Cristina Losada analiza por qué no le gustan los filántropos a Podemos y a la extrema izquierda.
Artículo de Libertad Digital:
Ya es costumbre que cada vez que Amancio Ortega hace una donación a la sanidad española aparezca un coro de indignados por lo que ellos llaman una "limosna de millonario". El coro solo cuenta de momento con las voces del partido Podemos y, en el reciente caso de Aragón, de una asociación "para la defensa de la sanidad pública". Pero si las donaciones filantrópicas no fueran relativamente raras en España, y si hubiera otros filántropos que provocaran, en sectores de la izquierda, el mismo rechazo que el dueño de Inditex, seguro que ese coro estaría más nutrido. Porque hay una tradición revolucionaria, antigua y algo olvidada, incluso por quienes hoy se ven como sus continuadores, que entiende que la filantropía, en la medida en que palía las deficiencias del "sistema", es un peligro para una estrategia fundada en el cuanto peor, mejor. Es decir: cuanto peor sea el "sistema", más descontento e indignación habrá, y mejor para los que sueñan con destruirlo.
La censura a las donaciones de Ortega, centradas además en un servicio tan importante para los ciudadanos como la sanidad, la han argumentado los podemitas aludiendo a la ofensa que significarían y a que encubrirían su supuesta "evasión fiscal". La consigna es: "No queremos filantropía barata, queremos justicia fiscal". Estos argumentos están en la línea habitual, moralizante y en busca de impacto, de la publicidad política del partido. El impacto saben que lo tienen garantizado cuando se trata del dueño de Inditex: por eso lo hacen contra él. Y para añadir al carácter ofensivo de la "limosna", califican las donaciones de "tercermundistas". Iglesias Turrión declaraba: "No me gustan las dinámicas tercermundistas del millonario que regala dinero al sector público para hacer un hospital". Bueno, querido Pablo, ya les gustaría a muchos habitantes del antes llamado Tercer Mundo que la filantropía fuese allí práctica común de sus millonarios. Pero es justo al revés. Donde la filantropía florece es en el Primer Mundo. En concreto, en la potencia número uno de ese mundo, los Estados Unidos de América.
De hecho, para afilar los argumentos contra la filantropía o, al menos, para reflexionar sobre su papel, los de Podemos tendrán que leerse algunos materiales que se están publicando en la patria de la filantropía, de la Fundación Bill Gates, de Jeff Bezos y de muchos otros que no se limitan a actuar en territorio norteamericano, sino que lo hacen a nivel global. La Fundación Gates es el caso más claro, con su apuesta por promover la sanidad y el desarrollo en distintos lugares del mundo. Un caso que ha llevado a Naomi Klein, que será autora de referencia para los líderes de Podemos, a manifestar hace poco, en plena campaña publicitaria de su último libro, que era un ejemplo de cómo "en lugar de resolver los grandes problemas a través de instituciones con algún tipo de democracia y transparencia, vamos a subcontratar a multimillonarios benévolos para que los solucionen".
Otros no rechazan por sistema la filantropía, ni vituperan a Gates y a otros como él, pero les preocupa que los filántropos "ocupen el asiento del conductor" en unos momentos en que los Estados o las ciudades tienen problemas presupuestarios y han de reducir el gasto, como escribía recientemente David Callahan, fundador de Inside Philanthropy. Les inquieta, dicen, su ligereza, que puede llevarles a financiar proyectos equivocados, el hecho de que no tengan que rendir cuentas ante nadie, ni ante los votantes ni ante los accionistas de sus empresas, y también su ambición: los grandes filántropos de hoy no son de la vieja escuela, no se contentan con dar dinero para hospitales y museos, sino que se proponen lograr cambios sistémicos en la sociedad. De ahí que haya propuestas para una mayor regulación de la filantropía que incluyen más transparencia, límites a las deducciones fiscales y reducción de su influencia en las políticas públicas.
El problema de esas críticas a la filantropía, y a la filantropía exportada en particular, es que se pueden extender a muchas organizaciones no gubernamentales y globales que actúan en el mundo. Se pueden extender incluso a las gubernamentales dedicadas a la cooperación al desarrollo, que suelen escapar al escrutinio de la oposición y de los ciudadanos. Lo mismo se puede decir de ciertas fundaciones. A fin de cuentas, antes de que existiera la Fundación Gates estaba la Fundación Ford.
Y antes de la globalización de la filantropía asistimos a la globalización de la intelligentsia occidental, por decirlo con el sociólogo Peter L. Berger. Una miríada de ONG, fundaciones y organizaciones gubernamentales que transmitieron ideas y conductas, que exportaron "sus programas morales e ideológicos al exterior siguiendo pautas que reflejan el conflicto que libran en su propia casa". Una de las exportaciones que a mí más me impactó fue la que se tradujo en que Sudáfrica, a finales de los años 90, tuviera como prioridad sanitaria aprobar la ley antitabaco más restrictiva del mundo entonces, cuando tenía problemas sanitarios mucho más urgentes (sida, tuberculosis, desnutrición, falta de agua potable y alcantarillado). Una elección de prioridad que fue resultado de la influencia de organizaciones y élites culturales globales, esto es, occidentales.
No hace falta decir que esas ONG y fundaciones, por más que se equivoquen o pequen de poca transparencia, no despiertan la preocupación, el rechazo ni la desconfianza de quienes sí ponen en en su punto de mira crítica a los millonarios filántropos. Creo que la razón de ese doble rasero se explica en dos palabras: son millonarios. Y, por tanto, sospechosos. El capitalista, ay, no puede ser bueno, porque eso es malo para los anticapitalistas.
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