Agustín Valladolid analiza la cuestión del terrorismo islamista en Europa y cómo no se solucionan los problemas, que en gran medida se pretenden no ver.
Artículo de Voz Pópuli:
Soldados patrullando las calles de Niza el 15 de julio de 2016 tras el atentado. EFE
Conviene no perder la perspectiva: desde que se lleva la cuenta (1948), alrededor de 11 millones de musulmanes han sido asesinados violentamente en sus países de origen, la gran mayoría de ellos en enfrentamientos religiosos. Hoy, más que nunca, conviene ser escrupulosamente exacto con las cifras: entre el atentado contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 y hoy, Occidente ha sufrido como nunca antes el impacto del terrorismo yihadista, contabilizando en estos largos 15 años más de 8.000 muertos. Un guarismo demencial, pero no tanto como el de las víctimas provocadas por los mismos autores en los países musulmanes: unas 70.000 personas asesinadas entre aquella infausta fecha y 2016, según los datos de la Global Terrorism Database.
Y sí, conviene no perder la perspectiva, pero también llamar a las cosas por su nombre. Y no mirar para otro lado. Los problemas solo entran en fase de resolución cuando se conocen en profundidad. Ya no podemos seguir negando por más tiempo, en aras de lo políticamente correcto, la inquietante realidad que nos circunda, y cuyo síntoma más alarmante en algunos países europeos es el de un acelerado deterioro de la convivencia. Una realidad que, convenientemente aprovechada por la extrema derecha, puede arrastrarnos a una nueva guerra civil en el corazón de Europa, como ya advirtió en su día el ex director de Le Monde Jean-Marie Colombani.
Guerra Civil. Palabras mayores que algunos se apresurarán a calificar como alarmistas, más fruto de los recuerdos deformados de un jubilado que de una sustantividad contrastada. Gueto: otra palabra tabú, término maldito que hasta hace bien poco casi nadie se atrevía a pronunciar. Creíamos, o queríamos creer, que en Europa ya no había guetos. Que el fenómeno era cosa del pasado. Pero los hay, y más de los que pensábamos. En algunos lugares no es descartable un estallido social. Servirá cualquier chispa convenientemente manipulada. O una nueva crisis económica que condene al paro y a la pobreza a los de siempre, da igual de qué lado estén.
‘Área controlada por reglas islámicas obligatorias’
En Suecia hay 55 No-Go Zones, espacios urbanos en cuyos límites unos carteles advierten que estás entrando en un área controlada por reglas islámicas obligatorias. Sí, en Suecia. Lugares en los que el Estado no ejerce su soberanía. La Agencia de Contingencias Civiles Sueca (MSB), en un reciente informe, afirmaba que los islamistas están organizando una “sociedad paralela”, infiltrando salafistas en organizaciones y partidos políticos, a resguardo de la “cultura del silencio” que denuncia el experto en temas islamistas Eduard Yitzhak.
En los alrededores de Londres o París también podemos encontrar zonas No-Go. Y las que no conocemos. Charlie Hebdo, Bataclan, Niza,
Londres, Manchester… Lo de Francia e Inglaterra es de una urgencia extrema, y es que tienen un problema extremo. Pero hay más. Un informe confidencial de la policía belga, citado por La Vanguardia, señala que más de 50 organizaciones localizadas en el barrio bruselense de Molenbeek son sospechosas de vínculos con el fundamentalismo islamista. Mejor no seguir. Pero, ¿y España?
El terrorismo yihadista acapara el 60 por ciento de las causas que se tramitan en la Audiencia Nacional, cuyo fiscal jefe, Jesús Alonso, acaba de pedir refuerzos. Con el paso de los años Cataluña se ha convertido en uno de los focos más preocupantes de radicalidad islamista. Así al menos está catalogado por los principales servicios de inteligencia europeos. Resulta que, durante años, la política en materia de inmigración de los gobiernos convergentes de la Generalitat consistió en favorecer el reagrupamiento familiar de personas de origen magrebí, cuyos idiomas eran y son el árabe y el francés. Paralelamente, se dificultaba el mismo proceso a los latinos, que ya venían con el castellano aprendido y no interesaban, porque no iban a esforzarse especialmente en aprender catalán.
