Carlos Rodríguez Braun analiza el creciente incentivo y consecuente crecimiento de delatores fiscales y qué hay que entender en la cuestión de la evasión fiscal, especialmente respecto a otros delitos.
Artículo de Libre Mercado:
EFE
He visto comentarios interesantes sobre las denuncias que la Agencia Tributaria promueve para que los contribuyentes informen sobre evasiones reales o supuestas de otros ciudadanos.
Aunque es una antigua práctica de los Estados, en España se ha acentuado en los últimos años del Gobierno supuestamente liberal del Partido Popular. En efecto, se han elevado los castigos por delito fiscal y ampliado los plazos de prescripción en algunos casos. Pero la delación ha sido específicamente fomentada, con premios para los delatores y rebajas de condena para los defraudadores, si denuncian a otros. Los técnicos de Hacienda han saludado todo este movimiento y reclamado la implantación de un sistema de pago a confidentes.
La consecuencia ha sido un aumento de las denuncias y las inspecciones. Las primeras suelen llegar en forma de cartas anónimas. Se ha informado de que en los años de la crisis ha habido denuncias por parte de trabajadores afectados por ERE, pero también de empresarios y profesionales autónomos que denuncian a competidores. Incluso ha habido denuncias entre vecinos o familiares mal avenidos.
Se dirá que la delación ha sido propiciada por las policías de todo el mundo desde siempre, y que es un mecanismo plausible para perseguir y frenar a los delincuentes. Y sin embargo, hay algo que chirría en la delación fiscal.
Ese algo es que la evasión fiscal no es un delito contra la naturaleza humana ni contra la sociedad. Es un delito sin víctimas determinadas, y un delito creado por la legislación. No es un robo, ni una violación ni un asesinato. Si usted o yo tuviésemos información que pudiese contribuir a la detención de un asesino o un ladrón, o a impedir que un violador perpetre su crimen, tendríamos la obligación moral de denunciarlo.
Pero los impuestos son otra cosa, porque una violación es un crimen contra una persona determinada y contra la comunidad, y la evasión fiscal no, salvo que identifiquemos puntualmente Estado y sociedad, lo que equivaldría al totalitarismo político.
Por eso, quienes defienden la delación fiscal con el argumento de que "todos han de pagar lo que tienen que pagar" incurren en una falacia colectivista, que parte de la base de que aquello que el Estado decide que debemos pagar es lo justo y lo necesario en cualquier caso, y cualquiera que sea la suma extraída. Esto, obviamente, no puede ser así, porque dinamitaría la comunidad de mujeres y hombres libres.
Tampoco es válida otra argumentación muy utilizada, que sostiene que "no se puede ser tolerante con el fraude fiscal por mucho que se consideren altos los impuestos". Otra vez, esto pulveriza toda noción referente a los límites del poder, es decir, a la libertad.
Estos matices ilustran una circunstancia reveladora: no hay muchos delatores fiscales, mientras que millones de personas defraudan a Hacienda. Y ninguna sociedad podría funcionar con millones de ladrones, violadores o asesinos.
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