Juan Rallo muestra la verdadera cara de la política y de los políticos a raíz del corrupto espectáculo del PP en Madrid y sus luchas intestinas, que pretenden venderse como un caso de transparencia y regeneración anticorrupción.
Artículo de El Confidencial:
Fotografía de archivo de Esperanza Aguirre (d) y Cristina Cifuentes. (EFE)
Si uno atiende a la sucesión de hechos que hemos vivido durante los últimos días —revelación de toda la trama mafiosa de Ignacio González a instancias de Cristina Cifuentes y dimisión final de Esperanza Aguirre—, podríamos estar tentados a concluir que el PP ha iniciado un sano proceso de regeneración política frente a su omnipresente corrupción precedente: a saber, los (presuntos) delincuentes están siendo procesados, los responsables políticos de no haberlos vigilado con suficiente diligencia han cesado de todos sus cargos y, por último, los honestos delatores se hallan ahora mismo en los puestos de mando del partido. El juego ha terminado: los buenos ganan, los malos pierden.
Sin embargo, mucho me temo que semejante caracterización del proceso político resulta extremadamente ingenuo. La política no es una batalla entre buenos y malos donde, en ocasiones, acaban triunfando los buenos: es una guerra permanente entre malos donde aquellos con mayor capacidad y menores escrúpulos para practicar las malas artes acaban conquistando el poder. Ya nos lo explicó hace más de medio siglo Friedrich Hayek en su afamada obra 'Camino de servidumbre': quienes llegan al poder son indefectiblemente los peores, pues las habilidades necesarias para gobernar con mano de hierro dentro de un partido son la total docilidad ante los líderes originales para ir ascendiendo en la jerarquía; la absoluta maleabilidad de las convicciones personales para no rebelarse jamás contra cualquier decisión que tomen esos líderes originales; la ausencia total de auténtica lealtad como para cambiar rápidamente de bando tan pronto como muten los superiores jerárquicos; la frialdad psicopática de ir acumulando durante años toda la basura posible de tus compañeros (los famosos dosieres) para así poder amenazarlos, instrumentarlos, someterlos o desactivarlos cuando llegue el momento adecuado; la hipocresía de apuñalar por la espalda a tus presuntos amigos; la desvergüenza de ir comprando y vendiendo favores personales para conformar una coalición de poder; la capacidad de mentir continuamente y sin pudor hasta engañar a los ciudadanos; y, sobre todo, la sed infinita de poder como para tragar durante décadas con toda la ciénaga anterior.
El 'cursus honorum' de la política recompensa el arribismo, la amoralidad, la hipocresía, la traición, la manipulación de masas, la mentira y el tráfico de influencias. Características todas ellas que los políticos maman a diario dentro del partido y que, de manera nada sorprendente, despliegan desde el gobierno tan pronto como acceden a él. La corrupción y el abuso de poder propio de prácticamente todos los altos cargos políticos son solo mimetizaciones de su 'modus viviendi' dentro de su formación.
En este sentido, la operación Lezo no nos muestra una versión degenerada y ruin de la política: al contrario, lo que hace es sacar nuevamente a la luz que las entrañas de la política son degeneradas y ruines aun cuando los gobernantes advenedizos repitan tramposamente la misma milonga que ya recitaron en el pasado sus predecesores: que ellos “son diferentes” e inmaculados. Ahora bien, la ruindad y degeneración política que saca a la luz la operación Lezo abarca no una sino dos dimensiones: por un lado, hemos comprobado cómo una parte muy importante del viejo Partido Popular de Madrid se dedicaba (presuntamente) a robar a manos llenas con la cooperación necesaria de esa pútrida casta empresarial patria que, como OHL y tantas otras compañías dependientes del presupuesto y de la regulación pública, lleva lustros medrando a la sombra del poder político y al margen de la competencia de un mercado libre; pero, por otro, también hemos presenciado cómo otra parte muy significativa del nuevo Partido Popular de Madrid (en alianza con el Partido Popular nacional) ha instrumentado la inmundicia interna que llevaba años conociendo, encubriendo y recopilando para ajustar cuentas y para completar la purga de cualquier resto de oposición interna.
Resultaría extremadamente voluntarioso creer que, por ejemplo, Cristina Cifuentes se ha lanzado a ventilar ahora las cloacas del partido por un súbito ataque de honorabilidad, patriotismo y responsabilidad institucional: más bien, todo apunta a que se trata de una operación astutamente diseñada para terminar de concentrar en sus manos el poder absoluto sobre el PP de Madrid, incluido sobre ese foco insubordinado que hasta ahora constituía el grupo municipal madrileño. De no ser así, si de verdad Cifuentes y el resto de populares que la jalean se movieran por principios morales y no por intereses y cálculos tacticistas, la única cabeza que deberían exigir públicamente no es la de su otrora reverenciada lideresa suprema Esperanza Aguirre, sino la de su actual reverenciado líder supremo Mariano Rajoy. ¿O es que acaso la misma culpa in vigilando que sin duda tiene Aguirre frente a la corrupción de Púnica o Lezo no la comparte en idéntica medida Rajoy frente a la corrupción de Gürtel y Bárcenas? ¿Es que acaso la defensa cerrada que hizo Aguirre de su número dos es sustancialmente distinta al apoyo político y moral que le ofreció Rajoy a su tesorero? Y si ambos casos son calcados, ¿por qué el Partido Popular en su conjunto ha forzado la dimisión de Aguirre al tiempo que continúa brindando un respaldo sumiso, incontestado y entusiasta a Rajoy?
Pues porque el estallido de la operación Lezo no ha procedido de un arranque de honradez anticorrupción del PP madrileño y del PP nacional: ha sido una forma de instrumentar la corrupción que ya conocían para laminar en el momento oportuno a aquellos dirigentes internos que les resultaban incómodos. Toda la falsa retórica regeneracionista que pretenden vendernos enmudece ante ese elefante en la habitación que es Mariano Rajoy: al menos, claro, hasta que en algún momento futuro Rajoy comience a caer en desgracia, se resista a marcharse y los mismos que hoy le juran lealtad eterna se lancen a cazarlo sacando a la luz 'detritus' hoy ya conocidos pero convenientemente reservados hasta la ocasión propicia.
Eso, y no un duelo ideológico entre caballeros idealistas, es la contienda política. Evidentemente, no hay mal que por bien no venga y, al menos, los ciudadanos descubrimos, a modo de “daños colaterales” de estos enfrentamientos intestinos, una pequeña parte de todas las redes clientelares y extractivas que nuestros gobernantes van creando en el ejercicio de su cargo: cuando unos y otros tratan de matarse mutuamente revelando al público las vergüenzas delictuosas de sus enemigos, algunos de esos políticos corruptos terminan siendo procesados y condenados. Pero muchos otros no, pues lo que le interesa a cada político no es luchar contra la corrupción, sino machacar a sus rivales con todas las armas disponibles al tiempo que, claro está, nos intenta persuadir a todos los ciudadanos de que su objetivo sincero y abnegado sí es el de luchar contra la corrupción. Señores del PP: si es así, apunten más alto. A lo más alto.
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