevas universidades (forzando, por ejemplo, la contratación de muchos profesores de especialidades muy heterogéneas, así como todo el personal no docente especializado que se necesita para coordinar grados distintos), al tiempo que margina su catálogo de titulaciones a aquellas con una demanda muy estrecha y muy poco escalable. Como ya expliqué, esto equivale a exigir a todo empresario que quiera abrir una nueva academia de inglés a ofertar simultáneamente cursos de francés, alemán, portugués, italiano, chino, ruso, árabe, japonés y coreano (en realidad, a ofertar cursos de otros nueve idiomas mucho más marginales que los anteriores y que no estén siendo ofertados ya por la competencia, so pena de que el burócrata de turno pueda rechazar legalmente la apertura de esa academia de inglés)..
Tercero, otra forma de disparar los costes fijos de las universidades privadas para empujarlas a exigir unos precios de matrícula desproporcionados (y, por tanto, volverlas anticompetitivas) es ese absurdo requisito, que el PP nacional había suprimido en su Real Decreto 420/2015, de que los centros universitarios cuenten incluso con “instalaciones deportivas” (artículo 6): un absurdo requisito que los burócratas encargados de controlar el proceso de creación de un nuevo centro de enseñanza superior podrían, atendiendo a la literalidad del texto legal, llegar a imponer a las universidades 'online' so pone de denegarles la autorización de inicio de actividades (pues el anteproyecto de Cifuentes contempla en su artículo 27 que “la enseñanza no presencial estará sometida a los mismos criterios y procedimientos requeridos para las enseñanzas presenciales”).
Y cuarto, otro irracional obstáculo a la creación de nuevas universidades presente en el anteproyecto del PP madrileño es esa exigencia de que sus promotores cuenten con una “trayectoria universitaria contrastada”. El objetivo de este precepto no es garantizar una calidad mínima de la enseñanza: al cabo, esa calidad mínima se logra con buenos medios materiales y humanos, con programas adaptados a las necesidades del estudiante, con la continua revisión dinámica de esos programas, con una interlocución permanente con el mundo empresarial, con controles internos de excelencia y, sobre todo, dándole al ciudadano la posibilidad de escoger dónde desea estudiar. No, el propósito de este precepto no es asegurar la calidad, sino garantizar el control de toda nueva universidad al endogámico mundo universitario actual. Como ya expliqué, no tiene ningún sentido que se quiera prohibir a empresarios de éxito como Jeff Bezos, Mark Zuckerberg, Elon Musk o Peter Thiel abrir una universidad innovadora y disruptiva en Madrid por el mero hecho de que no procedan de la academia.
Me gustaría pensar que todo este cúmulo de despropósitos regulatorios no van encaminados a constreñir de tapadillo el derecho constitucional a la creación de centros de enseñanza: me encantaría pensar que son solo una sucesión de estridentes notas que no conforman la partitura de ninguna melodía de censura educativa. Pero no puedo hacerlo: la Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid no está integrada por 'outsiders' desinformados sobre las interioridades de la regulación educativa autonómica, sino por técnicos procedentes del 'establishment' universitario que son muy conscientes de las implicaciones del anteproyecto de ley que han redactado hasta la fecha.
La única explicación razonable que permitiría exculpar y excusar ideológicamente a la cabeza del Ejecutivo madrileño sería que ella hubiese delegado ciegamente la redacción de todo el anteproyecto de ley a la Consejería de Educación y que esta le hubiera presentado un documento tramposamente elaborado para privilegiar los privativos intereses de la burocracia universitaria antes que los intereses del conjunto de los madrileños. Pero si ese fuera el caso, entonces el actual anteproyecto de ley debería ser desautorizado, apartado y sustituido por otro inspirado en los principios de la libertad educativa, de la imparcialidad política y de la simplicidad administrativa. Si Cifuentes se empecina en impulsar el actual anteproyecto de ley, y en seguir bloqueando, por razones exclusivamente políticas, la creación de nuevos centros universitarios, entonces será tan cómplice de su letra y de su espíritu como sus autores intelectuales.
Hasta ese momento, no deberíamos quedarnos callados confiando en la buena fe de quienes nada han hecho por ahora para demostrarla. La libertad, y especialmente la libertad de educar a nuestros hijos o de escoger nuestro itinerario formativo al margen de la jibarizante intervención de políticos y burócratas regionales, debe ser defendida día a día frente a todos los que buscan pisotearla. Como decía Ayn Rand, “cuando te das cuenta de que para producir necesitas autorización de quien no produce nada, sabes que tu sociedad está condenada”.
En este caso, yo diría mucho más: cuando te das cuenta de que para producir necesitas la autorización de quien no solo no produce nada sino de quien busca destruir lo que producen otros, es que tu sociedad ya lleva mucho tiempo condenada y que solo estamos experimentando los estertores de una farsa política. Intentemos, entre todos, frenar los rodillos legislativos contra la libertad de enseñanza: si no lo logramos, desaparecerá el poco pensamiento crítico e independiente capaz de modificar el torcido rumbo de una sociedad donde quienes destruyen en su personal lucro expiden autorizaciones a quienes aspiran a construir en beneficio de todos.
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