Hoy, en Cataluña se concentra la tercera parte de los musulmanes que son “visibles” en España, y el número de mezquitas salafistas -en las que se predica la conversión al Islam de toda la humanidad sin excluir ningún método- es superior a las 70, aproximadamente la mitad de las ubicadas en el conjunto de España. En los institutos cada año se detectan más episodios de adolescentes radicalizados que se niegan a dar la mano a una profesora por el hecho de ser mujer, o piden a sus padres el traslado a escuelas en las que las clases no sean mixtas.
La retroalimentación entre yihadismo y ultraderecha
La “invasión silenciosa”, así define lo que no se quiere ver Eduardo Martín de Pozuelo, jefe de Investigación de La Vanguardia y uno de los periodistas españoles que más sabe de terrorismo internacional, autor junto a Jordi Bordas de “Objetivo: Califato Universal”, libro muy recomendable para almas cándidas. Podemos mirar para otro lado y dejar que el problema se agrave hasta que veamos gobernar en Francia, en Alemania o en Inglaterra a la ultraderecha, que es lo que precisamente busca el DAESH. O podemos conjurarnos para, desde la unidad, afrontar en serio el problema, sin caer en la tentación de manosearlo como en el Reino Unido para ganar elecciones.
Precisamente esta semana ha sido muy celebrado, #LoMásVistoEnOpinión de El País, un artículo de Víctor Lapuente en el que, bajo el título “Buenismo y malismo”, cita el estudio “Ingenieros de la yihad”, en el que los sociólogos Diego Gambetta y Steffen Hertog ponen de manifiesto las muchas características que comparten los radicales islamistas y los extremistas de derechas. Y es verdad. Parte de la razón de ser de estos últimos tiene que ver con la existencia de aquellos. Al tiempo, los ideólogos del DAESH y Al Qaeda planifican su actividad para que en Europa se criminalice al conjunto de los musulmanes y así conseguir una más rápida radicalización de los jóvenes de esta creencia nacidos en Londres, París o Barcelona.
Muy de acuerdo en esto con Lapuente, pero no en cambio con alguna de las recetas que apunta. Escribe el profesor de Ciencia Política: “Es esa visión cainita, ese “malismo” de los extremistas, lo que debemos combatir. Y para ello nada mejor que revitalizar la tolerancia a la diferencia, el viejo ‘buenismo’ de la izquierda progresista y la derecha liberal”. ¿Revitalizar la tolerancia a la diferencia, el viejo buenismo de la izquierda? Vale, pero sin hacer el gilipollas más de la cuenta.
Revitalizar la tolerancia con los que se han hecho acreedores de ser tratados con tolerancia, no con los que promueven justo lo contrario, como la persecución feroz y el uso de la violencia contra aquellos que piensan distinto, contra los que defienden el respeto a la libertad religiosa, la igualdad entre hombres y mujeres o la consagración de la discrepancia, en lugar del pensamiento único, como fuerza motor de progreso. Claro que el buenismo no es en sí misma una mala opción, pero siempre y cuando se adapte al contexto de cada momento, y a una realidad mucho más compleja y preocupante de la que hasta ahora había inspirado sentimiento tan naif.
La izquierda nunca se ha sabido manejar en el vidrioso territorio por el que transita el viejo dilema entre libertad y seguridad, lo que hasta ahora, al menos en España, no le había perjudicado en exceso. Más bien al contrario, debido en parte al persistente impacto en las urnas de los métodos liberticidas del franquismo en los primeros años de la democracia recuperada. Pero el yihadismo no es como el cuarto oscuro de la dictadura, ni al otro lado de la puerta hay un Perpignan por donde fugarse. El abismo al que nos quiere empujar el DAESH no se esquiva con hermosas palabras.
Una cosa es cierta: antes de recortar derechos en Europa hay que hacer los deberes, entre ellos acabar con los “clamorosos fallos de inteligencia” que vienen denunciando los expertos, con los compartimentos estancos en los que se deposita la información sensible, con el caos legal que ralentiza la acción coordinada de las policías y la Justicia europea. Pero mientras la socialdemocracia siga instalada en el discurso incompleto de los derechos y no participe sin complejos en la búsqueda de soluciones, va a tener muy complicado volver a ganar una elección en el Viejo Continente. Porque los ciudadanos no van a respaldar postulados políticos tan “comprensivos”, y porque los votantes que ocupan el gran espacio de la moderación se inclinarán por el voto a los partidos liberal-conservadores como el más útil para frenar a la ultraderecha, reacción esta que puede resultar decisiva para apuntillar el imparable proceso hacia la inanidad de la actual izquierda europea.
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